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西语阅读:《一千零一夜》连载二十六 c
日期:2011-10-08 23:51  点击:260

西语阅读:《一千零一夜》连载二十六 c

LA SEGUNDA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD

EL MARINO, QUE TRATA DEL SEGUNDO VIAJE

 

“Verdaderamente disfrutaba de la más sabrosa vida, cuando un día en­tre los días asaltó mi espíritu la idea de los viajes por las comarcas de las hombres; y de nuevo sintió mi alma con ímpetu el anhelo de correr y gozar con la vista el espectáculo de tierras e islas, y mirar con curio­sidad cosas desconocidas, sin descui­dar jamás la compra y venta por di­versos países.

Hice hincapié en este proyecto, y me dispuse a ejecutarlo en seguida. Fui al zoco, donde, mediante una importante suma de dinero, compré mercancías apropiadas al tráfico que pretendía exportar; las acondicioné en fardos sólidos y las transporté a la orilla del agua, no tardando en descubrir un navío hermoso y nue­vo, provisto de velas de buena ca­lidad y lleno de marineros, y de un conjunto imponente de maquinarias de todas formas. Su aspecto me ins­piró confianza y transporté a él mis fardos inmediatamente, siguiendo el ejemplo de otros varios mercaderes conocidos míos, y con los que no me disgustaba hacer el viaje.

Partimos aquel mismo día, y tuve mos una navegación excelente. Via­jamos de isla en isla y de mar en mar durante días y noches, y a cada escala íbamos en busca de los mer­caderes de la localidad, de los no­tables, y de los vendedores, y de los compradores, y vendíamos y com­prábamos, y verificábamos cambios ventajosos. Y de tal suerte continuá­bamos navegando, y nuestro destino nos guió a una isla muy hermosa, cubierta de frondosos árboles, abun­dante en frutas, rica en flores, habi­tada por el canto de los pájaros, re­gada por aguas puras, pero absolu­tamente virgen de toda vivienda y de todo ser humano.

El capitán accedió a nuestro deseo de detenernos unas horas allí, y echó el ancla junto a tierra. Desembarca­mos en seguida, y fuimos a respirar el aire grato en las praderas som­breadas por árboles donde holgában­se las aves. Llevando algunas provi­siones de boca, yo fui a sentarme a orillas de un arroyo de agua límpi­da, resguardado del sol por ramales frondosos, y tuve un placer extre­mado en comer un bocado y beber de aquella agua deliciosa. Por si eso fuera poco, una brisa suave modula­ba dulces acordes e invitaba al re­poso absoluto. Así es que me tendí en el césped, y dejé que se apode­rara de mí el sueño en medio de la frescura y los aromas del ambiente.

Cuando desperté no vi ya a ningu­no de los pasajeros, y el navío había partido sin que nadie se enterase de mi ausencia. En vano hube de mirar a derecha y a izquierda, adelante y atrás, pues no distinguí en toda la isla a otra persona que a mi mismo. A lo lejos se alejaba por el mar una vela que muy pronto perdí de vista.

Entonces quedé sumirlo en un es­tupor sin igual e insuperable; y sentí que mi vejiga biliar estaba a punto de estallar de tanto dolor y tanta pena. Porque, ¿qué podía ser de mí en aquella isla, habiendo dejado en el navío todos mis efectos y todos mis bienes? ¿Qué desastre iba a ocu­rrirme en esta soledad desconocida? Ante tan desconsoladores pensamientos; exclamé: “¡Pierde toda esperan­za, Sindbad el Marino! ¡Si la pri­mera vez saliste del apuro merced a circunstancias suscitadas por el Des­tino propicio, no creas que ocurrirá lo mismo siempre, pues, como dice el proverbio, se rompe el jarro cuando se cae dos veces!”

En tal punto me eché a llorar, gi­miendo, lanzando luego gritos es­pantosos, hasta que la desesperación se apoderó por completo de mi co­razón. Me golpeé entonces la cabeza con las dos manos, y exclamé ta­davía: “¿Qué necesidad ténías de via­jar ¡oh miserable! cuando en Bag­dad vivías entre delicias? ¿No po­seías manjares excelentes, líquidos excelentes y trajes excelentes? Qué te faltaba para ser dichoso? ¿No fue próspero tu primer viaje?” Enton­caes me tiré a tierra de bruces, llo­rando ya la propia muerte, y dicien­do: “¡Pertenecemos a Alah y hemos de tornar a él!” Y aquel día creí vol­verme loco.

Pero como por último comprendí que eran inútiles todos mis lamentos y mi arrepentimiento demasiado tar­dío, hube de conformarme con mi destino. Me erguí sobre mis piernas, y tras de haber andado algún tiem­po sin rumbo, tuve miedo de un en­cuentro desagradable con cualquier animal salvaje o con un enemigo des­conocido, y trepé a la copa de un arbol, desde donde me puse a ob­servar con más atención a derecha y a izquierda; pero no pude distin­guir otra cosa que el cielo, la tierra, el mar; los árboles, los pájaros, la arena y las rocas. Sin embargo, al fijarme más atentamente en un pun­to del horizonte, me pareció distin­guir un fantasma blanco y gigantes­co. Entonces me bajé del árbol atraído por tal curiosidad; pero, para­lizado de miedo, fui avanzando muy lentamente y con mucha cautela ha­cia aquel sitio. Cuando me encontré más cerca de la masa blanca, advertí que era una inmensa cúpula, de blan­cura resplandeciente, ancha de base y altísima. Me aproximé a ella más aún y la di por completo la vuelta; pero no descubrí la puerta de entra­da que buscaba. Entonces quisé en­caramame a lo alto; pera era tan lisa y tan escurridiza, que no tuve destreza, ni agilidad, ni posibilidad de ascender. Hube de contentarme, pues, con medirla; puse una señal sobre la huella de mi primer paso en la arena y de nuevo la di la vuelta contando mis pasos. Por este pro­edimiento supe que su circunfencia exacta era de cincuenta pasos, más bien que menos.

Mientras reflexionaba sobre el me­dia de que me valdría para dar con alguna puerta de entrada a salida de la tal cúpula, advertí que de pronto desaparecía el sol y que el día se tornaba en una noche negra. Prime­ro lo creí debido a cualquier nube inmensa que pasase por delante del sol, aunque la casa fuera imposible en pleno verano. Alcé, pues, la ca­beza para mirar la nube que tanto me asombraba, y vi un pájaro enor­me de alas formidables que volaba por delante de los ojos del sol, es­parciendo la obscuridad sobre la isla.

Mi asombro llegó entonces a sus límites extremas, y me acordé de lo que en mi juventud me habían conta­do viajeros y marineros acerca de un pájaro de tamaño extraordinario, llamado “rokh”, que se encontraba en una isla muy remota y que podía levantar un elefante. Saqué entones como conclusión que el pájaro que yo veía debía ser el rokh, y la cú­pula blanca a cuyo pie me hallaba debía ser un huevo entre los huevos de aquel rokh. Pero, no bien me asaltó esta idea, el pájaro descendió sobre el huevo y se posó enecima como para empollarle. ¡En efecto, extendió sobre el huevo sus alas ín­mensas, dejó descansando a ambos lados en tierra sus dos patas, y se durmió encima! (¡Bendito El que no duerme en toda la eternidad!)

Entonces yo, que me había echa­do de bruces en el suelo, y precisa­mente me encontraba debajo de una de las patas, lo cual me pareció más gruesa que el tronco de un árbol añoso, me levanté con viveza, des­enrollé la tela de mi turbante y luego de doblarla, la retorcí para servirme de ella como de una soga. La até sólidamente a mi cintura y sujeté ambos cabos con un nudo re­sistente a un dedo del pájaro. Porque que dije para mí: “Este pájaro enor­me acabará por remontar el vuelo, con lo que me sacará de esta soledad y me transportará a cualquier punto donde pueda ver seres huma­nos. ¡De cualquier modo, el lugar en que caiga será preferible a esta isla desierta, de la que soy el único habitante!”

¡Eso fue todo! ¡Y a pesar de mis movimientos, el pájaro no se cuidó de mi presencia más que si se tra­tara de alguna mosca sin importan­cia o alguna humilde hormiga que por allí pasase!

Así permanecí toda la noche, sin poder pegar ojo por temor de que el pájaro echase a volar y me llevase durante mi sueño. Pero no se movió hasta que fue de día. Sólo entonces se quitó de encima de su huevo, lan­zó un grito espantoso, y remontó el vuelo, llevándome, consigo. Subió y subió tan alto, que creí tocar la bó­veda del cielo; pero de pronto des­cendió con tanta rapidez, que ya no sentía yo mi propio peso, y abatióse conmigo en tierra firme. Se posó en un sitio escarpado, y yo, en seguida, sin esperar más, me apresuré a des­atar el turbante, con un gran terror de ser izado otra vez antes de que tuviese tiempo de librarme de mis ligaduras. Pero conseguí desatarme sin dificultad, y después de estirar mis miembros y arreglarme el traje, me alejé vivamente hasta hallarme fuera del alcance del pájaro, a quien de nuevo vi elevarse por los aires. Llevaba entonces en sus garras un enorme objeto negro, que no era otra cosa que una serpiente de in­mensa longitud y de forma detesta­ble. No tardó en desaparecér, diri­giéndo hacia el mar su vuelo.

Conmovido en extremo por cuanto acababa de ocurrirme, lancé una mi­ráda en torno de mí y quedé inmó­vil de espanto. Porque me encontra­ba en un valle ancho y profundo, rodeado por todas partes de monta­ñas tan altas, que para medirlas con la vista tuve que alzar de tal modo la cabeza, que rodó por mi espalda mi turbante al suelo. ¡Además, eran tan escarpadas aquellas montañas, que se hacia imposible subir por ellas, y juzgué inútil toda tentativa en tal sentido!

Al dame cuenta de ello no tuvie­ron límites mi desolación y mi deses­peración, y me dije: “¡Ah, cuánto más hubiérame valido no abandonar la isla desierta en que sna hallaba y que era mil veces preferible a esta soledad desolada y árida, donde no hay nada que comer ni beber! ¡Allí, al menos, había frutas que llenaban los árboles y arroyos de agua deli­ciosa; pero aquí solo ratas hostiles y desnudas para morir de hambre y de sed! ¡Qué calamidad! ¡No hay recurso y poder más que en Alah el Omnipotente! ¡Cada vez que escapo de una catástrofe es para caer en otra peor y definitiva!”

En seguida me levanté del sitio en que me encontraba y recorrí aquel valle para explorarle un poco, ob­servando que estaba enteramente creado con rocas de diamante. Por todas partes a mi alrededor aparecía sembrado el suelo de diamantitos desprendidos de la montaña y que en ciertas sitios formaban montones de la altura de un hombre.

Camenzaba yo a mirarlas ya con algún interés, cuando me inmovilizó de terror un espectáculo más espan­taso que todos los horrores experi­mentados hasta entonces. Entre las rocas de diamante vi circular a sus guardianes, que eran innumerables serpientes negras, más gruesas y mayores que palmeras, y cada una de las cuales muy bien podría de­vorar a un elefante grande. En aquel momento comenzaban a meterse en sus antros; porque durante el día se ocultaban para que no las cogiese, su enemigo el pájaro rokh, y úni­camente salían de noche.

Entonces intenté con precauciones infinitas alejarme de allí, mirando bien dónde ponía los pies y pensan­do desde el fondo de mi alma: “¡He aquí lo que ganaste a trueque de haber querido abusar de la clemen­cia del Destino, ¡oh Sindbad! hom­bre de ojos insaciables y siempre vacíos!” Y presa de un cumulo de terrores, continué en mi caminar sin rumbo por el valle de diamantes, descansando de vez en cuando en los parajes que me parecían más resguardados, y así estuve hasta que llegó la noche.

 

Durante todo aquel tiempo me había olvidado por completo de co­mer y beber, y no pensaba más que en salir del mal paso y en salvar de las serpientes mi alma. Y he aquí que acabé por descubrir, junto al lu­gar en que me dejé caer, una, gruta cuya entrada era muy angosta, aun­que suficiente para que yo pudiese franquearla. Avancé, pues, y penetré en la gruta, cuidando de obstruir la entrada con un peñasco que conseguí arrastrar hasta allá. Seguro ya, me aventuré por su interior en busca del lugar más cómodo para dormir esperando el día, y pensé: “¡Maña­na al amanecer saldré para enterar­me de lo que me reserva el Destino!”

Iba ya a acostarme, cuando ad­vertí que lo que a primera vista tomé por una enorme roca negra era una espantosa serpiente enroscada sobre sus huevos para incubarlos., Sintió entonces mi carne todo el horror de semejante espectáculo, y la piel se me encogió como una hoja seca y tembló en toda su superficie; y caí al suelo sin conocimiento, y permanecí en tal estado hasta la mañana.

Entonces, al convencerme de que no había sido devorado todavía, tuve alientos para deslizarme hasta la en­trada, separar la roca y lanzarme fuera como ebrio y sin que mis pier­nas pudieran sostenerme de tan ago­tado como me encontraba por la falta de sueño y de comida, y por aquel terror sin tregua.

Miré a mi alrededor, y de repente vi caer a algunos pasos de mi na­riz un gran trozo de carne que chocontra el suelo con estrépido. Aturdido al pronto, alcé los ojos luego para ver quien quería apo­rreárme con aquello; pero no vi a nadie. Entonces me acordé de cierta historia oída antaño en boca de los mercaderes, viajeros y exploradores de la montaña de diamantes, de la que se contaba que, como los busca­dores de diamantes no podían bajar a este valle inaccesible, recurrían a un medio curioso para procurarse esas piedras preciosas. Mataban unos carneros; los partían en cuartos y los arrojaban al fondo del valle, don­de iban a caer sobre las puntas de diamantes, que se incrustaban en ellos profundamente. Entonces se abalanzaban sobre aquella presa los rokhs y las águilas gigantescas, sa­cándola del valle para llevársela a sus nidos en lo alto de las rocas y que sirviera de sustento a sus crías. Los buscadores de diamantes se pre­cipitaban entonces sobre el ave; ha­ciendo muchos gestos y lanzando grandes gritos para obligarla a soltar su presa y a emprender de nuevo el vuelo. Registraban entonces el cuarto de carne y cogían los dia­mantes que tenía adheridos.

Asaltóme a la sazón la idea de que podía tratar aún de salvar mi vida y salir de aquel valle que se me antojó había de ser mi tumba. Me incorporé, pues, y comencé a amon­tonar una gran cantidad de diaman­tes, escogiendo los más gordos y los más hermosos. Me los guardé en to­das partes, abarroté con ellos mis bolsillos, me los introduje entre el traje y la camisa, llené mi turbante y mi calzón, y hasta metía algunos entre los pliegues de mi ropa. Tras de lo cual, desenrollé la tela de mi turbante, como la primera vez...

 

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.


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