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西语阅读:《一千零一夜》连载二十六 d
日期:2011-10-08 23:53  点击:200

西语阅读:《一千零一夜》连载二十六 d

PERO CUANDO LLEGÓ LA 297 NOCHE

 

Ella dijo:

 

... Tras de lo cual, desenrollé la tela de mi turbante, como la primera vez, y me la rodeé a la cintura, yen­do a situarme debajo del cuarto de carnero, que até sólidamente a mi pecho con las dos puntas del tur­bante.

Permanecía ya algún tiempo en esta posición, cuando súbitamente me sentí llevado por los aires, como una pluma entre las garras formidables de un rokh y en compañía del cuarto de carne de carnero. Y en un abrir y cerrar los ojos me encon­tré fuera del valle, sobre la cúspide de una montaña, en el nido del rokh, que se dispuso en seguida a despe­dazar la carne aquella y mi, propia carne para sustentar, a sus rokheci­llos. Pero de pronto se alzó hacia nosotros un estrépito de gritos que asustaron al ave y la obligaron a emprender de nuevo el vuelo, aban­donándome. Entonces desaté mis li­gaduras y me erguí sobre ambos pies, con huellas de sangre en mis vestidos y en mi rostro.

Vi a la sazón aproximarse al sitio en que yo estaba a un mercader, que se mostró muy contrariado y asom­brado al percibirme. Pero advirtien­do que yo no le quería mal y que ni aun me movía, se inclinó sobre el cuarto de carne y lo escudriñó, sin encontrar en él los diamantes que buscaba. Entonces alzó al cielo sus largos brazos y se lamentó, diciendo: “¡Qué desilusión! ¡Estoy perdido! ¡No hay recurso más que en Alah! ¡Me refugio en Alah contra el Mal­dito, el Malhechor!” Y se golpeó una con otra las palmas de las manos, como señal de una desesperación in­mensa.

Al advertir aquello, me acerqué­ a él y le deseé la paz. Pero él, sin corresponder a mi zalema, me arañó furioso y exclamó: “¿Quién eres? ¿Y de dónde vienes para robarme mi fortuna?” Le respondí: “No temas nada, ¡oh digno mercader! porque no soy ladrón, y tu fortuna en nada ha disminuido. Soy un ser humano y no un genio malhechor, como creías, por lo visto. Soy incluso un hombre honrado entre la gente honrada, y antiguamente, antes de correr aven­turas tan extrañas, yo tenía también el oficio de mercader. En cuanto al motivo de mi venida a este paraje, es una historia asombrosa, que te contaré al punto. ¡Pero de antemano, quiero probarte mis buenas inten­ciones gratificándote con algunos dia­mantes recogidos por mí mismo en el fondo de esa sima, que jamás fue sondeada por la vista humana!”

Saqué en seguida de mi cinturón algunos hermosos ejemplares de dia­mentes; y se los entregué dicién­dole: “¡He aquí una ganancia que no habrías osado esperar en tu vida!” Entonces el propietario del cuarto de carnero manifestó una alegría in­concebible y me dio muchas gracias, y tras de mil zalemas, me dijo: “¡La bendición está contigo, ¡oh mi señor! ¡Uno solo de estos diamantes bas­taría para enriquecerme hasta la más dilatada vejez! ¡Porque en mi vida hube de verlos semejantes ni en la corte de los reyes y sultanes!” Y me dio gracias otra vez, y finalmente llamó a otros mercaderes que allí se hallaban y que se agruparon en torno mío, deseándome la paz y la bienvenida. Y les conté mi rara aven­tura desde el principio hasta el fin. Pero sería útil repetirla.

Entonces, vueltos de su asombro los mercaderes, me felicitaron mu­cho por mi liberación, diciéndome: “¡Por Alah! ¡Tu destino te ha saca­do de un abismo del que nadie re­gresó nunca!” Después, al verme ex­tenuado por la fatiga, el hámbre y la sed, se apresuraron a darme de co­mer y beber con abundancia, y me condujeron a una tienda, donde ve­laron mi sueño, que duró un día en­tero y una noche.

A la mañana, los mercaderes me llevaron con ellos en tanto que co­menzaba yo a regocijarme de modo intenso por haber escapado a aque­llos peligros sin precedente. Al cabo de un viaje bastante corto, llegamos a una isla muy agradable, donde cre­cían magníficos árboles de copa tan espesa y amplia, que con facilidad podrían dar sombra a cien hombres. De estos árboles es precisamente de los que se extrae la substancia blan­ca, de olor cálido y grato, que se lla­ma alcanfor. A tal fin, se hace una incisión en lo alto del árbol, reco­giendo en una cubeta que se pone al pie el jugo que destila y que al principio parece como gotas de go­ma, y no es otra cosa que la miel del árbol.

También en aquella isla vi al es­pantable animal que se llama “karka­dann” y pace exactamente como pa­cen las vacas y los búfalos en nues­tras praderas. El cuerpo de esa fíe­ra es mayor que el cuerpo del came­llo; al extremo del morro tiene un cuerno de diez codos de largo y en el cual se halla labrada una cara hu­mana. Es tan sólido este cuerno, que le sirve al karkadann para pelear y vencer al elefante, enganchándole y teniéndole en vilo hasta que muere. Entonces la grasa del elefante muer­to va a parara los ojos del karka­dann, cegándole y haciéndole caer. Y desde lo alto de los aires se abate sobre ellos el terrible rokh, y los transporta a su nido para alimentar a sus crías.

Vi asimismo en aquella isla diver­sas clases de búfalos

Vivimos algún tiempo allá, respi­rando el aire embalsamado; tuve con ello ocasión de cambiar mis diaman­tes, por más oro y plata de lo que podría contener la cala de un navío. ¡Después nos marchamos de allí; y de isla en isla, y de tierra en tierra, y de ciudad en ciudad, admirando a cada paso la obra del Creador; y haciendo acá y allá algunas ventas, compras y cambios, acabamos por bordear Bassra, país de bendición, para ascender hasta Bagdad, mora­da de paz!

Me faltó el tiempo entonces para correr a mi calle y entrar en mi ca­sa, enriquecido con sumas conside~ rables, dinares de oro y hermosos diamantes que no tuve alma para vender. Y he aquí que, tras las efú­siones propias del retorno entre mis parientes y amigos, no dejé de com­portarme generosamente, repartien­do dádivas a mi alrededor, sin olvi­dar a nadie.

Luego, disfruté alegremente de la vida, comiendo manjares exquisitos, bebiendo licores delicados, vistiéndo­me con ricos trajes y sin privarme de la sociedad de las personas deliciosas. Así es que todos los días tenía numerosos visitantes notables que, al oír hablar de mis aventuras; me honraban con su presencia para pedirme que les narrara mis viajes y les pusiera al corriente de lo que sucedía con las tierras lejanas. Y yo experimentaba una verdadera satis­facción instruyéndoles acerca de tan­tos cosas, lo, que inducía a todos a felicitarme por haber escapado de tan terribles peligros, maravillándo­se con mi relato hasta el límite de la maravilla. Y así es como acaba mi segundo viaje.

¡Pero mañana, ¡oh mis amigos! os contaré las peripecias de mi ter­cer viaje, el cual, sin duda, es mu­cho más interesante y estupefaciente que los dos primeros!”

 

Luego calló Sindbad. Entonces los esclavos sirvieron de comer y de be­ber a todos los invitados, que se ha­llaban prodigiosamente asombrados de cuanto acababan de oír. Después Sindbad el Marino hizo que dieran cien monedas de oro a Sindbad el Cargador, que las admitió, dando muchas gracias, y se marchó invocan­do sobre la cabeza de su huésped las bendiciones de Alah, y llegó a su casa maravillándose de cuanto oca­baba de ver y de escuchar.

Por la mañana se levantó el car­gador Sindbad, hizo la plegaria ma­tinal y volvió a casa del rico Sind­bad, como le indicó éste. Y fue re­cibido cordialmente y tratado con muchos miramientos, e invitado a tomar parte en el festín del día y en los placeres, que duraron toda la jornada. Tras de lo cual, en medio de sus convidados, atentos y graves, Sindbad el Marino empezó su relato de la manera siguiente:


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