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西语阅读:《一千零一夜》连载二十七 d
日期:2011-10-12 08:19  点击:1378

西语阅读:《一千零一夜》连载二十七 d

PERO CUANDO LLEGó LA 303 NOCHE

 

Ella dijo:

...Al amanecer del octavo día llegué a la orilla opuesta de la isla y me encontré con hombres como yo, blancos y vestidos con trajes, que se ocupaban en quitar granos de pimienta de los árboles de que estaba cubierta aquella región. Cuan­do me advirtieron, se agruparon en torno mío y me hablaron en mi len­gua, el árabe, que no escuchaba yo desde hacia tiempo. Me preguntaron quién era y de dónde venía. Contes­té: “¡Oh buenas gentes, soy un pobre extranjero!” Y les enumeré cuan­tas desgracias y peligros había ex­perimentado. Mi relato les asombró maravillosamente, y me felicitaron por haber podido escapar de los de­voradores de carne humana; me ofre­cieron de comer y de beber, me de­jaron reposar una hora y después me llevaron a su barca para presen­tarme a su rey, cuya residencia se hallaba en otra isla vecina.

La isla en que reinaba este rey te­nía por capital una ciudad muy po­blada, abundante en todas las cosas de la vida, rica en zocos y en mer­caderes cuyas tiendas aparecían pro­vistas de objetos preciosos, cruzada por calles en que circulaban nume­rosos jinetes en caballos espléndidos, aunque sin sillas ni estribos. Así es que cuando me presentaron al rey, tras de las zalemas hube de partici­parle mi asombro por ver cómo los hombres montaban a pelo en los caballos. Y le dije: “¿Por qué moti­vo, ¡oh mi señor y soberano! no se usa aquí la silla de montar? ¡Es un objeto tan cómodo para ir a ca­bállo! ¡Y adernas aumenta el domi­nio del jinete!”

Sorprendióse mucho de mis pala­bras el rey, y me preguntó: “¿Pero en qué consiste una silla de montar? ¡Se trata de una cosa que nunca en nuestra vida vimos!” Yo lo dije: ¿Quiéres, entonces, que te confec­cione una silla para que puedas com­probar su comodidad y experímentar sus ventajas?” Me contestó: “¡Sin duda!”

Dije que pusieran a mis órdenes un carpintero hábil y le hice trabajar a mi vista la madera de una silla conforme exactamente, a mis indica­ciones. Y permanecí junto a él has­ta que la terminó. Entonces yo mis­mo forré la madera de la silla con lana y cuero, y acabé guarneciéndo­la alrededor con bordados de oro y borlas de diversos colores. Hice que viniese a mi presencia luego un he­rrero, al cual le enseñé el arte de confeccionar un bocado y estribos; y ejecutó perfectamente estas cosas, porque no le perdí de vista un ins­taute.

Cuando estuvo todo en condicio­nes, escogí el caballo más hermoso de las cuadras del rey, y le ensillé y embridé, y le enjaecé espléndidamen­te, sin olvidarme de ponerle diversos accesorios de adorno, como largas gualdrapas, borlas de seda y oro, pe­nacho y collera azul. Y fui en segui­da a presentárselo al rey, que lo es­peraba con mucha impaciencia desde hacía algunos días.

Inmediatamente lo montó el rey, y se sintió tan a gusto y le satisfizo tanto la invención, que me probó su contento con regalos suntuosos y grandes prodigalidades.

Cuando el gran visir vio aquella silla y comprobó su superioridad, me rogó que le hiciera una parecida. Y yo accedí gustoso. Entonces todos los notables del reino y los altos dig­natarios quisieron asimismo tener una silla, y me hicieron la oportuna demanda. Y tanto me obsequiaron, que en poco tiempo hube de con­vertirme en el hombre más rico y considerado de la ciudad.

Me había hecho amigo del rey, y un día que fui a verle, según era mi costumbre, se encaró conmigo, y me dijo: “¡Ya sabes, Sindbad, que te quiero mucho! En mi palacio lle­gaste a ser como de mi familia, Y no puedo pasarme sin ti ni sopor­tar la idea de que venga un día en que nos dejes. ¡Deseo, pues, pedirte una cosa sin que me la rehu­ses!” Contesté: “¡Ordena, ¡oh rey! ¡Tu poder sobre mi lo consolidaron tus beneficios y la gratitud que te debo por todo el bien que de ti re­cibí desde mi llegada a este reino!” Contestó él: “Deseo casarte entre nosotros con una mujer bella bonita, perfecta, rica en oro y en cualida­des, con el fin de que ella te decida a permanecer siempre en nuestra ciudad y en mi palacio. ¡Espero, pues, de ti, que no rechaces mi ofre­cimiento y mis palabras!”

Al oír aquel discurso quedé con­fundido, bajé la cabeza y no pude responder de tanta timidez que me embargaba. De manera que el rey me preguntó: “¿Por qué no me con­testas, hijo mío?” Yo repliqué: “¡Oh rey del tiempo, tus deseos son los míos y en mí tienes un esclavo!- Al punto envió él a buscar al kadí y a los testigos, y acto seguido dióme por esposa a una mujer noble de alto rango, poderosamente rica, dueña de propiedades edificadas y de tierras, y dotada de gran belleza. Al propio tiempo, me hizo el regalo de un pa­lacio completamente amueblado, con sus esclavos de ambos sexos y un tren de casa verdaderamente regio.

Desde entonces viví en medio de una tranquilidad perfecta y llegué al límite del desahogo y el bienestar. Y de antemano me regocijaba, la idea de poder un día escaparme de aquella ciudad y volver a Bagdad con mi esposa, porque la amaba mu­cho, y ella también me amaba, y nos llevábamos muy bien. Pero cuan­do el Destino dispone algo, ningún poder humano logra torcer su curso. ¿Y qué criatura puede conocer el porvenir? Aun había yo de comprobar una vez más ¡ay! que todos nuestros proyectos son juegos infan­tiles ante los designios del Destino.

Un día, por orden de Alah, murió la esposa de mi vecino. Como el tal vecino era amigo mío, fui a verle y traté de consolarle, diciéndole: “¡No te aflijas más de lo permitido, ¡oh vecino mío! ¡Pronto te indemni­zará Alah, dándote una esposa mas bendita todavía! ¡Prolongue Alah tus días!” Pero mi vecino, asombrado de mis palabras, levantó la cabeza y me dijo: ¿Cómo puedes desearme larga vida cuando bien sabes que sólo tengo ya una, hora de vivir7' Entonces me asombré a mi vez y le dije: “¿Por qué hablas así, vecino mío, y a qué vienen semejantes pre­sentimientos? ¡Gracias a Alah, eres robusto y nada te amenaza! ¿Preten­des, pues, matarte por tu propia mano?” Contestó: “¡Ah! Bien veo ahora tu ignorancia acerca de los usos de nuestro país. Sabe, pues, que la costumbre quiere que todo marido vivo sea enterrado vivo con su mu­jer cuando ella muere, y que toda mujer viva sea enterrada viva con su marido cuando muere él. ¡Es cosa inviolable! ¡Y en seguida debo ser enterrado vivo ya con mi mujer muerta! ¡Aquí ha de cumplir tal ley, establecida por los antepasados, todo el mundo, incluso el rey!”

Al escuchar aquellas palabras, ex­clamé: “¡Por Alah, qué costumbre tan detestable! ¡Jamás podré confor­marme con ella!”

Mientras hablábamos en estos tér­minos, entraron los parientes y ami­gos de mi vecino y se dedicaron, en efecto, a consolarle por su propia muerte y la de su mujer. Tras de lo cual, se procedió a los funerales. Pusieron en un ataúd descubierto el cuerpo de la mujer, después de re­vestirla con los trajes más hermosos y adornarla, con las más precio­sas joyas. Luego se formó el acom­pañamiento; el marido iba a la ca­beza detrás del ataúd, y todo el mundo, incluso yo, se dirigió al sitio del entierro.

Salimos de la ciudad, llegando a una montaña que daba sobre el mar. En cierto paraje vi una especie de pozo inmenso, cuya tapa de piedra levantaron en seguida. Bajaron por allá el ataúd donde yacía la mujer muerta adornada con sus alhajas; luego se apoderaron de mi vecino, que no opuso ninguna resistencia; por medio de una cuerda le bajaron hasta el fondo del pozo, proveyéndo­le de un cántaro con agua y siete panes. Hecho lo cual, taparon el brocal del pozo con las piedras gran­des que lo cubrían, y nos volvimos por donde habíamos ido.

Asistí a todo esto en un estado de alarma inconcebible, pensando: “¡La cosa es aún peor que todas cuantas he visto!” Y no bien regresé al pala­cio, corrí en busca del rey y le di­je: “¡Oh señor mío! ¡muchos países recorrí hasta hoy; pero en ninguna parte vi una costumbre tan barbara como esa de enterrar al marido vivo con su mujer muerta! Por tanto, desearía saber, ¡oh rey del tiempo! si el extranjero ha de cumplir tam­bien esta ley al morir su esposa,” El rey contestó: “¡Sin duda que se le enterrará con ella!”

Cuando hube oído aquellas pala­bras, sentí que en el hígado me es­tallaba la vejiga de la hiel a causa de la pena, salí de allí loco de terror y marché a mi casa, temiendo ya que hubiese muerto mi esposa du­rante mi ausencia y que se me obli­gase a sufrir el horroroso suplicio que acababa de presenciar. En vano intenté consolarme diciendo: ¡Tran­quilízate, Sindbad! -¡Seguramente mo­rirás tú primero! ¡Por consiguiente, no tendrás que ser enterrado vivo!” Tal consuelo de nada había de ser­virine, porque poco tiempo después mi mujer cayó enferma, guardó ca­ma algunos días y murió, a pesar de todos los cuidados con que no cesé de rodearla día y noche.

Entonces mi dolor no tuvo lími­tes porque si realmente resultaba deplorable el hecho, de ser devo­rado por los comedores de carne humana, no lo resultaba menos el de ser enterrado vivo. Cuando vi que el rey iba personalmente a mi casa para darme el pésame por mi entierro, no dudé ya de mi suerte. El soberano quiso hacerme el honor de asistir, acompañado por todos los personajes de la corte, a mi entierro, yendo al lado mío a la cabeza del acompañamiento, detrás del ataúd, en que yacía muerta mi esposa, cu­bierta con sus joyas y adornada con todos sus atavios.

Cuando estuvirnos al pie de la montaña que daba sobre el mar, se abrió el pozo en cuestión, haciendo bajar al fondo del agujero el cuerpo de mi esposa; tras de lo cual, todos los concurrentes se acercaron a mí y me dieron el pésame, despidiéndo­se. Entonces yo quise intentar que el rey y los concurrentes me dispensa­ran de aquella prueba, y exclamé llo­rando: “¡Soy extranjero y no pare­ce justo que me someta a vuestra ley. ¡Además, en mi país tengo una esposa que vive e hijos que necesitan de mí!”

Pero en vano hube de gritar y sollozar, porque cogiéronme sin es­cucharme, me echaron cuerdas por debajo de los brazos, sujetaron a mi cuerpo un cántaro de agua y siete panes, como era costumbre, y me descolgaron hasta el fondo del pozo. Cuando llegué abajo me dijeron: “¡Desátate para que nos llevemos las cuerdas!” Pero no quise desligar­me y continué con ellas, por si se de­cidían a subirme de nuevo. Enton­ces abandonaron las cuerdas, que cayeron sobre mí, taparon otra vez con las grandes piedras el brocal del pozo y se fueron por su camino sin escuchar mis gritos, que movían a piedad.

A poco me obligó a taparme las narices la hediondez de aquel lugar subterráneo. Pero no me impidió inspeccionar, merced a la escasa luz que descendía de lo alto, aquella gruta mortuoria llena de cadáveres antiguos y recientes. Era muy espa­ciosa, y se dilataba hasta una distan­cia que mis ojos no podían sondear. Entonces me tiré al suelo llorando, y exclamé: “¡Bien merecida tienes tu suerte, Sindbad de alma insacia­ble! Y luego, ¿qué necesidad tenías de casarte en esta ciudad? ¡Ah! ¿Por qué no pereciste en el valle de los diamantes, o por qué no te devora­ron los comedores de hombres? ¡Era preferible que te hubiese tragado el mar en uno de tus naufrugios y no tendrías que sucumbir ahora a tan espantosa muerte!” Y al punto co­mencé a golpearme con fuerza en la cabeza en el estómago y en todo mi cuerpo. Sin embargo, acosado por el hambre y la sed, no me decidí a dejarme morir de inanición, y desaté de la cuerda los panes y el cántaro de agua, y comí y bebí, aunque con prudencia, en previsión de los si­guientes días.

De este modo viví durante algunos días, habituándome paulatinamente al olor insoportable de aquella gruta, y para dormir me acostaba en un lugar que tuve buen cuidado de lim­piar de los huesos que en él apare­cían. Pero no podía retrasar mas el momento en que se me acabaran el pan y el agua. Y llegó ese momento. Entonces, poseído por la más abso­luta desesperación, hice mi acto de fe, y ya iba a cerrar los ojos para aguardar la muerte, cuando vi abrir­se por encima de mi cabeza el agu­jero del pozo -y descender en un ataúd a un hombre muerto, y tras él su esposa con los siete panes y el cántaro de agua.

Entonces esperé a que los hom­bres de arriba tapasen de nuevo el bocal, y sin hacer el menor ruido, muy sigilosamente, cogí un gran hue­so de muerto y me arrojé de un salto sobre la mujer, rematándola de un golpe en la cabeza; y para cer­ciorarme de su muerte, todavía la propiné un segundo y un tercer gol­pe con toda mi fuerza. Me apoderé entonces de los siete panes y del agua, con lo que tuve provisiones para algunos días.

Al cabo de ese tiempo, abrióse de nuevo el orificio, y esta vez descen­dieron una mujer muerta y un hombre. Con objeto de seguir viviendo -¡porque el alma es preciosa!- no dejó de rematar al hombre, robándo­le sus panes y su agua. Y así con­tinué viviendo durante algún tiempo matando en cada oportunidad a la persona a quien se enterraba viva y robándola sus provisiones.

Un día entre los días, dormía yo en mi sitio de costumbre, cuando me desperté sobresaltado al oír un ruido insólito. Era cual un resuello huma­no y un rumor de pasos. Me levan­té y cogí el hueso que me servía pa­ra rematar a los individuos enterra­dos vivos, dirigiéndome al lado de donde parecía venir el ruido. Des­pués de dar unos pasos, creí entre­ver algo que huía resollando con fuerza. Entonces, siempre armado con mi hueso, perseguí mucho tiern­po a aquella especie de sombra fu­gitiva, y continué corriendo en la obscuridad tras ella, y tropezando a cada paso con los huesos de los muertos; pero de pronto crei ver en el fondo de la gruta como una estre­lla luminosa que tan pronto brillaba como se extinguía. Proseguí avan­zando en la misma dirección, y con­forme avanzaba veía aumentar y en­sancharse la luz. Sin embargo, no me atreví a creer que fuese aquello una salida por donde pudiese esca­parme, y me dije: “¡Indudablemente debe ser un segundo agujero de este pozo por el que bajan ahora, algún cadáver!” Así, que cuál no sería mi emoción al ver que la sombra fu­gitiva, que no era otra cosa que un animal, saltaba con ímpetu por aquel agujero. Entonces comprendí que se trataba de una brecha abierta por las fieras para ir a comerse en la gruta los cadáveres. Y salté detrás del animal y me hallé al aire libre bajo el cielo.

Al darme cuenta de la realidad, caí de rodillas, y con todo mi cora­zón di gracias al Altísimo, por haber­me libertado, y calmé y tranquilicé mi alma.

Miré entonces al cielo, y vi que me encontraba al pie de una monta­ña junto al mar; y observé que la tal montaña no debía comunicarse de ninguna manera con la ciudad por lo escarpada e impracticable que era. Efectivamente, intenté ascender por ella, pero en vano. Entoneces, para no morirme de hambre, entré en la gruta por la brecha en cuestión y cogí pan y agua; y volví a alimen­tarme, bajo el cielo, verificándolo con bastante mejor apetito que mientras duró mi estancia entre los muertos.

Todos los días continué yendo a la gruta para quitarles los panes y el agua, matando a los que se enterra­ba vivos. Luego tuve la idea de reco­ger todas las joyas de los muertos, diamantes brazaletes, collares, per­las, metales cincelados, telas preciosas y cuantos objetos de oro y plata había por allá. Y poco a po­co iba transportando mi botín a la orilla del mar, esperando que llegara día en que pudiese salvarme con ta­les riquezas. Y para, que todo estu­viese preparado, hice fardos bien en­vueltos en los trajes de los hombres y mujeres de la gruta.

Estaba yo sentado un día a la ori­lla del mar pensando en mis aventu­ras y en mi actual estado, cuando vi que pasaba un navío por cerca de la montaña. Me levanté en seguida, desarrollé la tela de mi turbante y me puse a agitarla con bruscos ade­manes y dando muchos gritos mien­tras corría por la costa. Gracias a Alah, la gente del navío advirtió mis señales, y destacaron una barca para que fuese a recogerme y transpor­tarme a bordo. Me llevaron con ellos y también se encargaron muy gus­tosos de mis fardos.

Cuando estuvimos a bordo, el ca­pitán se acercó a mí y me dijo: “¿Quién eres y cómo te encontrabas en esa montaña donde nunca vi más que animales salvajes y aves de ra­piña, pero no un ser humano, desde que navego por estos parajes?” Con­teste: ¡Oh señor mio, soy un pobre mercader extranjero en estas comar­cas! Embarqué en un navío enorme que naufragó junto a esta costa; y gracias a mi valor y a mi resistencia, yo sólo entre mis compañeros pude salvarme de perecer ahogado y salvé conmigo mis fardos de mercancías, poniéndolos en una tabla grande que me proporcioné cuando el navío vio­se a merced de las olas. El Destino y mi suerte me arrojaron a esa orilla, y Alah ha querido que no muera yo de hambre y de sed.” Y esto fue lo que dije al capitán, guardándome mucho de decirle la verdad sobre mi matrimonio y mi enterramiento, no fuera que a bordo hubiese alguien de la ciudad donde reinaba la espan­tosa costumbre de que estuve a pun­to de ser víctima.

Al acabar mi discurso al capitán, saqué de uno de mis paquetes un hermoso objeto de precio y se lo ofrecí como presente para que me tuviese consideración durante el via­je. Pero con gran sorpresa por mi parte, dio prueba de un raro des­interés sin querer aceptar mi obse­quio, y me dijo con acento benévolo: “No acostumbro a hacerme pagar las buenas acciones. No eres el pri­mero a quien hemos recogido en el mar. A otros náufragos socorrimos, transportándolos a su país, ¡por Alah! y no sólo nos negamos a que nos pagaran, sino que como care­cían de todo, les dimos de comer y de beber y les vestimos, y siempre ¡por Alah! hubimos de proporcionar­les lo preciso para subvenir a sus gastos de viaje. ¡Porque el hombre se debe a sus semejantes, por Alah!”

Al escuchar tales palabras, di gra­cias al capitán e hice votos en su favor, deseándole larga vida, en tan­to que él ordenaba desplegar las ve­las y ponía en marcha al navio. Durante días y días navegamos en excelentes condiciones, de isla en is­la y de mar en mar, mientras yo me pasaba las horas muertas deliciosa­mente tendido, pensando en mis ex­trañas aventuras y preguntándome si en realidad había yo experimen­tado todos aquellos sinsabores o si no eran un sueño. Y al recordar al­gunas veces mi estancia en la gruta subterránea con mi esposa muerta, creía volverme loco de espanto.

Pero al fin, por obra y gracia de Alah, llegamos con buena salud a Bassra, donde no nos detuvimos más que algunos días, entrando luego en Bagdad.­

Entonces, cargado con riquezas infinitas, tomé el camino de mi calle y de mi casa, adonde entré y encon­tré a mis parientes y a mis amigos; festejaron mi regreso y se regocijaron en extremo, felicitándome por mi salvación. Yo entonces guardé con cuidado en los armarios mis tesoros, sin olvidarme de distribuir muchas limosnas a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, así como valiosas dádivas entre mis amigos y conoci­mientos. Y desde entonces no cesé de entregarme a todas las diversio­nes y a todos los placeres en com­pañía de personas agradables.

¡Pero cuanto os conté hasta aquí no es nada, verdaderamente, en com­paración de lo que me reservo para contároslo mañana, si Alah quiere!”

¡Así hablo aquel día Sindbad! Y no dejó de mandar que dieran cien monedas de oro al cargador invitán­dole a cenar con él, en compañía asimismo de los notables que se ha­llaban presentes Y todo el mundo maravillóse de aquello.

En cuanto a Sindbad el Carga­dor...

 

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.


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12/26 10:15