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西语阅读:《一千零一夜》连载五 c
日期:2011-09-29 00:52  点击:247

西语阅读:《一千零一夜》连载五 c

PERO CUANDO LLEGÓ LA 17a. NOCHE

 

Ella dijo:

 

He llegado a saber, ¡óh rey afor­tunado! que la joven Zobeida no dejó de instar al mancebo, y de ins­pirarle el deseo de seguirla, hasta que éste consintió.

Y ambos no cesaron de conversar, hasta que el sueño cayó sobre ellos­. Y la joven Zobéida se acostó enton­ces y durmió a los pies del príncipe. ¡Y sentía una alegría y una felicidad inmensas!

Después Zobeida prosiguió de este modo su relato ante el califa Harún Al-Rachid, Gíafar y los tres saalik:

“Cuando brilló la mañana nos levantamos, y fuimos a revisar los tesoros, cogiendo los de menos peso, que podían llevarse más fácilmente y tenían más valor. Salimos de la ciudadela y descendimos hacia la ciu­dad, donde encontramos al capitán y a mis esclavos, que me buscaban desde el día antes. Y se regocijaron mucho al verme, preguntándome el motivo de mi ausencia. Entonces les conté lo que había visto, la historia del joven y la causa de la metamor­fosis de los habitantes de la ciudad con todos sus detalles. Y su relato les sorprendió mucho.

En cuanto a mis hermanas, apenas me vieron en compañía de aquel joven tan hermoso, envidiaron mi suerte, y llenas de celos, maquinaran secretamente la perfidia contra mí. Regresamos al barco, y yo era muy feliz, pues mi dicha la aumentaba el cariño del principe. Esperamos a que nos fuera propicio el viento, desplegamos las velas y partimos. Y mis hermanas me dijeron un día: ¡Oh hermana! ¿qué te propones con tu amor por ese joven tan hermoso?” Y les contesté: “Mi propósito es que nos casemos.” Y acercándome a él, le declaré: “¡Oh dueño mío! mi deseo es convertirme en cosa tuya. Te ruego que no me rechaces.” Y entonces me respondió: “Escucho y obedezco.” Al oírlo, me volví hacia mis hermanas y les dije; “No quiero más bienes que a este hombre. Desde ahora todas mis riquezas pasan a ser de vuestra propiedad.” Y me contes­taron: “Tu voluntad es nuestro gus­to.” Pero se reservaban la traición y el daño.

Continuamos bogando con viento favorable, y salimos del mar del Terror, entrando en el de la Segu­ridad. Aun navegamos por él algu­nos días, hasta llegar cerca de la ciudad de Bassra, cuyos edificios se divisaban a lo lejos. Pero nos sor­prendió la noche, hubimos de parar la nave y no tardamos en dormir­nos.

Durante nuestro sueño se levanta­ron mis hermanas, y cogiéndonos a mí y al joven, nos echaron al agua. Y el mancebo, como no sabía nadar, se ahogó, pues estaba escrito por Alah que figuraría en el número de los mártires. En cuanto a mí estaba escrito que me salvara, pues apenas caí al agua, Alah me benefició con un madero, en el cual cabalgué, y con el cual me arrastró el oleaje hasta la playa de.una isla próxima. Puse a secar mis vestiduras, pasé allí la noche, y no bien amaneció, eché a andar en busca de un camino. Y encontré un camino en el cual había huellas de pasos de seres hu­manos, hijos de Adán. Este camino comenzaba en la playa y se internaba en la isla. Entonces, después de ponerme los vestidos ya secos, lo seguí hasta llegar a la orilla opuesta, desde la que se veía en lontananza la ciudad de Bassra. Y de pronto advertí una culebra que corría hacia mí, y en pos de ella otra serpiente gorda y grande que quería matarla. Estaba la culebra tan rendida, que la lengua le colgaba fuera de la boca. Compadecida de ella, tiré una piedra enorme a la cabeza de la serpiente, y la dejé sin vida. Mas de impro­viso la culebra desplegó dos alas, y volando, desapareció por los aires. Y yo llegué al límite del asombro.

Pero como estaba muy cansada, me tendí en aquel mismo sitio, y dormí próximamente una hora. Y he aquí que al despertar vi sentada a mis plantas a una negra joven y her­mosa, que me estaba acariciando los pies. Entonces, llena de vergüenza, hube de apartarlos en seguida, pues ignoraba lo que la negra pretendía de mí. Y le pregunté: “¿Quién eres y qué quieres?” Y me contestó: “Me he apresurado a venir a tu lado, porque me has hecho un gran favor matando a mi enemigo. Soy la cule­bra a quien libraste de la serpiente. Yo soy una efrita. Aquella serpiente era un efrit enemigo mío, que deseaba matarme. Y tú me has librado de sus manos. Por eso, en cuanto estuve libre, volé con el viento y me dirigí hacia la nave de la cual te arrojaron tus hermanas. Las he encantado en forma de perras negras, y te las he traído.” Entonces vi las dos perras atadas a un árbol detrás de mí. Luego, la efrita prosiguió: “En seguida llevé a tu casa de Bag­dad todas las riquezas que había en la nave, y después que las hube dejado, eché la nave a pique. En cuanto al joven que se ahogó, nada puedo hacer contra la muerte. ¡Por­que Alah es el único Resucitador!”

Dicho esto, me cogió en brazos, desató a mis hermanas, las cogió también, y volando nos transportó a las tres, sanas y salvas, a la azotea de mi casa de Bagdad, o sea aquí mismo.

Y encontré perfectamente instala­das todas las riquezas y todas las cosas que había en la nave. Y nada se había perdido ni estropeado.

Después me dijo la efrita: “¡Por la inscripción santa del sello de Solei­mán, te conjuro a que todos los días pegues a cada perra trescientos lati­gazos! Y si un solo día se te olvida cumplir esta orden, te convertiré también en perra.”

Y yo tuve que contestarle: “Es­cucho y obedezco.”

Y desde entonces, ¡oh Príncipe de los Creyentes! las empecé a azotar, para besarlas después llena de dolor por tener que castigarlas,

Y tal es mi historia. Pero he aquí, ¡oh Príncipe de los Creyentes! Que mi hermana Amina te va a contar la suya, que es aún más sorprendente que la mía.”

Ante este relato, el califa Harún Al-Rachid llegó hasta el límite más extremo del asombro. Pero quiso satisfacer del todo su curiosidad, y por eso se volvió hacia Amina, que era quien le había abierto la puerta la noche anterior, y le dijo: “Sepa­mos, ¡oh lindísima joven! cuál es la causa de esos, golpes con que lasti­maron tu cuerpo.”

 

HISTORIA DE AMINA,

LA SEGUNDA JOVEN

 

Al oír estas palabras del califa, la joven Amina avanzó un paso, y llena de timidez ante las miradas im­pacientes, dijo así:

“¡Oh Emir de los Creyentes! No, te repetiré las palabras de Zobeida acerca de nuestros padres. Sabe, pues, que cuando nuestro padre mu­rió, yo y Fahima, la hermana más pequeña de las cinco, nos fuimos a vivir solas con nuestra madre, mien­tras mi hermana Zobeida y las otras dos marcharon con la suya.

- Poco después mi madre me casó con un anciano, que era el más rico de la ciudad y de su tiempo. Al año siguiente murió en la paz de Alah mi viejo esposo, dejándome como parte legal de herencia, según ordena nuestro código oficial, ochenta mil dinares en oro.

Me apresuré a comprarme con ellos diez magníficos vestidos, cada uno de mil dinares: Y no hube de carecer absolutamente de nada.

Un día entre los días, hallándome cómodamente sentada, vino a visitar­me una vieja. Nunca la había visto. Esta vieja era horrible: su cara tenía la nariz aplastada, peladas las cejas, los dientes rotos, el pescuezo torcido, Y le goteaba la nariz. Bien la describió el poeta:

 

¡Vieja de mal agüero! ¡Si la viese Eblis, le enseñaría todos los fraudes sin tener que hablar, pues bastaría con el silencio únicamente! ¡Podría desen­redar a mil mulos que se hubieran enredado en una telaraña, y no rom­pería la tela!

 

La vieja me saludó y me dijo: “¡Oh señora llena de gracias y cualidades! Tengo en mi casa a una joven huérfana que se casa esta noche. Y vengo a rogarte (¡Alah otorgará la recompensa a tu bondad!) que te dignes honrarnos asistiendo a la boda de esta pobre doncella tan afligida y tan humilde, que no conoce a nadie en esta ciudad y sólo cuenta con la protección, del Altísimo.” Y después la vieja se echó a llorar y comenzó a besarme los pies. Yo que no conocía su perfidia, sentí lástima de ella, y le dije: “Escucho y obedezco.” Entonces dijo: “Ahora me ausento, con tu venia, y entre­tanto vístete, pues al anochecer vol­veré a buscarte.” Y besándome la mano, se marchó.

Fui entonces al hammam y me perfumé; después elegí el más hermo­so de mis diez trajes nuevos, me adorné con mi hermoso collar de perlas, mis brazaletes, mis ajorcas y todas mis joyas, y me puse un gran veló azul de seda y oro, el cinturón de brocado y el velillo para la cara, luego de prolongarme los ojos con kohl. Y he aquí que volvió la vieja y me dijo: “¡Oh señora mía! ya está la casa llena de damas, parientes del esposo, que son las más linajudas de la ciudad. Les avisé de tu segura llegada, se alegraron mucho, y te esperan con impaciencia.” Llevé con­migo algunas de mis esclavas, y salimos todas, andando hasta llegar a una calle ancha y bien regada, en la que soplaba fresca brisa. Y vimos un gran pórtico de mármol con una cúpula monumental de mármol y sostenida por arcadas. Y desde aquel pórtico vimos el interior de un pala­cio tan alto, que parecía tocar las nubes. Penetramos, y llegadas a la puerta, la vieja llamó y nos abrieron. Y a la entrada encontramos un corre­dor revestido de tapices y colgaduras. Colgaban dei artesonado lámparas de colores encendidas, y en las paredes había candelabros encendidos tam­bién y objetos de oro y plata, joyas y armas de metales preciosos. Atra­vesamos este corredor, y llegamos a una sala tan maravillosa, que sería inútil describirla.

En medio de la sala, que estaba tapizada con sedas, aparecía un techa de mármol incrustado de perlas y cubierto con un moscjuitero de raso.

Entonces vimos salir del lecho una joven tan bella como la luna. Y me dijo: “¡Marhaba!. ¡Ahlan! ¡Ua sahlan! ¡Oh hermana mía, nos haces el mayor honor humano! ¡Anastina! ¡Eres nuestro dulce consuelo, nues­tro orgullo! Y para honrarme, recitó estos versos del poeta:

 

¡Si las piedras de la casa hubiesen sabido la visita de huésped tan encan­tador, se habrían alegrado en extremo, inclinándose ante la huella de tus pasos para anunciarse la buena nueva!

¡Y exclamarían en su lengua: “¡Ahlan! ¡Ua sahlan! ¡Honor a las personas adornadas de grandza y de generosidad!”

 

Luego se sentó, y me dijo: “¡Oh hermana mía! He de anunciarte que ­tengo un hermano que te vio cierto día en una boda. Y este joven es muy gentil, y mucho más hermoso que yo. Y desde aquella noche, te ama con todos los impulsos de un corazón enamorado y ardiente. Y él es quien ha dado dinero a la vieja para que fuese a tu casa y te trajese aquí con el pretexto que ha inven­tado. Y ha hecho todo esto para encontrarte en mi casa, pues mi hermano no tiene otro deseo que casarse contigo este año bendecido por Alah y por su Enviado. Y no debe avergonzarse de estas cosas, porque son lícitas.”

Cuando oí tales palabras, y me vi conocida y estimada en aquella man­sión, le dije a la joven: “Escucho y obedezco.” Entonces, mostrando una gran alegría, dio varias palmadas. Y a esta señal, se abrió una puerta y entró un joven como la luna, según dijo el poeta:

 

¡Ha llegado a tal grado de hermo­sura, que se ha convertido en obra ver­daderamente digna del Creador! ¡Una joya que es realmente la gloria del orfebre que hubo de cincelarla!

¡Ha llegado a la misma perfección de la belleza! ¡No te asombres si enlo­quece de amor a todos los humanos!

¡Su hermosura resplandece a la vista, por estar inscrita en sus facciones! ¡Juro que no hay nadie más bello que él!

 

Al verle, se predispuso mi corazón en favor suyo. Entonces el joven avanzó y fue a sentarse junto a su hermana, y en seguida entro el kadi con cuatro testigos, que saludaron y se sentaron. Después el kadí escri­bió mi contrato de matrimonio con aquel joven, los testigos estamparon sus sellos, y se fueron todos.

Entonces el joven se me acercó, y me dijo: “¡Sea nuestra noche una noche bendita!” Y luego añadió: ¡Oh señora mía! quisiera imponerte un condición.” Yo le contesté “Habla, dueño mío. ¿Qué condición es esa?” Entonces se incorporo, trajo el Libro Sagrado, y me dijo. “Vas a jurar por el Corán que nunca elegi­rás a otro más que a mí, ni sentirás inclinación hacia otro.” Y yo juré observar la condición aquella. Al oirme mostróse muy contento, me echó al cuello los brazos, y sentí que su amor penetraba hasta el fon­do de mi corazón.

En seguirla los esclavos pusieron la mesa, y comimos y bebimos hasta la saciedad. Y llegada la noche, me cogió y se tendió conmigo en el lecho. Y pasamos la noche, uno en bra­zos de otro, hasta que fue de día.

Vivimos durante un mes en la alegría y en la felicidad. Y al con­cluir este mes, pedí permiso a mi marido para ir al zoco y comprar algunas telas. Me concedió este per­miso. Entonces me vestí y llevé conmigo a la vieja, que se había quedado en la casa, y nos fuimos al zoco. Me paré a la puerta de un joven mercader de sedas que la vieja me recomendó mucho por la buena calidad de sus géneros y a quien conocía muy de antiguo. Y añadió: “Es un muchacho que heredó mucho dinero y riquezas al morir su padre.” Después, volviéndose hacia el mer­cader, le dijo: “Saca lo mejor y más caro que tengas en tejidos, que son para esta hermosa dama. “ Y dijo él: “Escucho y obedezco.” Y la vieja, mientras el mercader desplegaba las telas, seguía elogiándolo y haciendo­me observar sus cualidades, y yo le dije: “No me importan sus cuali­dades ni los elogios que le diriges, pues no hemos venido más que a comprar lo que necesitamos, para volvernos luego a casa.”

Y cuando hubimos escogido la ­tela, ofrecimos al mercader el dinero de su importe. Pero él se negó a coger el dinero, y nos dijo: Hoy no os cobraré dinero alguno; eso es un regalo por el placer y por el honor que recibo al veros en mi tienda.” Entonces le dije a la vieja: “Si no quiere aceptar el dinero, devuélvele la tela.” Y él exclamó: “¡Por Alah! No quiero tomar nada de vosotras. Todo eso os lo regalo. En cambio, ¡oh hermosa joven, concédeme un beso, sólo un beso. Porque yo doy más valor a ese beso que a todas las mercancías de mi tienda.” Y la vieja le dijo riéndose: “¡Oh guapo mozo!, Locura es considerar un beso como cosa tan inestimable.” Y a mí me dijo: “¡Oh hija mía! ¿has oído lo que dice este joven mercader? No tengas cuidado, que nada malo ha de pasar porque te dé un beso úni­camente, y en cambio, podrás esco­ger y tomar lo que más te plazca de todas esas telas preciosas.” Enton­ces contesté: “¿No sabes que estoy ligada por un juramento?” Y la vieja replicó: “Déjale que te bese, que con que tú no hables ni te muevas, nada tendrás que echarte en cara. Y además, recogerás el dinero, que es tuyo, y la tela también.” Y tanto siguió encareciéndolo la vieja, que hube de consentir. Y para ello, me tapé los ojos y extendí el velo,” a fin de que no vieran nada los tran­seúntes. Entonces el joven mercader ocultó la cabeza debajo de mi velo, acercó sus labios a mi mejilla y me besó. Pera a la vez me mordió tan bárbaramente, que me rasgó la carne. Y me desmayé de dolor y de emocion.

“Cuando volví en mí, me encontré echada en las, rodillas de la vieja, que parecía muy afligida. En cuanto a la tienda, estaba cerrada y el joven mercader había desaparecido. En­tonces la vieja me dijo: “¡Alah sea loado, por librarnos de mayor desdicha! Y luego añadió: “Ahora tene­mos que volver a casa. Tú fingirás estar indispuesta, y yo te traeré un remedio que te curará la mordedura inmediatamente.” Entonces me levan­té, y sin poder dominar mis pensa­mientos y mi terror por las conse­cuencias, eche a andar hacia mi casa, y mi espanto iba creciendo según mas acercábamos. Al llegar, entré en mi aposento y me fingí enferma.

A poco entró mi marido y me preguntó muy preocupado: “¡Oh dueña mía! ¿qué desgracia te ocurrió cuando saliste?” Yo le contesté: “Nada. Estoy .bien.” Entonces me miró con atención, y dijo: “Pero ¿qué herida es esa que tienes en la mejilla, precisamente en el sitio más fino y suave?” Y yo le dije enton­ces: “Cuando salí hoy con tu per­miso a comprar esas telas, un came­llo cargado de leña ha tropezado conmigo en una calle llena de gente, me ha roto el velo y me ha desga­rrado la mejilla, según ves. ¡Oh, qué calles tan estrechas las de Bagdad!” Entonces se llenó de ira, y dijo: “¡Mañana mismo iré a ver al gober­nador para reclamar contra los carne­lleros y leñadores, y el gobernador los mandará ahorcar a todos!”-Al oírle, repliqué compasiva: “¡Por Alah sobre ti! ¡No te cargues con peca­dos ajenos! Además, yo he tenido la culpa, por haber montado en un borrico que empezó a galopar y cocear. Caí al suelo, y por desgracia había allí un pedazo de madera que me ha desollado la cara, haciéndome esta herida en la mejilla.” Entonces exclamó él: “¡Mañana iré a ver a. Giafar Al-Barmaki, y, le contaré esta historia, para que maten a todos los arrieros de la ciudad.” Y yo le repuse: “Pero ¿vas a matar a todo el mundo por causa mía? Sabe que esto ha ocurrido sencillamente por voluntad de Alah, y por el Destino, a quien gobierna.” Al oírme, mi esposo no pudo contener su furia y gritó: “¡Oh pérfida! ¡Basta de mentiras! ¡Vas a sufrir el castigo de tu crimen!” Y me trató con las palabras más duras, y a una llamada suya se abrió la puerta y entraron siete negros terribles, que me saca­ron de la cama y me tendieron en el centro del patio. Entonces mi esposa mandó a uno de estos negros que me sujetara por los hombros y se sentara sobre mí y a otro negro que se apoyase en mis rodillas para suje­tarme las piernas. Y en seguida avan­zó un tercer negro con una espada en la mano, y dijo., “¡Oh mi señor! la asestaré un golpe que la partirá en dos mitades. Y otro negro añadió: “Y cada uno de nosotros cortará un buen pedazo de carne y se lo echará a los peces del río de la Dejla, pues así debe castigarse a quien hace trai­ción al juramento y al cariño.” Y en apoyo de lo que decía, recitó estos versos:

 

¡Si supiese que otro participa del cariño de la que amo, mi alma se robe­laría hasta arrancar de ella tal amor de perdición! Y le diría a mi alma: ¡Mejor será que sucumbamos, nobles! ¡Porque no alcanzará la dicha el que ponga su amor en un pecho enemigo!

 

Entonces rni esposo dijo al negro que empuñaba la espada: “¡Oh valiente Saad! ¡Hiere a esa pérfida!” Y Saad levantó el acero. Y mi esposo me dijo: “Ahora di en alta voz tu acto de fe y recuerda las cosas y trajes y efectos que te pertenecen para que hagas testamento, porque ha llegado el fin de tu vida.” Enton­ces le dije: “¡Oh servidor, de Alah el Optimo! dame nada más el tiempo necesario para hacer mi acto de fe y mi testamento.” Después, levanté al cielo la mirada, la volví a bajar y reflexioné acerca del estado mísero e ignominioso en que me veía, arra­sándoseme en lágrimas los ojos, y recité llorando estas estrofas:

 

¡Encendiste en mis entrañas la pasión, para enfriarte después! ¡Hiciste que mis ojos velarán largas noches, para dormirte luego!

¡Pero yo te reservé un sitio entre mi corazón y mis ojos! ¿Cómo te ha de olvidar mi corazón, ni han de cesar de llorarte mis ojos?

¡Me habías jurado una constancia sin límite, y apenas tuviste mi corazón, me dejaste!

¡Y ahora no quieres tener piedad de ese corazón ni compadecerte de mi tristeza! ¿Es que no naciste más que para ser causa de mi desdicha y de la de toda mi juventud?

¡Oh amigos míos! os conjuro por Alah para que cuando yo muera escri­báis en la losa de mi tumba: “¡Aquí yace un gran culpablel ¡Uno que amó!”

¡Y el afligido caminante que conozca los sufrimientos del amor, dirigirá a mi tumba una mirada compasiva!

 

Terminados los versos, seguía llo­rando, y al oírme y ver mis lágrimas, mi esposo se excitó y enfureció más todavía, y dijo-estas estancias:

 

¡Si así dejé a la que mi corazón amaba, no ha sido por hastío ni can­sancio! ¡Ha cometido una falta que merece el abandono!

¡Ha querido asociar a otro a nuestra ventura, cuando ni mi corazón, ni mi razón, ni mis sentidos pueden tolerar sociedad semejante!

 

Y cuando acabó sus versos yo lloraba aún, con la intención de con­moverle, y dije para mí: “Me torna­ré sumisa y humilde. Y acaso me indulte de la muerte, aunque se apodere de todas mis riquezas.” Y le dirigí mis súplicas, y recité con gentileza estas estrofas:

 

¡En verdad te juro que, si quisieses ser justo no mandarías que me mata­sen! ¡Pero es sabido que el que ha juzgado inevitable la separación nunca supo ser justo!

¡Me cargaste con todo el peso de las consecuencias del amor, cuando mis hombros apenas podían soportar el peso de la túnica más fina o algún otro todavía más ligero!

¡Y sin embargo, no es mi muerte lo que me asombra, sino que mi cuerpo, después de la ruptura, siga deseándote!

 

Terminados los versos, mis sollo­zos continuaban. Y entonces me miró, me rechazó con ademán vio­lento, me llenó de injurias, y me recitó estos otros:

 

¡Atendiste a un cariño que no era el mío, y me has hecho sentir todo tu abandono!

¡Pero yo te abandonaré, como tú me has abandonado; desdeñando mi deseo! ¡Y tendré contigo la misma consideración que conmigo tuviste!

¡Y me apasionaré por otra, ya que a otro te inclinaste! ¡Y de la ruptura eterna entre nosotros no tendré yo la culpa, sino tú solamente!

 

Y al concluir estos versos, dijo al negro: “¡Córtala en dos mitades! ¡Ya no es nada mío!”

Cuando el negro dio un paso hacia mí, desesperé de salvarme, y viendo ya segura mi muerte, me confié en Alah Todopoderoso. Y en aquel momento vi entrar a la vieja, que se arrojó a los pies del joven, se puso a besarlos, y le dijo: “¡Oh hijo mío! como nodriza tuya, te conjuro, por los cuidados que tuve contigo a que perdones a esta cria­tura, pues no cometió falta que merezca tal castigo. Además, eres joven todavía, y temo que sus maldi­ciones caigan sobre ti.” Y luego rompió a llorar, y continuó en sus súplicas para convencerle, hasta que él dijo: “¡Basta! Gracias a ti no la mato; pero la he de señalar de tal modo, que conserve las huellas todo el resto de su vida.”

Entonces ordenó algo a los negros, e inmediatamente me quitaron la ropa, dejándome toda desnuda. Y él con una rama de membrillero me fustigó toda, con preferencia el pecho, la espalda y las caderas, tan recia y furiosamente, que hube de desmayarme, perdida ya toda espe­ranza de sobrevivir a tales golpes. Entonces cesó de pegarme, y se fue, dejándome tendida en el suelo, man­dando a los esclavos que me aban­donasen en aquel estado hasta la noche, para transportarme después a mi antigua casa, a favor de la obs­curidad. Y los esclavos lo hicieron así, llevándome a mi antigua casa, como les había ordenado su amo.

Al volver en mí, estuve mucho tiempo sin poder moverme, a causa de la paliza; luego me aplicaron varios medicamentos, y poco a poco acabé por curar; pero las cicatrices de los golpes no se borraron de mis miembros ni de mis carnes, como azotadas por correas y látigos. ¡To­dos habéis visto sus huellas!

Cuando hube curado, después de cuatro meses de tratamiento, quise ver el palacio en que fue víctima, de tanta violencia; pero se hallaba completamente derruido, lo mismo que la calle donde estuvo, desde uno hasta el otro extremo. Y en el lugar de todas aquéllas maravillas no había más que montones de basura acumu­lados por las barreduras de la ciu­dad. Y a pesar de todas mis tenta­tivas, no conseguí noticias de mi esposo.

Entonces regresé al lado de Fahi­ma que seguía soltera, y ambas fuimos a visitar a Zobeida, nuestra hermanastra, que te ha contado su historia y la de sus hermanas conver­tidas en perras. Y ella me contó su historia y yo le conté la mía, después de los acostumbrados saludos. Y mi hermana Zobeida me dijo: “¡Oh her­mana mía! nadie está libre de las desgracias de la suerte. ¡Pero gracias a Alah, ambas vivimos aún! ¡Per~ manezeamos juntas desde ahora! ¡Y sobre toda que no se pronuncie siquiera la palabra matrimonio!”

Y nuestra hermana Fahima vive con nosotras. Tiene el cargo de pro­veedora, y baja al zoco todos, los días para comprar cuanto necesita­mos; yo tengo la misión de abrir la puerta a los que llaman y de recibir a nuestros convidados, y Zobeida, nuestra hermana mayor, corre con el peso de la casa.

Y así hemos vivido muy a gusto, sin hombres, hasta que Fahima nos trajo al mandadero cargado con una gran cantidad de cosas, y le invita­mos a descansar en casa un momen­to. Y entonces entraron los tres saalik, que nos contaron sus histo­rías, y en seguida vosotros, vestidos de mercaderes. Ya sabes, pues, lo que ocurrió y cómo nos han traído a tu poder, ¡oh príncipe de los Cre­yentes!

¡Esta es mi historia!”

Entonces el califa quedó profun­damente maravillado, y...

En este momento de su narración, Schabrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.


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