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西语阅读:《一千零一夜》连载十三 b
日期:2011-09-29 01:24  点击:196

西语阅读:《一千零一夜》连载十三 b

PERO CUANDO LLEGÓ LA 27a NOCHE

 

Ella dijo:

 

He llegado a saber, ¡oh rey afor­timado! que cuando el rey de

la China dijo: “Voy a mandar que os ahorquen a todos”, el intendente dio un paso, prosternándose ante el rey, y dijo: “Si me lo perinítes, te contaré una historia que ha ocurrido hace pocos días, y, que es más sorprendente y maravillosa que la del jorobado. Si así lo crees después de haberla oído, nos indultarás a todos.” El rey de la China dijo: “¡Así sea!” Y el intendente contó lo que sigue:

 

RELATO DEL INTENDENTE DEL REY DE

LA CHINA

 

“Sabe, ¡oh rey de los siglos y del tiempo! que la noche última me con­vidáron, a una comida de boda, a la cual asistían los sabios versados en el libro de

la Nobleza. Termi­nada la lectura del Corán, se tendió el mantel, se colocaron los manjares y se trajo todo lo necesario para el festín. Pero entre otros comestibles, había un plato de arroz preparado con ajos que se llama rozbaja, y que es delicioso si está en su punto el arroz y se han dosificado bien los ajos y especias que lo sazonan. Todos empezamos a comerlo con gran ape­tito excepto uno de los convidados, que se negó rotundamente a tocar este plato de rozbaja. Y como le instábamos a que lo probase, juró que no haría tal cosa. Entonces re­petimos nuestro ruego, pero él nos dijo: “Por favor, no me apremiéis de ese modo. Bastante lo pagué una vez que tuve la desgracia de pro­barlo.” Y recitó esta, estrofa:

 

¡Si no quieres tratarte con el que fue tu amigo y deseas evitar su saludo, no pierdas el tiempo en inventar estra­tagemas: huye de él!

 

Entonces no quisimos insistir más. Pero le preguntamos: “¡Por Alah! ¿Cual es la causa que te impide pro­bar este delicioso plato de rozbaja?” Y contestó: “He jurado no comer rozbaja sin haberme lavado las ma­nos cuarenta veces seguidas con sosa, otras cuarenta con potasa y otras cuarenta con jabón, o sean ciento veinte veces.”

Y el dueño de la casa mandó a los criados que trajesen inmediata­mente agua y las demás cosas que había pedido el convidado. Y después de lavarse se sentó de nuevo el con­vidado, y aunque no muy a gusto, tendió la mano hacia el plato en que todas comíamos, y trémulo y vaci­lante empezó a comer. Mucho nos sorprendió aquello, pero más nos sor­prendió cuando al mirar su mano vimos que sólo tenía cuatro dedos, pues carecía del pulgar. Y el convi­dado no comía más que con cuatro dedos. Entonces le dijimos: “¡Por Alah sobre ti! Dinos por qué no tienes pulgar. ¿Es una deformidad de nacimiento, obra de Alah, o has sido víctima de algún accidente?”

Y entonces contestó: “Hermanos, aún no lo habéis visto todo. No me falta un pulgar, sino los dos, pues tampoco le tengo en la mano izquier­da. Y además, en cada pie me falta otro dedo. Ahora lo vais a ver.” Y nos enseñó la otra mano, y descubrió ambos pies, y vimos que efectiva­mente, no tenía más que cuatro dedos en cada uno. Entonces aumen­tó, nuestro asombro, y le dijimos: “Hemos llegado al límite de la impa­ciencia, y deseamos averiguar la cau­sa de que perdieras los dos pulgares y esos otros dos dedos de los pies, así como el motivo de que te hayas lavado las manos ciento veinte veces seguidas.” Entonces nos refirió lo siguiente:

“Sabed, ¡oh todos vosotros! que mi padre era un mercader entre los grandes mercaderes, el principal de los mercaderes de la ciudad de Bag­dad en tiempo del califa Harún Al-­Ráchid, Y eran sus delicias el vino en las copas, los perfumes de las flores, las flores en su tallo, cantoras y danzarinas, los ojos negros y las propietarias de estos ojos. Así es que cuando murió no me dejó dinero, porque todo lo había gastado. Pero como, era mi padre, le hice un entie­rro según su rango, di festines fúne­bres en honor suyo, y le llevé luto días y noches. Después fui a la tienda que había sido suya, la abrí, y no hallé nada que tuviese valor; al con­trario, supe que dejaba muchas deu­das. Entonces fui a buscar a los acreedores de mi padre, rogándoles que tuviesen paciencia, y los tranqui­licé lo mejor que pude. Después me puse a vender y comprar, y a pagar las deudas, semana por semana, con­forme a mis ganancias. Y no dejé de proceder del mismo modo hasta que pagué todas las deudas y acrecenté mi capital primitivo con mis legíti­mas ganancias.

Pero un día que estaba yo sentado en mi tienda, vi avanzar montada en una mula torda, un milagro entre los milagros, una joven deslumbran­te de hermosura. Delante de ella iba un eunuco y otro detrás. Paró la mula, y a la entrada del zoco se apeó, y penetró en el mercado, seguida de uno de los dos eunucos. Y éste le dijo: “¡Oh mi señora! Por favor, no te dejes ver de los- transeúntes. Vas a atraer contra nootros alguna calamidad. Vámonos de aquí.” Y el eunuco quiso llevársela. Pero ella no hizo caso de sus palabras, y estu­vo examinando todas las tiendas del zoco, una tras otra, sin que viera ninguna más lujosa ni mejor presen­tada que la mía. Entonces se dirigió hacia mí, siempre seguida por el eunuco, se sentó en mi tienda y me deseo la paz. Y en mi vida había oído voz más suave ni palabras mas deliciosas. Y la miré, y sólo con verla me sentí turbadísimo, con el corazón arrebatado. Y no pude apartar mis miradas de su semblante, y recité estas dos estrofas:

 

¡Di a la hermosa del velo suave, tan suave como el ala de un palomo!

¡Dile que al pensar en lo que padez­co, creo que la muerte me aliviaría!

¡Dile que sea buena un poco nada mas! ¡Por ella, para acercarme a sus alas, he renunciado a mi tranquilidad!

 

Cuando oyó mis versos, me corres­pondió con los siguientes:

 

¡He gastado mi corazón amándote! ¡Y este corazón rechaza otros amores!

¡Y si mis ojos viesen alguna vez otra beldad, ya no podrían alegrarse!

¡Juré no arrancar nunca tu amor de mi corazón! ¡Y sin embargo, mi cora­zón está triste y sediento de tu amor!

¡He bebido en una capa en la cual encontré el amor puro! ¿Por qué no han humedecido tus labios esa copa en que encontré el amor?...

 

Después me dijo: “¡Oh joven mer­cader! ¿tienes telas buenas que ense­ñarme?” A lo cual contesté: “¡Oh mi señora!' Tu esclavo es un pobre mercader, y no posee nada digno de ti. Ten, pues, paciencia, porque como todavía es muy temprano, aún no han abierto las tiendas los demás mercaderes. Y en cuanto abran, iré a comprarles yo mismo los géneros que buscas.” Luego estuve conver­sando con ella, sintiéndome cada vez más enamorado.

Pero cuando los mercaderes abrie­ron sus establecimientos, me levanté y salí a comprar lo que me había encargado, y el total de las compras, que tomé por mi cuenta, ascendía a cinco mil dracmas. Y todo se lo entregué al eunuco. Y enseguida la joven partió con él, dirigiéndose al sitió donde la esperaba el otro escla­vo con la mula. Y yo entré en mi casa embriagado de amor. Me traje­ron la comida y no pude comer, pensando siempre en la hermosa jo­ven. Y cuando quise dormir huyó de mí el sueño.

De este modo transcurrió una semana, y los mercaderes me recla­maron el dinero; pero como no volví a saber de la joven, les rogué que tuviesen un poco de paciencia, pi­diéndoles otra semana de plazo. Y ellos se avinieron. Y efectivamente, al cabo de la semana vi llegar a la jo­ven montada en su mula y acompa­ñada por un servidor y los dos eunu­cos. Y la joven me saludó y me dijo: “¡Oh mi señor! Perdóname que haya­mos tardado tanto en pagarte. Pero ahí tienes el dinero. Manda venir a un cambista, para que vea estas monedas de oro.” Mandé llamar al cambista, y en seguida uno de los eunucos le entregó el dinero, lo exa­minó y lo encontró de ley. Entonces tomé el dinero, y estuve hablando con la joven hasta que se abrió el zoco y llegaron los mercaderes a sus tiendas. Y ella me dijo: “Ahora necesito estas y aquellas cosas. Ve a comprármelas.” Y compré por mi cuenta cuanto me había encargado, entregándoselo todo. Y ella lo tomó, como la primera vez, y se fue en seguida. Y cuando la vi alejarse, dije para mí: “No entiendo esta amistad que me tiene. Me trae cua­trocientos dinares y se lleva géneros que valen mil. Y se marcha sin decirme siquiera dónde vive. ¡Pero solamente Alah sabe lo que se oculta en un corazón!”

Y así transcurrió todo un mes, cada día más atormentado mi espí­ritu por esas , reflexiones. Y los mercaderes vinieron a reclamarme su dinero en forma tan apremiante, que para tranquilizarlos hube de decirles que iba a vender mi tienda con todos los géneros, y mi casa y todos mis bienes. Me hallé, pues, próximo a la ruina, y estaba muy afligido, cuando vi a la joven que entraba en el zoco y se dirigía a mi tienda. Y al verla se desvanecie­ron todas mis zozobras, y hasta olvidé la triste situación en que me encontraba durante su ausencia. Y ella se me acercó, y con su voz llena de dulzura me dijo: “Saca la balanza, para pesar el dinero que te traigo.” Y me dio, en efecto, cuanto me debía y algo más, en pago de las compras que para ella había hecho.

En seguida se sentó a mi lado y me habló con gran afabilidad, y yo desfallecía de ventura. Y acabó por decirme: “¿Eres soltero o tienes espo­sa?” Y yo dije: “¡Por Alah! No tengo ni mujer legítima ni concubi­na.” Y al decirlo, me eché a llorar. Entonces ella me preguntó: “¿Por qué lloras?” Y yo respondí: “Por nada; es que me ha pasado una cosa por la mente.” Luego me acerqué a su criado, le di algunos dinares de oro y le rogué que sirviese de mediador entre ella y mi persona para lo que yo deseaba. Y él se echó a reír, y me dijo: “Sabe que mi señora está enamorada de ti. Pues ninguna necesidad tenía de comprar telas, y sólo las ha comprado para poder hablar contigo y darte a cono­cer su pasión. Puedes, por tanto, dirigirte a ella, seguro de que no te reñirá ni ha de contrariarte.”

Y cuando ella iba a despedirse, me vio entregar el dinero al servidor que la acompañaba. Y entonces vol­vio a sentarse y me sonrió. Y yo le dije: “Otorga a tu esclavo la merced que desea solicitar de ti y perdónale anticipadamente lo que va a decirte.” Después le hablé de lo que tenía en mi corazón. Y vi que. le agradaba, pues me dijo: “Este esclavo te traerá mi respuesta y te señalará mi volun­tad. Haz cuanto te diga que hagas.” Después se levantó y se fue.

Entonces fui a entregar a los mer­caderes su dinero con los intereses que les correspondían. En cuanto a mí, desde el instante que dejé de verla perdí todo mi sueño durante todas mis noches. Pero en fin, pasa­dos algunos días, vi llegar al esclavo y lo recibí con solicitud y generosi­dad, rogándole que me diese noticias. Y él me dijo: “Ha estado enferma estos días;” Y yo insistí: “Dame al­gunos pormenores acerca de ella.” Y él respondió: “Esta joven ha sido educada por nuestra ama Zobeida, esposa favorita de Harun Al-Rachid, y ha entrado en su servidumbre. Y nuestra ama Zobeida la quiere como si fuese hija suya, y no la niega nada. Pero el otro día le pidió permiso para salir, diciéndole: “Mi alma desea pasearse un poco y volver en seguida a palacio.” Y se le concedió el permiso. Y desde aquel día no dejó de salir y de volver a palacio, con tal frecuencia, que acabó por ser peritísima en compras, y se con­virtió en la proveedora de nuestra ama Zobeida. Entonces te vio, y le habló de ti a nuestra ama, rogándole que la casase contigo. Y nuestra ama le contestó: “Nada puedo decirte sin conocer a ese joven. Si me convenzo de que te iguala en cualidades, te uniré con él.” Pero ahora vengo a decirte que nuestro propósito es que entres en palacio. Y si logramos hacerte entrar sin que nadie se entere puedes estar seguro de casarte, pero si se descubre te cortarán la cabeza. ¿Qué dices a esto?” Yo respondí: “Que iré contigo.” Entonces me dijo: “Apenas llegue la noche, dirígete a la mezquita que Sett-Zobeida ha man­dado edificar junto al Tigris. Entra, haz tu oración, y aguárdame.” Y yo respondí: “Obedezco, amo, y honro.”

Y cuando vino la noche fui a la mezquita, entré, me puse a rezar, y pasé allí toda la noche. Pero al amanecer vi, por una de las ventanas que dan al río, que llegaban en una barca unos esclavos llevando dos cajas vacías. Las metieron en la mez­quita y se volvieron a su barca. Pero una de ellos, que se había que­dado detrás de los otros, era el que me había servido de mediador. Y a los pocos momentos vi llegar a la mezquita a mi amada, la dama de­ Sett-Zobeida. Y corrí a su encuentro, queriendo estrecharla entre mis bra­zos. Pero ella huyó hacia donde estaban las cajas vacías e hizo una seña al eunuco, que me cogió, y antes de que pudiese defenderme me encerró en una de aquellas cajas. Y en el tiempo que se tarda en abrir un ojo y cerrar el otro, me llevaron al palacio del califa. Y me sacaron de la caja. Y me entregaron trajes y efectos que valdrían­ lo menos cincuenta mil dracmas. Después vi a otras veinte esclavas blancas. Y en medio de ellas estaba Sett-Zobeida, que no podía moverse de tantos esplendores como llevaba.

Y las damas formaban dos filas frente a la sultana. Yo di un paso y besé la tierra entre sus manos. Entonces me hizo seña de que me sentase, y me senté entre sus manos. En seguida me interrogó acerca de mis negocios, mi parentela y mi lina­je, contestándole yo a cuanto me preguntaba. Y pareció muy satisfe­cha, y dijo: “¡Alah! ¡Ya veo que no he perdido el tiempo criando a esta joven, pues le encuentro un es­poso cual éste!” Y añadió: “¡Sabe que la considero como si fuese mi propia hija, y será para ti una esposa sumisa y dulce ante Alah y ante ti!” Y entonces me incliné, besé la tie­rra y consentí en casarme.

Y Sett-Zobeida me invitó a pasar en el palacio diez días. Y allí perma­necí estos diez días, pero sin saber nada de la joven. Y eran otras jóve­nes las que me traían el almuerzo y la comida y servían a la mesa.

Transcurrido el plazo indispensable para los preparativos de la boda, Sett-Zobeida rogó al Emir de los Creyentes el permiso para la boda. Y el califa, después de dar su venia, regaló a la joven diez mil dinares de oro. Y Sett-Zobeida mandó a buscar al kadí y a los testigos, que escribieron el contrato de matrímo­nio. Después empezó la fiesta Se prepararon dulces de todas clases y los manjares de costumbre. Comi­mos, bebimos y se repartieron platos de comida por toda la ciudad, du­rando el festín diez días completos. Después llevaron a la joven al ham­mam para prepararla, según es uso.

Y durante este tiempo se puso la mesa para mí y mis convidados, se trajeron platos exquisitos, y entre otras cosas, en medio de pollos asa­dos, pasteles de todas clases, rellenos deliciosos y dulces perfumados con almizcle y agua de rosas, había un plato de rozbaja capaz de volver loco al espíritu más equilibrado. Y yo, ¡por Alah! en cuanto me senté a la mesa, no pude menos de preci­pitarme sobre este plato, de rozbaja y hartarme de él. Después me seque las manos.

Y así estuve, tranquilo hasta la noche. Pero se encendieron las antor­chas y llegaron las cantoras y tañe­doras de instrumentos. Después se procedió a vestir a la desposada. Y la vistieron siete veces con trajes diferentes, en medio de los cantos y del sonar de los instrumentos. En cuanto al palacio, estaba lleno com­pletamente por una muchedumbre de convidados. Y yo, cuando hubo terminado la ceremonia, entré en el aposento reservado, y me trajeron a la novia, procediendo su servidum­bre a despojarla de todos los vestí­dos, retirándose después.

La cogí entre mis brazos; y tal era mi ventura, que me parecía men­tira el poseerla. Pero en este mo­mento notó el olor de mi mano con la cual había comido la rozbaja; y apenas lo notó lanzó un agudo chí­llido.

Inmediatamente acudieron por to­das partes las damas de palacio, mientras que yo, trémulo de emoción, no me daba cuenta de la causa de todo aquello. Y le dijeron: “¡Oh hermana nuestra! ¿qué te ocurre?” Y ella contestó: “¡Por Alah sobre vosotras! ¡Libradme al instante de este estúpido, al cual creí hombre de buenas. maneras!” Y yo le, pre­gunté; “¿por qué me juzgas estúpi­do o loco?” Y ella dijo: “¡Insensato! ¡Ya no te quiero, por tu poco juicio y tu mala acción!” Y cogió un látigo que estaba cerca de ella, y me azo­tó con tan fuertes golpes; que perdí el conocimiento. Entonos ella se detuvo, y dijo a las doncellas:- “Co­gedlo y llevádselo al gobernador de la ciudad, para que le corten la mano con que comió los ajos.” Pero ya había yo recobrado el conocimiento; y al oír aquellas palabras, exclamé: ¡No hay poder y fuerza más que en Alah Todopoderoso! ¿Pero por haber comido ajos me han de cortar una mano? ¿Quién ha visto nunca semejante cosa?” Entonces las don­sellas empezaron a interceder en mi favor, y le dijeron: “¡Oh hermana, no le castigues esta vez! ¡Concédenos la gracia de perdonarle!” En­ronces ella dijo: “Os concedo lo que pedís; no le cortarán la mano; pero de todos modos algo he de cortar­le de sus extremidades.” Después se fue y me dejó solo.

En cuanto a mí, estuve diez días completamente solo y sin verla. Pero pasados los diez días, vino a bus­carme y me dijo: “¡Oh tú, el de la cara ennegrecida! ¿Tan poca cosa soy para ti, que comiste ajo la noche de la boda?” Después llamó a sus siervas y les dijo: “¡Atadle los bra­zos y las piernas!” Y entonces me ataron los brazos y las piernas, y ella cogió una cuchilla de afeitar bien afilada y me cortó los dos pulgares de las manos y los dedos gordos de ambos pies. Y por eso, ¡oh todos vosotros! me veis sin pul­gares en las manos y en los pies.

En cuanto a mí, caí desmayado. Entonces ella echó en mis heridas polvos de una raíz aromática, y así restañó la sangre. Y yo dije, primero entre mí y luego en alta voz: “¡No volveré a comer rozbaja sin lavarme después las manos cuarenta veces con potasa, cuarenta con sosa y cua­renta con jabón!”' Y al oírme, me hizo jurar que cumpliría esta prome­sa, y que no comería rozbaja sin cumplir con exactitud lo que acababa de decir.

Por eso, cuando me apremiabais todos los aquí reunidos a comer de ese plato de rozbaja que hay, en la mesa, he palidecido y me he dicho: “He aquí la rozbaja que me costó perder los pulgares.” Y al empeñaros en que la comiera, me vi obligado por mi juramento a hacer lo que visteis.”

Entonces, ¡oh rey de los siglos! -dijo el intendente continuando la historia, mientras los demás circuns­tantes estaban escuchando- pregun­té al joven mercader de Bagdad: “¿Y qué te ocurrió luego con tu esposa?” Y él me contestó:

“Cuando hice aquel, juramento ante ella, se tranquilizó su corazón, y acabó por perdonarme. Y ¡por Alah! recuperé bien el tiempo per­dido y olvidé mis pesares. Y perma­necimos unidos largo tiempo de aquel modo. Después ella me dijo: “Has de saber que nadie de la corte del califa sabe lo que ha pasado entre nosotros. Eres el único que logró introducirse en este palacio. Y has entrado gracias al apoyo de El-Sayedat Zobeida.” Después me entregó diez mil dinares de oro, dicién­dome; `Toma éste dinero y ve a comprar una buena casa en que podamos vivir los dos.”

Entonces salí, y compré una casa magnífica. Y allí transporté las rique­zas de mi esposa y cuantos regalos le habían hecho, los objetos precio­sos, telas, muebles y demás cosas bellas. Y todo lo puse en aquella casa que había comprado. Y vivimos juntos hasta el límite de los placeres y de la expansión.

Pero al cabo de un año, por volun­tad de Alah, murió mi mujer. Y no busqué otra esposa, pues quise viajar. Salí entonces de Bagdad, después de haber vendido todos mis bienes, y cogí todo mi dinero y emprendí el viaje, hasta que llegué a esta ciudad.” Y tal es, ¡oh rey del tiempo! -prosiguió el intendente- la histo­ria qué une refirió el joven mercader de Bagdad. Entonces todos los invi­tados seguimos comiendo, y después nos fuimos.

Pero al salir me ocurrió la aven­tura con el jorobado. Y entonces sucedió lo que sucedió.

Esta es la historia. Estoy conven­cido de que es mas sorprendente que nuestra aventura con el jorobado. ¡Uasalám!”,

Entonces dijo el rey de la China: “Pues te equivocas. No es más mara­villosa que la aventura del jorobado. Porqué la aventura del jorobado es mucho más sorprendente. Y por eso van a crucificaros a todos, desde el primero hasta el último.”

Pero en esté momento avanzó el médico judío, besó la tierra entre las manos del sultán, y dijo: “¡Oh rey del tiempo! Te voy a contar una historia que es seguramente más extraordinaria que todo cuanto oíste, y que la misma aventura del joro­bado.”

  Entonces dijo el rey de la China: “Cuéntala pronto, porque no puedo aguardar más.”


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