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西语阅读:《一千零一夜》连载十三 a
日期:2011-09-29 01:22  点击:280

西语阅读:《一千零一夜》连载十三 a

PERO CUANDO LLEGÓ LA 26a NOCHE

 

Ella dijo:

 

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que el mercader prosiguió así su historia al corredor copto del Cairo, el cuál se la contaba al sultán de aquella ciudad de

la China:

“Vi que se me acercaba la joven, adornada con perlas y pedrería, luminosa la cara y asesinos los ne­gros ojos. Me sonrió, me cogió entre sus brazos, y me estrechó contra ella. En seguida juntó sus labios con los míos. Y yo hice lo propio. Y ella me dijo: “¿Es cierto que te tengo aquí, o es un sueño? Yo respondí: “¡Soy tu esclavo!” Y ella dijo: “¡Hoy es un día de bendición! ¡Por Alah! ¡Ya no vivía, ni podía disfrutar comiendo y bebiendo!” Yo contesté: “Y yo igualmente.” Luego nos sen­tamos, y yo, confundido por aquel modo de recibirme, no levantaba la cabeza.

Pero pusieron el mantel y nos presentaron platos exquisitos: carnes asadas, pollos rellenos y pasteles de todas clases. Y ambos comimos hasta saciarnos, y ella me ponía lose monja­res en la boca, invitándome cada vez con dulces palabras y miradas insinuantes, Después me presentaron el jarro y la palangana de cobre, y me lavé las manos, y ella también, y nos perfumamos con agua de rosas y almizcle, y nos sentamos para departir.

Entonces ella empezó a contarme sus penas, y yo hice lo mismo. Y con esto me enamoré todavía más. Y en seguida empezamos con mimos y juegos. Pero no sería de ninguna utilidad detallarlos. Y lo demás, con sus pormenores, pertenece al mis­terio.

A la mañana siguiente me levanté, puse disimuladamente debajo de la almohada el bolsillo con los cincuen­ta dinares de oro, me despedí de la joven y me dispuse a salir. Pero ella se echó a llorar, y me dijo: “¡Oh dueño mío! ¿cuándo volveré a ver tu hermoso rostro?” Y yo le dije: “Volveré esta misma noche.”

Y al salir encontré a la puerta el borrico que me condujo la víspera; y allí estaba también el burrero espe­rándome. Monté en el burro, y llegué al khan Serur, donde hube de apear­me, y dando media dinar de oro al burrero, le dije: “Vuelve aquí al anochecer.” Y me contestó: “Tus órdenes están sobre mi cabeza.” Entré entonces en él khan y almorcé. Después salí para recoger de casa de los mercaderes el importe de mis géneros., Cobré las cantidades, regre­sé a casa, dispuse que preparasen un carnero asado, compré dulces, y lla­mé a un mandadero, al cual di las señas de la casa de la joven, pagán­dole por adelantado y ordenándole que llevara todas aquellas cosas. Y yo seguí ocupado en mis negocios hasta la noche, y cuando, vino a buscarme el burrero, cogí cincuenta dinares de oro, que guardé en un pañuelo, y salí.

Al entrar en la casa pude ver que todo lo habían limpiado, lavado el suelo, brillante la batería de cocina, preparados los candelabros, encendi­dos los faroles, prontos los manjares y escanciados los vinos y demás bebidas. Y ella, al verme, se echó en mis brazos, y acariciándome me dijo: “¡Por Alah! ¡Cuanto te deseo!” Y después nos pusimos a comer ave­llanas y nueces hasta media noche, En la mañana me levanté, puse los cincuenta dinares de oro en el sitio de costumbre, y me fui.

Monté en el borrico, me dirigí al khan, y allí estuve durmiendo. Al anochecer me levanté y dispuse que el cocinero del khan preparase la comida: un plato de arroz salteado con manteca y aderezado con nueces y almendras, y otro plato de cotufas fritas, con varias cosas más. Luego compré flores, frutas y varias clases de almendras, y las envié á casa de mi amada. Y cogiendo cincuenta dinares; de oro, los puse en un pa­ñuelo y salí. Y aquella noche me sucedió con la joven lo que estaba escrito que sucediese.

Y siguiendo de este modo, acabé par arruinarme en absoluto, y ya no poseía un dinar, ni siquiera un dracma. Entonces dije para mí que todo ello había sido obra del Cheitán. Y recité las siguientes estrofas:

 

¡Si la fortuna abandonase al rico, lo veréis empobrecerse y extinguirse sin gloria, como el sol que amarillea al ponerse!

Y al desaparecer, su recuerdo se borra para siempre de todas las memo­rias ¡Y si vuelve algún día, la suerte no le sonreiría nunca!

¡Ha de darle vergüenza presentarse en las calles! ¡Y a solas consigo mis­mo, derramará todas las lágrimas de sus ojos!

¡Oh, Alah! ¡El hombre nada puede esperar de sus amigos, porque si cae en la miseria, hasta sus parientes rene­garán de él!

 

Y no sabiendo qué hacer, domi­nado por tristes pensamientos, salí del khan para pasear un poco, y llegué a la plaza de Bain Al-Kasrain, cerca de la puerta de Zauilat. Allí vi un gentío enorme que llenaba ­toda la plaza, por ser día de fiesta y de feria. Me confundí entre la muchedumbre, y por decreto del Destino hallé a mi lado un jinete muy bien vestido. Y como la gente aumentaba, me apretujaron contra él, y precisamente mi mano sé en­contró pegada a su bolsillo; y noté que el bolsillo contenía un paquetito redondo. Entonces metí rápidamente la mano y saqué el paquetito; pero no tuve bastante destreza para que él no lo notase. Porque el jinete comprobó por la disminución de peso que le habían vaciado el bol­sillo. Volvióse iracundo, blandiendo la maza de armas, y me asestó un golpazo en la cabeza. Caí al suelo, y me rodeó un corro de personas, algunas de las cuales impidieron que se repitiera, la agresión cogiendo al caballo de la brida y diciendo al jine­te: “¿No te da vergüenza aprove­charte de las apreturas para pegar a un hombre indefenso?” Pero él dijo: “¡Sabed todos que ese indivi­duo es un ladrón!”

En aquel momento volví en mí del desmayo en que me encontraba, y oí que la gente decía: “¡No puede ser! Esté joven tiene sobrada distin­ción para dedicarse al robo:” Y todos discutían sí yo habría o no robado, y cada vez era mayor la disputa. Hube de verme al fin arrastrado, por la muchedumbre, y quizá habría podido escapar de aquel jinete, que no quería soltarme, cuando por de­creto del Destido, acertaron a pasar por allí el walí y su guardia, que atravesando la puerta de Zauilat, se aproximaron al grupo en que nos encontrábamos: Y el walí preguntó: “¿Qué es lo. que pasa?” Y contestó el jinete: ¡Por Alah! ¡Oh Emir! He aquí a un ladrón. Llevaba yo un bolsillo azul con veinte dinares de oro, y entre las apreturas ha encon­trado manera de quitármelo.” Y el walí preguntó al jinete: “¿Tienes algún testigo?” Y el jinete contestó: “No tengo ninguno.” Entonces el walí llamó al mokadem, jefe de poli­cía, y le dijo: “Apodérate de ese hombre y regístralo,”-Y el mokaden me echó mano, porque ya no me protegía Alah, y me despojó de toda la ropa, acabando por en­contrar el bolsillo, que era efectiva­mente de seda azul. El walí lo cogió y contó el dinero, resultando que contenía exactamente los veinte di­nares de oro, según el jinete había afirmado.

Entonces el walí llamó a sus guar­dias, y les dijo: -Traed acá a ese hombre.” Y me pusieron en sus manos, y me dijo: “Es necesario declarar la verdad. Dime si confie­sas haber robado este bolsillo.” Y yo, avergonzado, bajé la cabeza y reflexioné un momento, diciendo entr mí: “Si digo que no he sido yo, o me creerán, pues acaban de encontrarme el bolsillo encima, y si digo que lo he robado me pierdo.” Pero acabé por decidirme, y contes­té: “Sí, lo he robado.”

Al vermé quedó sorprendido el walí, y llamó a los testigos, para que oyesen mis palabras, mandan­dome que las repitiese ante ellos. Y ocurría todo aquello en la Bab-­Zauilat.

`El walí mandó entonces al porta­alfanje que me cortase la mano, según la ley contra los ladrones. Y el portaalfanje me cortó inmedia­tamente la mano derecha. Y el jinete se compadeció de mí e intercedió con el walí para que no me cortasen la otra mano. Y el walí le concedió esa gracia y se alejó. Y la gente me tuvo lástima, y me dieron un vaso de vino para infundirme alientos, pues había perdido mucha sangre, y me hallaba muy débil. En cuanto al jinete, se acercó a mí, me alargó el bolsillo y me lo puso en la mano, diciendo: “Eres un joven bien edu­cado y no se hizo para ti el oficio de ladrón:” Y dicho esto se alejó, después de haberme obligado a acep­tar el bolsillo. Y yo me marché también, envolviéndome el brazo con un pañuelo y tapándolo con la man­ga del ropón. Y me había quedado muy pálido y muy triste a conse­cuencia de lo ocurrido.

Sin darme cuenta, me fui hacia la casa de mi amiga. Y al llegar, me tendí extenuado en el lecho Pero ella, al ver mi palidez y mi decai­miento, me dijo: “¿Qué te pasa? ¿Cómo estás tan pálido?” Y yo contesté: “Me duele mucho la cabe­za; no me encuentro bien.” Entonces, muy entristecida, me dijo; “¡Oh dueño mío, no me abrases el cora­zón! Levanta un poco la cabeza hacia mí, te lo ruego, ¡ojo de mi vida! y dime lo que te ha ocurrido. 'Por­que adivino en tu rostro muchas cosas.” Pero yo le dije: “¡Por favor! Ahórrame la pena de contestarte.” Y ella, echándose a llorar, replicó: “¡Ya veo que te cansaste de mí, pues no estás conmigo, como de cos­tumbre!” Y derramó abundantes lá­grimas mezcladas con suspiros, y de cuando en cuando interrumpía sus lamentos para dirigirme preguntas, que quedaban sin respuesta; y así estuvimos hasta la noche. Entonces nos trajeron de comer y nos presen­taron los manjares, como solían. Pero yo me guardé bien de aceptar, pues me habría avergonzado coger los alimentos con la mano izquierda, y temía que me preguntase el moti­vo de ello. Y por tanto, exclamé: “No tengo ningún apetito ahora.” Y ella dijo: “Ya ves como tenía razón. Entérame de lo que te ha pasado, y por qué estás tan afligido y con luto en el alma y en el corazón.” Entonces acabé por decirle: “Te lo contaré todo, pero poco a poco, por partes.” Y ella, alargándome una copa de vino, repuso: “¡Vamos, hijo mío! Déjate de pensamientos tristes. Con esto se cura la melancolía. Bebe este vino, y confíame la causa de tus penas.” Y yo le dije: “Si te empeñas, dame tú misma de beber con tu mano.” Y ella acercó la copa a mis labios, inclinándola con suavidad, y me dio de beber. Des­pues la llenó de nuevo, y me la acercó otra vez. Hice un esfuerzo, tendí la mano izquierda y cogí la copa. Pero no pude contener las lágrimas y rompí a llorar.

Y cuando ella me vio llorar, tam­poco pudo contenerse, me cogió la cabeza con ambas manos, y dijo., ¡Oh, por favor! ¡Dime el motivo de tu llanto! ¡Me estás abrasando el corazón! ¡Dime también por qué tomaste la copa con la mano izquier­da.” Y yo le contesté: “Tengo un tumor en la derecha.” Y ella replicó: “Enséñamelo; lo sajaremos, y te ali­viarás.” Y yo respondí: “No es el momento oportuno para tal opera­ción. No insistas, porque estoy resuel­to a no sacar la mano.” Vacié por completo la copa, y seguí bebiendo cada vez que ella me la ofrecía, hasta que me poseyó la embriaguez, madre del olvido. Y tendiéndome en el misma sitio en que me hallaba, me dormí.

Al día siguiente, cuando me des­perté, vi que me había preparado el almuerzo: cuatro pollos cocidos, caldo de gallina y vino abundante. De todo me ofreció, y comí y bebí, y después quise despedirme y mar­charme. Pero ella me dijo: “¡Adón­de piensas ir?” Y yo contesté: “A cualquier sitio en que pueda dis­traerme y olvidar las penas que me oprimen el corazón.” Y ella me dijo: “¡Oh, no te vayas! ¡Quédate un poco más!” Y yo me senté, y ella me dirigió una intensa mirada, y me di­jo: “Ojo de mi vida, ¿qué locura te aqueja? Por mi amor te has arrui­nado. Además, adivino que tengo también la_ culpa de que hayas per­dido la mano derecha. Tu sueño me ha hecho descubrir tu desgracia. Pero ¡por Alah! jamás me separaré de ti. Y quiero casarme contigo le­galmente.”

Y mandó llamar a los testigos, y les dijo: “Sed testigos de mi casa­miento con este joven. Vais a redac­tar el contrato de matrimonio, ha­ciendo constar que me ha entregado la dote.”

Y los testigos redactaron nuestro contrato de matrimonio. Y ella les dijo: “Sed testigos asimismo de que todas las riquezas que me pertene­cen, y que están en esa arca que veis, así como cuanto poseo, es desde ahora propiedad de este joven. Y los testigos lo hicieron constar, y le­vantaron acta de su declaración, así como de que yo aceptaba, y se fue­ron después de haber cobrado sus honorarios.

Entonces la joven me cogió de la mano, y me llevó frente a un arma­rio, lo abrió y me enseñó un gran cajón, que abrió también y me dijo: “Mira lo que hay en esa caja.” Y al examinarla, vi que estaba llena de pañuelos, cada uno de los cuales formaba un paquetito. Y me dijo: “Todo esto son los bienes que durante el transcurso del tiempo fui acep­tando de ti. Cada vez que me dabas un pañuelo con cincuenta dinares de oro, tenía yo buen cuidado de guar­darlo muy oculto en esa caja. Ahora recobra lo tuyo. Alah te lo tenía reservado y lo había escrito en tu Destino. Hoy te protege Alah, y me eligió para realizar lo que él había escrito. Pero por causa mía perdiste la mano derecha, y no puedo corres­ponder como es debido a tu amor ni a tu adhesión a mi persona, pues no bastaría aunque para ello sacri­ficase mi alma.” Y añadió: “Toma posesión de tus bienes.” Y yo mandé fabricar una nueva caja, en la cual metí uno por uno los paquetes que iba sacando del armario de la joven.

Me levanté entonces y la estreché en mis brazos. Y siguió diciéndome las palabras más gratas y lamentando lo poco que podía hacer por mí en comparación de lo que yo había hecho por ella. Después, queriendo colmar cuanto había hecho, se levan­tó e inscribió a mi nombre todas las alhajas y ropas de lujo que po­seía, así como sus valores, terrenos y fincas, certificándolo con su sello y ante testigos.

Y aquella noche, se durmió muy entristecida por la desgracia que me había ocurrido por su causa.

Y desde aquel momento no dejó de lamentame y afligirse de tal modo, que al cabo de un mes se apoderó de ella un decaimiento, que se fue acentuando y se agravó, hasta el punto de que murió a los cincuenta días.

Entonces dispuse todos los prepa­rativos de los funerales, y yo mismo la deposité en la sepultura y mandé verificar cuantas ceremonias prece­den al entierro. Al regresar del ce­menterio entré en la casa y examiné todos sus legados y donaciones, y vi que entre otras cosas me había dejado grandes almacenes llenos de sésamo. Precisamente de este sésamo cuya venta te encargué, ¡oh mi se­ñor! por lo cual te aviniste a acep­tar un escaso corretaje, muy inferior a tus méritos.

Y esos viajes que he realizado y que te asombraban eran indispensa­bles para liquidar cuanto ella me ha dejado, y ahora mismo acabo de cobrar todo el dinero y arreglar otras cosas.

Te ruego, pues, que no rechaces la gratificación que quiero ofrecerte, ¡oh tú que me das hospitalidad en tu casa y me invitas a compartir tus manjares! Me harás un favor acep­tando todo el dinero que has guar­dado y que cobraste por la venta del sésamo.

Y tales mi historia y la causa de que coma siempre con la mano iz­quierda.”

Entonces, yo, ¡oh poderoso rey! dije, al joven: “En verdad que me colmas de favores y beneficios” Y me contestó: “Eso no vale nada. ¿Quieres ahora, ¡oh excelente corre­dor! acompañarme a mi tierra, que, como sabes, es Bagdad? Acabo de hacer importantes compras de géne­ros en El Cairo, y pienso venderlos con mucha ganancia en Bagdad: ¿Quieres ser mi compañero de viaje y mi socio en las ganancias?” Y contesté: “Pongo tus deseos sobre mis ojos.” Y determinamos partir a fin del mes.

Mientras tanto, me ocupé en ven­der sin pérdida ninguna todo lo que poseía, y con el dinero que aquello me produjo compré también muchos géneros. Y partí con el joven hacia Bagdad; y desde allí después de obtener ganancias cuantiosas y com­prar otras mercancías, nos encami­namos a este país que gobiernas, ¡oh rey de los siglos!

Y el joven vendió aquí todos sus géneros y ha marchado de nuevo a Egipto, y me disponía a reunirme con él, cuando me ha ocurrido esta aventura con el jorobado, debida a mi desconocimiento del país, pues soy un extranjero , que viaja para realizar sus negocios.

Tal es, ¡oh rey de los siglos! la historia, que juzgo más extraordina­ria que la del jorobado.”

Pero el rey, contestó: “Pues a mi no me lo parece. Y voy a mandar que os ahorquen a todos, para que paguéis el crimen cometido en la persona de mi bufón, este pobre jorobado a quien matasteis.”

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana; y se calló discretamente.


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