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西语阅读:《一千零一夜》连载五 b
日期:2011-09-29 00:50  点击:245

西语阅读:《一千零一夜》连载五 b

PERO CUANDO LLEGO LA 16a. NOCHE

 

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que la mayor de las jóvenes se puso entre las manos del Emir de los Creyentes y contó su historia del siguiente modo:

 

HISTORIA DE ZOBEIDA,

LA MAYOR DE IAS JÓVENES

 

¡Oh Príncipe de los Creyentes! Sabe que me llamo Zobeida; un her­mana, la que abrió la puerta, se llama Amina, y la más joven de to­das, Fahima. Las tres somos hijas del mismo padre, pero no de la mis­ma madre. Estas dos perras son otras hermanas mías, de padre y madre.

Al morir nuestro padre nos dejó cinco mil dinares, que se repartieron por igual entre nosotras. Entonces mis hermanas Amina y Fahima se separaran de mí para irse con su madre, y yo y las otras dos herma­nas, estas dos perras que aquí ves, nos quedamos juntas. Soy la más joven de las tres, pero mayor que Amina y Fahima, que están entre tus manos.

Al poco tiempo de morir nuestro padre, mis dos hermanas mayores se casaron y estuvieron algún tiempo conmigo en la misma casa. Pero sus maridos no tardaron en prepararse a un viaje comercial; cogieron los mil dinares de sus mujeres para comprar mercaderías, y se marcha­ron todos juntos, dejándome comple­tamente sola.

Estuvieron ausentes cuatro años; durante las cuales se arruinaron mis cuñados, y después de perder sus mercancías, desaparecieron, abando­nando en país extranjero a sus mu­jeres.

Y mis hermanas pasaron toda clase de miserias y acabaron por llegar a mi casa como unas mendigas. Al ver aquellas dos mendigas, no pude pensar que fuesen mis hermanas, y me alejé de ellas; pero entonces me hablaron, y reconociéndolas, les dije: ,”¿Qué os ha ocurrido? ¿Cómo os veo en tal estado?” Y respondie­ron: “¡Oh hermana! Las palabras ya nada remediarian, pues el cálamo corrió por lo que había mandado Alah.” Oyéndolas se conmovió de lástima mi corazón, y las llevé al hammam, poniendo a cada una un traje nuevo, y les dije: “Hermanas mías, sois mayores que yo, y creo justo que ocupéis el lugar de mis pa­dres. Y como la herencia que me tocó; igual que a vosotras, ha sido bendecida por Alah y se ha acrecen­tado considerablemente, comeréis sus frutos conmigo, nuestra vida se­rá respetable y honrosa, y ya no nos separaremos.” Y las retuve en mi casa y en mi corazón.

Y he aquí que las colmé de bene­ficios, y estuvieron en mi casi duran­te un año completo, y mis bienes eran sus bienes. Pero un día me dijeron: “Realmente, preferimos el matrimonio, y no podemos pasarnos sin él, pues se ha agotado nuestra paciencia al vernos tan solas.” Yo les contesté: “¡Oh hermanas! Nada bueno podréis encontrar en el matri­monio, pues escasean los hombres honrados. ¿No probasteis el matri­monio ya? ¿Olvidáis lo que os ha proporcionada?”

Pero no me hicieron caso, y se empeñaron en casarse sin mi consen­timiento. Entonces les di el dinero para las bodas y les regalé los equipos necesarios. Después se fueron con sus maridos a probar fortuna. Pero no haría mucho que se habían ido, cuando sus esposos se burlaron de ellas, quitándolas cuanto yo les di y abandonándolas. De nuevo regre­saron ambas desnudas a mi casa, y me pidieron mil perdones, dicién­dome: “No nos regañes, hermana. Cierto que eres la de menos edad de las tres, pero nos aventajas a todas en razón. Te prometemos no volver a pronunciar nunca la palabra casa­miento.” Entonces les dije: “¡Oh her­manas mías! Que la acogida en mi casa os sea hospitalaria. A nadie quiero como a vosotras.” Y les di muchos besos, y las traté con mayor generosidad que la primera vez.

Así transcurrió otro año entero, y al terminar éste, pensé fletar una nave cargada de mercancías y mar­charme a comerciar a Bassra. Y efectivamente, dispuse un barco, y lo cargué de mercancías y géneros y de cuanto pudiera necesitarse durante la travesía, y dije a mis hermanas: “¡Oh hermanas! ¿Preferís quedaros en mi casa mientras dure el viaje hasta mi regreso, o viajar conmigo?” Y me contestaron: “Viajaremos con­tigo, pues no podríamos, soportar tu ausencia.” Entonces las llevé conmi­go y partimos todas juntas.

Pero antes de zarpar había cuida­do yo de dividir mi dinero en dos partes; cogí la mitad, y la otra la escondí, diciéndome: “Es posible que nos ocurra alguna desgracia en el barco, y si logramos salvar la vida, al regresar, si es que regresamos, encontraremos aquí algo útil.”

Y viajamos día y noche; pero por desgracia, el capitán equivocó la ruta. La corriente nos llevó hasta un mar distinto por completo al que nos diri­gíamos. Y nos impulsó un viento muy fuerte, que duró diez días. Entonces divisamos una ciudad en lontananza, y le preguntamos al capi­tán: “¿Cuál es el nombre de esa ciudad adonde vamos?” Y contestó: “¡Por Alah que no lo sé! Nunca le he visto, pues en mi vida había entrado en este mar. Pero, en fin, lo importante es que estamos por fortuna fuera de peligro: Ahora sólo os queda bajar a la ciudad y exponer vuestra mercancías; Y si podéis vennderlas, os aconsejo que las vendáis.”

Una hora después volvió á acer­cársenos, y nos dijo: “¡Apresuraos a desembarcar, para ver en esa pobla­ción las maravillas del Altísimo!”

Entonces desembarcamos, pero apenas hubimos entrado en la ciu­dad, nos quedamos asombradas. Todos los habitantes estaban con­vertidos en estatuas de piedra negra. Y sólo ellos habían sufrido esta petri­ficación, pues en los zocos y en las tiendas aparecían las mercancías en su estado normal, lo mismo que las cosas de oro y de plata. Al ver aque­llo llegamos al límite de la admira­ción, y nos dijimos: “En verdad que la causa de todo esto debe de ser rarísima.”

Y nos separamos, para recorrer cada cual a su gusto las calles de la ciudad, y recoger por su cuenta cuan­to oro, plata y telas preciosas pudiese llevar consigo.

Yo subí a la ciudadela, y vi que allí estaba el palacio del rey. Entré en el palacio por una gran puerta de oro macizo, levanté un gran corti­naje de terciopelo, y advertí que todos los muebles y objetos eran de plata y oro. Y en el patio y en los aposentos, los guardias y chambe­lanes estaban de pie o sentados, pero petrificados en vida. Y en la última sala, llena de chambelanes, tenientes y visires, vi al rey sentado en su trono, con un traje tan suntuoso y tan rico, que desconcertaba, y apa­recía rodeado de cincuenta mama­lik con trajes de seda y en la mano los alfanjes desnudos: El trono estaba incrustado de perlas y pedrería, y cada. perla brillaba como una estre­lla. Os aseguro qué me faltó poco para volverme loca.

Seguí andando, no obstante, y llegué a la sala del harén, que hubo de parecerme más maravillosa toda­vía, pues era toda de oro, hasta las celosías de las ventanas. Las paredes estaban forradas de tapices de seda: En las puertas y en las, ventanas pen­dían cortinajes de raso y terciopelo. Y vi por fin, en medio de las esclavas petrificadas, a la misma reina, con un vestido sembrado de perlas deslumbrantes, enriquecida su corona por toda clase de piedras finas, osten­tando collares y redecillas de oro admirablemente cincelados. Y se ha­llaba también convertida en una esta­tua de piedra negra.

Seguí andando, y encontré abierta una puerta, cuyas hojas eran de plata virgen, y más allá una escalera de pórfido de siete peldaños, y al subir esta escalera y llegar arriba, me hallé en un salón de mármol blanco, cubierto de alfombras tejidas de oro, y en el centro, entre grandes cande­labros de oro, una tarima también de oro salpicada de esmeraldas y turquesas, y sobre la tarima un lecho incrustado de perlas y pedrería, cu­bierto con telas preciosas. Y en el fondo de la sala advertí una gran luz, pero al acercarme me enteré de que era un brillante enorme, como un huevo de avestruz, cuyas facetas despedían tanta claridad, que basta­ba, su luz para alumbrar todo el aposento.

Los candelabros ardían vergonzo­samente ante el esplendor de aquella maravilla, y yo pensé. “Cuando estos candelabros arden, alguien los ha encendido.”

Continué andando, y hube de pe­netrar asombrada en otros aposentos, sin hallar a ningún ser viviente. Y tanto me absorbía esto, que me olvidé de de mi persona, de mi viaje, de mi nave y de mis hermanas. Y todavía seguía maravillada, cuando la noche se echó encima. Entonces quise salir de palacio; pero no di con la salida, y acabé por llegar a la sala donde estaba el magnifico lecho y el brillan­te y los candelabros encendidos. Me senté en el lecho, cubriéndome con la colcha de razo azul bordada de plata y de perlas, y cogí el Libro Noble, nuestro Corán, que estaba escrito en magníficos caracteres de oro y bermellón, e iluminado con delicadas tintas, y me puse a leer algunos versículos para santificarme, y dar gracias a Alah, y reprender­me; y cuando hube meditado en las palabras del Profeta (¡Alah le ben­diga!) me tendí para conciliar el sueño, pero no pude lograrlo. Y el insomnio me tuvo despierta hasta media noche.

En aquel momento oí una voz dulce y simpática que recitaba El Corán. Entonces me levanté y me dirigí hacia el sitio de donde prove­nía aquella voz. Y acabé por llegar a un aposento cuya puerta aparecía abierta. Entré con mucho cuidado, poniendo a la parte de afuera la antorcha que me había alumbrado en el camino, y vi que aquello era un oratorio. Estaba iluminado por lám­paras de cristal verde que colgaban del techo, y en el centro había un tapiz de oraciones extendido hacia Oriente; y allí estaba sentado un hermoso joven que leía el Corán en alta voz, acompasadamente. Me sorprendió mucho, y no acertaba a comprender cómo había podido librarse de la suerte de todos los otros. Entonces avancé un paso y le dirigí mi saludo de paz, y él vol­viéndose hacia mí y mirándome fija­mente, correspondió a mi saludo. Luego le dije: “¡Por la santa verdad de los versículos del Corán que recitas, te conjuro a que contestes a mi pregunta!”

Entonces, tranquilo y sonriendo con dulzura, me contestó: “Cuando expliques quién eres, responderé a tus preguntas.” Le referí mi historia, que le interesó mucho, y luego le interrogué por las extraordinarias cir­cunstancias que atravesaba la ciudad. Y él me dijo: “Espera un momento.” Y cerró el Libro Noble, lo guardó en una bolsa de seda y me hizo sentar a su lado. Entonces le miré atentamente, y vi que era hermoso como la luna llena, sus mejillas parecían de cristal; su cara tenía el color de los dátiles frescos, y estaba adornado de perfecciones, cual si fuese aquel de quien habla el poeta en sus estrofas:

 

¡El que lee en los astros contem­plaba la noche! ¡Y de pronto surgió ante su mirada la esbeltez del apuesto mancebo! Y pensó:

¡Es el mismo Zohal, que dio a este astro la negra cabellera destrenzada, semejante a un cometa!

¡En cuanto al carmesí de sus mejillas, Mirrikh fue el encargado de extenderlo! ¡Los rayos penetrantes de sus ojos son las flechas mismas del Arquero de las siete estrellas!

¡Y Hutared le otorgó su maravillosa sagacidad y Abylssuha su valor de oro!

¡Y el astrólogo no supo qué pensar al verle, y se quedó perplejo! ¡Enton­ces, inclinándose hacia él sonrió el astro!

 

Al mirarle, experimentaba una profunda turbación de mis sentidos, lamentando no haberle conocido an­tes, y en mi corazón se encendían como ascuas. Y le dije: “¡Oh dueño y soberano mío, atiende a mi pre­gunta!” Y él me contestó:. “Escucho y obedezco.” Y me contó lo siguiente:

“Sabe, ¡oh mi honorable señora! que esta ciudad era de mi padre. Y la habitaban todos sus parientes y súbditos. Mi padre es el rey, que habrás visto en su trono, transfor­mado en estatua de piedra. Y la reina, que también habrás visto, es mi madre. Ambos profesaban la reli­gión de los magos adoradores del terrible Nardún. Juraban por el fuego y la luz, por la sombra y el calor, y por los astros que giran.

Mi padre estuvo mucho tiempo sin hijos. Yo nací a fines de su vida, cuando transpuso ya el umbral de la vejez. Y fui criado por él con mucho esmero, y cuando fui creciendo se me eligió para la verdadera felicidad.

Había en nuestro palacio una anciana musulmana, que creía en Alah y en su Enviado; pero oculta­ba sus creencias y aparentaba estar conforme con las de mis padres. Mi padre tenía en ella gran confianza, y muy generosa con ella, la colmaba de su generosidad, creyendo que compartía su fe y su religión. Me confió a ella, y le dijo: “Encárgate de su cuidado; enséñale las leyes de nuestra religión del Fuego y dale una educación- excelente, atendién­dole en todo.”

Y la vieja se encargó de mí; pero me enseñó la religión del Islam, des­de los deberes de la purificación y de las abluciones, hasta las santas fórmulas de la plegaria. Y me ense­ñó y explicó el Corán en la lengua del Profeta. Y cuando, hubo termi­nado de instruirme, me dijo: “¡Oh hijo mío! Tienes que ocultar estas creencias a tu padre, profesándolas en secreto, porque si no, te mata­ría.”­

Callé, en efecto; y no hacía mucho que había terminado mi instrucción, cuando falleció la santa anciana, repitiéndome su recomendación por última vez. Y seguí en secreto siendo un creyente de Alah y de su Profeta. Pero los habitantes de esta ciudad, obcecados por su rebelión y su cegue­ra, persistían en la incredulidad. Y un día la voz de un muecín, invi­sible retumbó como el trueno, lle­gando a los oídos más distantes:

¡Oh vosotros los que habitáis esta ciudad! ¡Renunciad a la ado­ración del fuego y de Nardún, y adorad al Rey único y Poderoso!”

Al oír aquello se sobrecogieron todos y acudieron al palacio del rey, exclamando: “¿Qué voz aterradora es esa que hemos oído? ¡Su amenaza nos asusta!” Pero el rey les dijo: “No os aterréis y seguid firmemente vuestras antiguas creencias.”

Entonces sus corazones se inclina­ron a las palabras de mi padre, y no dejaron de profesar la adoración del fuego. Y siguieron en su error, hasta que llegó el aniversario del día en que habían oído la voz por pri­mera vez. Y la voz se hizo oír por segunda vez, y luego por tercera vez, durante tres años seguidos. Pero a pesar de ello, no cesaron en su extravío. Y una mañana, cuando apuntaba el día, la desdicha y la mal­dición cayeron del cielo y los convir­tió en estatuas de piedra negra, co­rriendo la misma suerte sus caballos y sus mulos, sus camellos y sus ganados. Y de todos los habitantes fuí el único que se salvó de esta desgracia. Porque era el único cre­yente.

Desde aquel día me consagro a la oración, al ayuno y a la lectura del Corán.

Pero he de confesarte, ¡oh mi honorable dama llena de perfeccio­nes! que ya estoy cansado de esta soledad en que me encuentro, y quisiera tener junta a mí a alguien que me acompañase.” Entonces le dije:

“¡Oh joven dotado de cualidades! ¿Por qué no vienes conmigo a la ciudad de Bagdad? Allí encontrarás sabios y venerables jeiques versados en las leyes y en la religión. En su compañía aumentarás tu ciencia y tus conocimientos de derecho divino, y yo, a pesar de mi rango, será tú esclava y tu cosa. Poseo numerosa servidumbre, y mía es la nave que hay ahora en el puerto abarrotada de mercancías. El Destino nos arrojó a estas costas para que conociése­mos la población y ocasionarnos la presente aventura. La suerte, pues, quiso reunirnos.”

Y no dejé de instarle a marchar conmigo, hasta que aceptó mi ruego. En ese momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na y se calló discretamente.


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