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西语阅读:《一千零一夜》连载十九 c
日期:2011-09-30 02:57  点击:454

西语阅读:《一千零一夜》连载十九 c

HISTORIA DE EL-ASCHAR, QUINTO HERMANO DEL BARBERO

“Este hermano mío, ¡oh Emir de los Creyentes! fue precisamente aquel a quien cortaron la nariz y las orejas. Le llaman El-Aschar porque ostenta un vientre voluminoso como una camella preñada, y también por su semejanza con un caldero grande. Y es muy perezoso durante el día, pero de noche desempeña cualquier comisión, procurándose dinero por toda suerte de medios ilícitos y extraños.

Al morir nuestro padre heredamos cien dracmas de plata cada uno. El­-Aschar cogió los cien dracmas que le correspondían, pero, no sabía en qué emplearlos. Y se decidió por último a comprar cristalería para venderla al por menor, prefiriendo este oficio a cualquier otro porque no le obligada a moverse mucho.

Se convirtió, pues, en vendedor de cristalería, para lo cual compró un canasto grande, en el que puso sus géneros, buscó una esquina fre­cuentada y se instaló tranquilamente en ella, apoyada la espalda contra la pared y delante el canasto, prego­nando su mercadería de esta suerte:

 

“¡Oh cristal! ¡Oh gotas de sol! ¡Ojos de mi nodriza! ¡Soplo endurecido de las vírgenes! ¡Oh cristal, oh cristal!”

 

Pero más tiempo se lo pasaba callado. Y entonces, apoyando con mayor firmeza la espalda contra la pared, empezaba a soñar despierto. Y he aquí lo que soñaba un vier­nes en el momento de la oración:

“Acabo de emplear todo mi capi­tal, o sean cien dracmas, en la com­pra de cristalería. Es seguro que lograré venderla en doscientos drac­mas. Con estos doscientos dracmas compraré otra vez cristalería y la venderé en cuatrocientos dracmas. Y seguiré vendiendo y comprando hasta que me vea dueño de un gran capital. Entonces compraré toda cla­se de mercancías, drogas y perfumes, y no dejaré de vender hasta que haya hecho grandísimas ganancias. Y así podré adquirir un gran pala­cio y tener esclavos, y tener caballos con sillas y gualdrapas de brocado y de oro. Y comeré y beberé sober­biamente, y no habrá cantora en la ciudad a la que no invite a cantar en mi casa. Y luego me concertaré con las casamenteras más expertas de Bagdad, para que me busquen novia que sea hija de un rey o de un visir. Y no transcurrirá mucho tiempo sin que me case, ya que no con otra, con la hija del gran visir, porque es una joven hermosísima y llena de perfecciones. De modo que le señalaré una dote de mil dinares. de oro. Y no es de esperar que su padre el gran visir vaya a oponerse a esta boda pero si no la consintiese, le arrebataría a su hija y me la llevaría a mi palacio. Y compraré diez pajecillos para mi ser­vicio particular. Y me mandaré hacer ropa regia, como la que llevan los sultanes y los emires, y encargaré al joyero más hábil que me haga una silla de montar toda de oro, con incrustaciones de perlas y pedrería. Y montado en el el más her­moso de los corceles, que compraré a los beduinos del desierto o man­daré traer de la tribu de Anezi, me pasearé por la ciudad precedido de numerosos esclavos y otros detrás y alrededor de mi; y de este modo llegaré al palacio del gran visir. Y el gran visir cuando me vea se levan­tará en honor mío, y me cederá su sitio, quedándose de pie algo más abajo que yo, y se tendrá por muy honrado con ser mi suegro. Y con­migo irán dos esclavos, cada uno con una gran bolsa. Y en cada bolsa habrá mil dinares. Una de las bolsas se la daré al gran visir como dote de su hija, y la otra se la regalaré como muestra de mi generosidad y munificencia y para que vea también cuán por encima estoy, de todo lo de este mundo. Y volveré solemne­mente a mi casa, y cuando mi novia me envíe a una persona con algún recado, llenaré de oro a esa persona y le regalaré telas preciosas y trajes magníficos. Y si el visir llega a mandarme algún regalo de boda, no lo aceptaré, y se lo devolveré, aun que sea un regalo de gran valor, y todo está para demostrarle que ten­go gran altura de espíritu y soy incapaz de la menor falta de delica­deza. Y señalaré después él día de mi boda y todos los pormenores, disponiendo que nada se escatime en cuanto al banquete ni respecto al número y calidad de músicos, can­toras y danzarinas. Y prepararé mi palacio tendiendo alfombras por todas partes, cubriré el suelo de flores desde la entrada hasta la sala del festín, y mandaré regar el pavi­mento con esencias y agua de rosas.

La noche de bolas me pondré el traje más lujoso, me sentaré en un trono colocado en un magnífico estrado, tapizado de seda con bor­dados de flores y pájaros. Y mien­tras mi mujer se pasee por el salón con todas sus preseas, más resplan­deciente que la luna llena del mes de Ramadán, yo permaneceré muy serio, sin mirarla siquiera ni volver la cabeza a ningún lado probando con todo esto la entereza de mi carácter y mi cordura. Y cuando me presenten a mi esposa, delicio­samente perfumada y con toda la frescura de su belleza, yo no me moveré tampoco. Y seguiré impasi­ble, hasta que todas las damas se me acerquen y digan: “¡Oh señor, coro­na de nuestra cabeza! aquí tienes a tu esposa, que se pone respetuosa­mente entre tus manos y aguarda que la favorezcas con una mirada. Y he aquí que, habiéndose fatigado al estar de pie tanto tiempo, sólo espera tus órdenes para- sentarse.” Y yo no diré tampoco ni una pala­bra, haciendo desear más mi res­puesta. Y entonces todas las damas y todos los invitados se prosterna­ron y besarán la tierra muchas veces ante mi grandeza. Y hasta entonces no consentiré en bajar la vista para dirigir una mirada a mi mujer, pero sólo una mirada, porque volveré en seguida a levantar los ojos y recobra­ré mi aspecto lleno de dignidad. Y las doncellas se llevarán a mi mujer, y yo me levantaré para cambiar de ropa y ponerme otra mucho más rica. Y volverán a llevarme por se­gunda vez a la recién casada con otros trajes y otros adornos, bajo el hacinamiento de las alhajas, el oro y la pedrería y perfumada con nue­vos perfumes más gratos todavía. Y cuando me hayan rogado muchas veces, volveré a mirar a mi mujer, pero en seguida levantaré los ojos para no verla más. Y guardaré esta prodigiosa compostura hasta que ter­minen por completo todas las cere­monias.

  Pero en este momento de su relato, Schahrazada vio aparecer la mañana, y discreta como siempre, no quiso abusar más aquélla noche del per­miso otorgado.


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