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西语阅读:《一千零一夜》连载五 a
日期:2011-09-29 00:48  点击:259

西语阅读:《一千零一夜》连载五 a

Al ver aquello, ¡oh señora mía! empecé a golpearme, y a gritar, y a gemir, y me desgarré las zopas, arro­jándome desesperado al suelo. Pero mi amigo muerto estaba, cumplién­dose el Destino para que no mintie­ran las predicciones de los astrólogos. Alcé los ojos y las manos hacia el Altísimo, y repuse: “¡Oh, señor del universo! Si he cometido un crimen, dispuesto estoy a que me castigue tu justicia.” En este momento sentía­me animoso ante la muerte. Pero ¡oh señora mía! nuestros anhelos nunca se satisfacen ni para el bien ni para el mal.

Entonces, no siéndome posible soportar la estancia en aquel sitio, y además, como sabía que el joyero no tardaría en comparecer, subí la escalera, salí y cerré la trampa, cubriéndola de tierra, como estaba antes.

Cuando me vi fuera, me dije: “Voy a observar ahora lo que ocurra; pero ocultándome, porque si no, los esclavos me matarían con la peor muerte.” Y entonces me subí a un árbol copudo que estaba cerca de la trampa, y allí quedó en acecho. Una hora más tarde apareció la barca con el anciano y los esclavos. Desem­barcaron todos, llegaron apresurada­mente junto al árbol, y al advertir la tierra recientemente removida, atemorizáronse, quedando abatidísi­mo el viejo. Los esclavos cavaron apresuradamente, y levantando la trampa, bajaron con el pobre padre. Éste empezó a llamar a gritos a su hijo, sin que el muchacho respon­diera, y le buscaron por todas partes; hallándolo por fin tendido en el lecho con el corazón atravesado.

Al verle, sintió el anciano que se le partía el alma, y cayó desmayado. Los esclavos, mientras tanto, se lamentaban y afligían; después subie­ron en hombros al joyero. Sepultaron el cadáver del joven envuelto en un sudario, transportaron al padre den­tro de la barca, con todas las riquezas y provisiones que quedaban aún, y desaparecieron en la lejanía sobre el mar.

Entonces, apenadísimo, bajé del árbol, medité en aquella desgracia, lloré mucho, y anduve desolado todo el día y toda la noche. De repente noté que iba menguando el agua, quedando seco el espacio entre la isla y la tierra firme de enfrente. Di gracias a Alah, que quería librarme de seguir en aquel paraje mal­dito, y empecé a caminar por la arena invocando su santo nombre. Llegó en esto la hora de ponerse el sol. Vi de pronto aparecer muy a lo lejos como una gran hoguera, y me dirigí hacia aquel sitio, sospe­chando que estarían cociendo algún carnero; pero al acercarme advertí que lo que hube tomado, por hoguera era un vasto palacio de cobre que se diría incendiado por el sol poniente.

Llegué hasta el límite del asombro ante aquel palacio magnífico, todo de cobre. Y estaba admirando su sólida construcción, cuando súbita­mente vi salir por la puerta principal diez jóvenes de buena estatura, y cuyas caras eran una alabanza al Creador por haberlas hecho tan hermosas. Pero aquellos diez jóvenes eran todos tuertos del ojo izquierdo, y sólo no lo era un anciano alto y venerable, que hacía el número once.

Al verlos exclamé; “¡Por Alah, que es extraña coincidencia! ¿Cómo estarán juntos diez tuertos, y del ojo izquierdo precisamente?” Mientras yo me absorbía en estas reflexiones, los diez jóvenes se acercaron, y me dijeron: “¡La paz sea contigo!” Y yo les devolví el saludo de paz, y hube de referirles mi historia, desde el principio hasta el fin, que no creo necesario repetirte, ¡oh señora mía!

Al oirla, llegaron aquellos jóvenes al colmo de la admiración, y me dijeron: “¡Oh señor! Entra en esta morada, donde serás bien acogido. Entré con ellos, y atravesamos mu­chas salas revestidas con telas de raso. En el centro de la última, que era la más hermosa y espaciosa de todas, había diez lechos magníficos formados con alfombras y colchones, y entre aquéllos otra alfombra, pero sin colchón, y tan rica como las demás. Y el anciano se sentó en ésta, y cada uno de los diez jóvenes en la suya, y me dijeron: “¡Oh señor! Siéntate en el testero de la sala, y no nos preguntes acerca de lo que aquí veas.”

A los pocos momentos se levantó el viejo, salió y volvió varias veces, llevando manjares y bebidas, de lo cual comimos y bebimos todos.

Después recogió las sobras el anciano, y se sentó de nuevo. Y los jóvenes le preguntaron: “¿Cómo te sientas sin traernos lo necesario para cumplir nuestros deberes?” Y el an­ciano, sin replicar palabra, se levantó y salió diez veces, trayendo cada vez sobre la cabeza una palangana cu­bierta con un paño de raso y en la mano un farol, que fue colocando delante de cada joven. Y a mí no me dio nada, lo cual hubo de contra­riarme.

Pero cuando levantaron las telas de raso, vi que las jofainas sólo contenían ceniza, polvo de carbón y kohl. Se echaron la ceniza en la cabe­za, el carbón en la cara y el kohl en el ojo derecho, y empezaron a lamentarse y a llorar, mientras de­cían: “¡Sufrimos lo que merecemos por nuestras culpas y nuestra deso­bediencia!” Y aquella lamentación prosiguió hasta cerca del amanecer. Entonces se lavaron en nuevas palan­ganas que les llevó el viejo, se pusie­ron otros trajes, y quedaron como antes de la extraña ceremonia.

Por más que aquello, ¡oh señora mía! me, asombrase con el más con­siderable asombro, no me atreví a preguntar nada, pues así me lo habían ordenado. Y a la noche siguiente hicieron lo mismo que la primera, y lo mismo a la tercera y a la cuarta. Entonces ya no pude callar más, y exclamé: “¡Oh mis señores! Os ruego que me digáis por qué sois todos tuertos y a qué obedece el que os echéis por la cabeza ceniza, carbón y kohl, pues, ¡por Alah! prefiero la muerte a la incertidumbre en que me habéis sumido.” Entonces ellos replicaron: “¿Sabes que lo que pides es tu perdición?” Y yo contesté: “Venga mi perdición antes que la duda.” Pero ellos me dijeron: “¡Cui­dado con tu ojo izquierdo!” Y yo respondí: “No necesito el ojo izquier­do si he de seguir en esta perpleji­dad.” Y por fin exclamaron: “¡Cúm­plase tu destino! Te sucederá lo que nos sucedió; mas no te quejes, que la culpa es tuya. Y después de perdido el ojo izquierdo, no podrás venir con nosotros, porque ya somos diez y no hay sitio para el undécimo.”

Dicho esto, el anciano trajo un carnero vivo. Lo degollaron, le arran­caron la piel, y después de limpiarla cuidadosamente, me dijeron: “Vamos a coserte dentro de esa piel; y te colocaremos en la azotea del palacio. El enorme buitre llamado Rokh, capaz de arrebatar un elefante, te levantará hasta las nubes, tomándote por un carnero de veras, y para devorarte te llevará a la cumbre de una montaña muy alta, inaccesible a todos los seres humanos. Entonces con este cuchillo, de que puedes armarte, rasgarás la piel de carnero, saldrás de ella, y el terrible Rokh, que no ataca a los hombres, desapa­recerá de tu vista. Echa después a andar hasta que encuentres un pala­cio diez veces mayor que el nuestro y mil veces más suntuoso. Está reves­tido de chapas de oro, sus muros se cubren de pedrería, especialmente de perlas y esmeraldas. Entra por una puerta abierta a todas horas, como nosotros entramos una vez, y ya verás lo que vieres. Allí nos deja­mos todos el ojo izquierdo. Desde entonces soportamos el castigo mere­cido y expiamos nuestra culpa ha­ciendo todas las noches lo que viste. Esa es en resumen nuestra historia, que más detallada llenaría todas las páginas de un gran libro cuadrado. Y ahora, ¡cúmplase tu destino!”

Y como persistiera en mi resolu­ción, diéronme el cuchillo, me cosie­ron dentro de la piel de carnero, me colocaron en la azotea y se marcha­ron. Y de pronto noté que cargaba conmigo el terrible Rokh, remontan­do el vuelo, y en cuanto comprendí que, me había depositado en la cum­bre de la montaña, rasgué con el cuchillo la piel que me cubría, y salí de debajo de ella dando gritos para asustar al terrible Rokh. Y se alejó volando pesadamente, y vi que era todo blanco, tan ancho como diez elefantes y más largo que veinte camellos.

Entonces eché a andar muy de prisa, pues me torturaba la ímpacien­cia por llegar al palacio. Al verlo, a pesar de la descripción hecha por los diez jóvenes, me quedé admirado hasta el límite de la admiración. Era mucho más suntuoso de lo que me habían dicho. La puerta, principal, toda de oro, por la cual entré, tenía a los lados noventa y nueve puertas de maderas preciosas, de áloe y de sándalo. Las puertas de la salas eran de ébano con incrustaciones de oro y de diamantes. Y estas puertas conducían a los salones y a los jar­dines, donde se acumulaban todas las riquezas de la tierra y del mar.

No bien llegué a la primera habi­tación me vi rodeado de cuarenta jóvenes, de una belleza tan asombrosa, que perdí la noción de mí mismo, y mis ojos no sabían a cuál dirigirse con preferencia a las demás, y me entró tal admiración, que hube de detenerme, sintiendo que me daba vueltas la cabeza.

Entonces todas se levantaron al verme, y con voz armoniosa me dije­ron: “¡Que nuestra casa sea la tuya!, ¡oh convidado nuestro! ¡Tu sitio está sobre nuestras cabezas y en nuestros ojos!” Y me ofrecieron asiento en un estrado magnífico, sentándose ellas más abajo en las alfombras, y me dijeron: “¡Oh señor, somos tus esclavas, tu cosa, y tú eres nuestro dueño y la corona de nues­tras cabezas!”

Luego todas se pusieron a servir­me: una trajo agua caliente y toallas, y me lavó los pies; otra me echó en las manos agua perfumada, que vertía de un jarro de oro; la tercera me vistió un traje de seda con cin­turón bordado de oro y plata, y la cuarta me presentó una copa llena de exquisita bebida aromada con flo­res. Y ésta me mirada, aquélla me sonreía, la de aquí me guiñaba los ojos, la de más allá me recitaba versos, otra abría los brazos, exten­diéndolos perezosamente delante de mí, y aquélla otra hacía ondular su talle. Y la una suspirada: “¡ay!”, y otra: “¡huy!”, y ésta me decía: `¡Ojos míos!”, la de más allá: “¡Oh alma mía!”, la otra: “¡Entraña de mi vida!”, y la otra: “¡Oh llama de mi corazón!”

Después se me acercaron todas, y comenzaron a acariciarme, y me dijeron: “¡Oh convidado nuestro, cuéntanos tu historia, porque estamos sin ningún hombre hace tiempo, y nuestra dicha será ahora completa!” Entonces hube de tranquilizarme, y les conté una parte de mi historia, hasta que empezó a anochecer.

Inmediatamente encendieron nu­merosas bujías, y la sala quedó ilumi­nada como por el más espléndido sol. Luego pusieron los manteles, sir­vieron los manjares más exquisitos y las bebidas más embriagadoras, y unas tañían instrumentos melodiosas, cantando con encantadora voz, otras bailaban, y yo seguía comiendo.

Después de estas diversiones, me dijeron: “Estáis cansado de resultas del viaje que habéis hecho, y hora es ya de que toméis algún reposo; vuestro aposento está preparado; mas, antes de retiraros, escoged en­tre nosotras una para que os sirva.”

Yo, señora, mía, no sabía cuál ele­gir, pues todas eran igualmente desea­bles. A ciegas alargué los brazos, y cogí a una; ¡pero al abrir los ojos, los volví a cerrar, deslumbrado por su hermosura! Entonces aquella jo­ven me asió de la mano y me con­dujo al dormitorio.

Las siguientes noches, ¡oh señora mía! se deslizaron de la misma ma­nera, cada noche con una de las hermanas.

Un año completo duró esta feli­cidad. Llegó el final del año. La mañana del último día vi a todas las jóvenes al pie de mi cama, sueltas las cabelleras, llorando amargamen­te, poseídas de un gran dolor, y me dijeran: “Sabe, ¡oh luz de nuestros ojos! que hemos de abandonarte, como abandonamos a otros antes que a ti. Eres, en realidad, el más liber­tino y agradable de todos. Por este motivo, no podremos vivir sin ti.” Y yo les dije: “¿,Y por qué habéis de abandonarme? Porque yo tampoco quiero perder la alegría de mi vida, que está en vosotras.” Ellas contesta­ron “Sabe que somos todas hijas de un rey, pero de madre distinta. Des­de nuestra pubertad vivimos en este palacio, y cada año pone Alah en nuestra camino un hermoso doncel que nos agrada, como nosotras a él. Pero cada año hemos de ausentarnos cuarenta, días para visitar a nuestro padre y a nuestras madres. Y hoy es el día de la marcha.” Entonces dije: “Pero delicias mías, yo me quedaré en este palacio alabando a 'Alah hasta vuestro regreso.” Y ellas contestaron: “Cúmplase tu deseo. Aquí tienes todas las llaves del palacio, que abren todas las puertas. Él ha de servirte de mo­rada, puesto que eres su dueño; pero guárdate muy bien de abrir la puerta de bronce que está en el fondo del jardín, porque no volverías a. vernos y te ocurriría una gran desgracia. ¡Cuida, pues, de no abrir esa puerta!

Dicho esto, me abrazaron y besa­ron todas, una tras otra, llorando y diciéndome: “¡Alah sea contigo!” Y partieron, sin dejar de mirarme a través de sus lágrimas.

Entonces, ¡oh señora mía! salí del salón en que me hallaba, y con las llaves en la mano empecé a recorrer aquel palacio, que aún no había teni­do tiempo de ver, pues mi cuerpo y mi alma habían estado encadena­dos entre los brazos de las jóvenes. Y abrí con la primera llave la pri­mera puerta.

Me vi entonces en un gran huerto rebosante de árboles frutales, tan frondosos, que en mi vida los había conocido iguales en el mundo. Cana­lillos llenos de agua los regaban tan a conciencia, que las frutas eran de un tamaño y una hermosura indeci­bles. Comí de ellas, especialmente bananas, y también dátiles, que eran largos coma los dedos de un árabe noble, y granadas, manzanas y melo­cotones. Cuando acabé de comer di gracias por su magnanimidad a Alah, y abrí la segunda puerta con la se­gunda llave.

Cuando abrí esta puerta, mis ojos y mi olfato quedaron subyugados por una inmensidad de flores que llenaban un gran jardín regado por arroyos numerosos. Había allí cuan­tas flores pueden criarse en los jardines de los emires de la tierra: jazmines, narcisos, rosas, violetas, jacintos, anémonas, claveles, tulipa­nes, renúnculos Y todas las flores de todas las estaciones. Cuando hube aspirado la fragancia de todas las flores, cogí un jazmín, guardándolo dentro de mi nariz para gozar su aroma, y di las gracias a Alah el Altísimo por sus bondades.

Abrí en seguida la tercera puerta, y mis oídos quedaron encantados con las voces de numerosas aves de todos los colores y de todas las espe­cies de la tierra. Estaban en una pajarera construida- con varillas de áloe y de sándalo. Los bebederos eran de jaspe fino y los comederos de oro. El suelo aparecía barrido y regado. Y las aves bendecían al Creador. Estuve oyéndolas cantar; y cuando anocheció me retiré.

Al día siguiente me levanté tem­prano, y abrí la cuarta puerta con la cuarta llave. Y entonces, ¡oh, seño­ra mía! vi cosas que ni en sueños podría ver un ser humano. En medio de un gran patio había una cúpula de maravillosa construcción, con escale­ras de pórfido que ascendían hasta cuarenta, puertas de ébano, labradas con oro y plata. Se encontraban­ abiertas y permitían ver aposentos, espaciosos, cada uno de los cuales contenía un tesoro diferente, y valía cada tesoro más que todo mi reino. La primera sala, estaba atestada de enormes montones de perlas, grandes y pequeñas, abundando las grandes, que tenían el tamaño de un huevo de paloma y brillaban como la luna llena. La segunda sala superaba en riqueza a la primera, y aparecía re­pleta de diamantes, rubíes rojos, ru­bíes azules y carbunclos. En la terce­ra había esmeraldas solamente; en la cuarta, montones de oro en bruto; en la quinta, monedas de oro de todas las naciones; en la sexta, plata virgen; en la séptima monedas de plata, de todas las naciones: Las demás salas estaban llenas de cuan­tas pedrerías hay en el seno de la tierra y del mar: topacios, turquesas, jacintos, piedras del Yemen, coma­línas de los más viejos colores, jarro­nes de jade, collares, brazaletes, cin­turones y todas las preseas, en fin, usadas en las cortes de reyes y de emires.

Y yo, ¡oh señora mía! levanté las manos y los ojos y di gracias a Alah el Altísimo por sus beneficios: Y así seguí cada día abriendo una o dos o tres puertas hasta el cuadra­pésimo; creciendo diariamente mi asombro, y ya no me quedaba, más que la llave de la puerta de bronce, y pensé en las cuarenta jóvenes, y me sentí sumido en la mayor feli­cidad.

Pero el Maligno hacíame pensar en la llave de la puerta de bronce, tentándome continuamente, y la ten­tación pudo más que yo, y abrí la puerta. Nada vieron mis ojos, mí olfato notó un olor muy fuerte y hostil a los sentidos, y me desmayé, cayendo por la parte de fuera de la entrada y cerrándose inmediatamente la puerta delante de mí. Guando me repuse, persistí en la resolución ins­pirada por el Cheitán, y volví a abrir, aguardando a que el olor fuese menos penetrante.

Entré por fin, y me encontré en una espaciosa sala, con el suelo cubierto de azafrán y alumbrada por bujías perfumadas de ámbar gris e incienso y por magníficas lámparas de plata y oro llenas de aceite aro­mático, que al arder exhalaba aquel olor tan fuerte. Y entre lámparas; y candelabros vi un maravilloso caballo negro con una estrella blanca en la frente, y la pata delantera derecha y la trasera izquierda tenían asimis­mo manchas blancas en los extre­mos. La silla era de brocado y la brida una cadena de oro; el pesebre estaba lleno de sésamo y cebada bien cribada; el abrevadero contenía agua fresca perfumada con rosas­

Entonces, ¡oh señora mía! costo mi pasión mayor eran los buenos caballos, y yo el jinete más ilustre de mi reino, me agradó mucho aquel corcel, y cogiéndole de la brida le saqué al jardín y lo monté; pero no se movió. Entonces le di en el cuello con la cadena de oro. Y de pronto, ¡oh señora mía! abrió el caballo dos grandes alas negras, que yo no había visto, relinchó de un modo espan­toso, dio tres veces con los cascos en el suelo, y voló conmigo por los aires.

En seguida, ¡oh señora mía! empe­zó todo a dar vueltas a mi alrededor, pero apreté los muslos y me sostuve como buen jinete. Y he aquí que el caballo descendió y se detuvo en la azotea del palacio donde había yo encontrado a los diez tuertos. Y entonces se encabritó terriblemente y logró derribarme. Luego se acer­có a mí, y metiéndome la punta de una de sus alas en el ojo izquierdo, me lo vació sin que pudiera yo im­pedirlo y emprendió el vuelo otra vez, desapareciendo en los aires.

Me tapé con la mano el ojo huero, y anduve en todos sentidos par la azotea, lamentándome a impulsos del dolor. Y de pronto vi delante de mí a los diez mancebos, que decían: “¡No quisiste atendernos! ¡Ahí tienes el fruto de tu funesta terquedad! Y no puedes quedarte entre nosotros, por­que ya somos diez. Pero te indica­remos el camino para que marches a Bagdad, capital del Emir de los Creyentes Harún Al-Rachid, cuya fama ha llegado a nuestros oídos y tu destino quedará entre sus ma­nos.”

Partí, después de haberme afeitado y puesta este traje de saaluk, para no tener que soportar otras desgra­cias, y viajé día y noche, no parando hasta llegar a Bagdad, morada de paz, donde encontré a estos dos tuer­tos, y saludándoles, les dije: “Soy extranjero” Y ellos me contestaron: “También lo somos nosotros.” Y así, llegamos los tres, a esta bendita casa, ¡oh señora mía!

¡Y tal es la causa de mi ojo huero y de mis barbas afeitadas!”

Después de oír tan extraordina­ria historia, la mayor de las tres don­cellas dijo al tercer saakik. “Te per­dono. Acaríciate un poco la cabeza y vete.”

Pero el tercer saaluk contestó: ¡Por Alah! No he de irme sin oír las historias de los otros.”

Entonces la joven, volviéndose hacia el califa, hacia el visir Giafar y hacia el porta-alfanje, les dijo: “Contad vuestra historia.”

Y Giafar se le acercó, y repitió el relato que ya había contado a la joven portera al entrar en la casa. Y después de haber oído a Giafar, la dueña de la morada les dijo:

“Os perdono a todos, a los unos y a los otros. ¡Pero marchaos en seguida!”

Y todos salieron a la calle. Enton­ces el califa dijo a los saalik: “Com­pañeros, ¿adónde vais?” Y éstos con­testaron: “No sabemos dónde ir.” Y el califa les dijo: “Venid a pasar la noche con nosotros.” Y ordenó a Giafar: “Llévalos a tu casa y mañana me los traes, que ya veremos lo que se hace.” Y Giafar ejecutó estas órdenes.

Entonces entró ere su palacio el califa, pero no pudo dormir en toda la noche. Por la mañana se sentó en el trono, mandó entrar a los jefes de su Imperio, y cuando hubo despachado los asuntos y se hubieron marchado, volvióse hacia Giafar, y le dijo Tráeme las tres jóvenes, las dos perras y los tres saaluk.” Y Gia­far salió en seguida, y los puso a todos entre las manos del califa. Las jóvenes se presentaron ante él cubier­tas con sus velos. Y Giafar les dijo: “No se os castigará, porque sin cono­cernos nos habéis perdonado y favo­recido. Pero ahora estáis en manos del quinto descendiente de Abbas, el califa. Harún Al-Rachid. De modo que tenéis que contarle la verdad.”

Cuando las jóvenes oyeron las palabras de Giafar, que hablaba en nombre del Príncipe de los Creyen­tes, dio un paso la mayor, y dijo: “¡Oh Emir de los Creyentes! Mi historia es tan prodigiosa, que si se escribiese con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyese con respeto.”

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.


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