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西语阅读:《一千零一夜》连载二十八 c
日期:2011-10-12 08:27  点击:481

西语阅读:《一千零一夜》连载二十八 c

LA SEXTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD

EL MARINO, QUE TRATA DEL SEXTO VIAJE

 

 

No dejamos de navegar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, vendiendo, comprando y alegrando la vista con el espectáculo de los países de los hombres, viéndonos fa­vorecidos constantemente Por una fe­liz navegación, que aprovechábamos para gozar de la vida. Pero un día entre los días, cuando nos creíamos en completa seguridad, oímos gritos de desesperación. Era nuestro capi­tán, quien los lanzaba. Al mismo tiempo le vimos tirar al suelo el tur­bante, golpearse el rostro, mesarse las barbas y dejarse caer en mitad del buque, presa de un pesar incon­cebible.

Entonces todos los mercaderes y pasajeros le rodeamos, y le pregun­tamos: “¡Oh capitán! ¿qué sucede?” El capitán respondió: “Sabed, buena gente aquí reunida, que nos hemos extraviado con nuestro navío, y he­mos salido del mar en que estábamos para entrar en otro mar cuya derrota no conocemos. Y si Alah no nos depara algo que nos salve de este mar, quedaremos aniquilados cuan­tos estamos aquí. ¡Por lo tanto, hay quee suplicar a Alah el Altísimo que nos saque de este trance!”

Dicho esto, el Capitán se levantó y subió al palo mayor, y quiso arre­glar las velas; pero de pronto sopló con violencia el viento y echó al na­vio hacia atrás tan bruscamente, que se rompió el timón cuando estába­mos cerca de una alta montaña. En­tonces el capitán bajó del palo, y exclamó: “¡No hay fuerza ni recur­so más que en Alah el Altísimo y Todopoderoso! ¡Nadie puede dete­ner al Destino! ¡Por Alah! ¡Hemos caído en una perdición espantosa, sin ninguna probabilidad de salvar­nos!”

Al oír tales palabras, todos los pasajeros se echaron llorar por pro­pio impulso, y despidiéndose unos de otros, antes de que se acabase su existencia y se perdiera toda esperan­za. Y de pronto el navío se inclinó hacia la montaña, y se estrelló y se dispersó en tablas por todas partes. Y cuantos estaban dentro se sumer­gieron. Y los mercaderes cayeron al mar. Y unos se ahogaron y otros se agarraron a la montaña consabida y pudieron salvarse. Yo fui uno de los que pudieron agarrarse a la montaña.

Estaba tal montaña situada en una isla muy grande, cuyas costas apare­cían cubiertas por restos de buques naufragados y de toda clase de re­siduos. En el sitio en que tomamos tierra, vimos a nuestro alrededor una cantidad prodigiosa de fardos, y mer­cancías, y objetos valiosos de todas clases, arrojados por el mar.

Y yo empece a andar, por en me­dio: de aquellas cosas dispersas, y a los pocos pasos llegué a un riachuelo de agua dulce que, al revés de todos los demás ríos que van a desaguar en el mar, salía de la montaña y se alejaba del mar, para internarse más adelante en una gruta situada al pie de aquella montaña y desaparecer por ella.

Pero había más. Observé que las orillas de aquel río estaban sembra­das de piedras, de rubíes, de gemas de todos los colores, de pedrería de todas formas y de metales preciosos. Y todas aquellas piedras abundaban tanto como los guijarros en el cauce de un río. Así es que todo aquel terreno brillaba y cente­lleaba con mil reflejos y luces, de manera que los ojos no podían so­portar su resplandor.

Noté también que aquella isla con­tenía la mejor calidad de madera de áloe chino Y de áloe comarí.

También había en aquella isla una fuente de ámbar bruto líquido, del color del betún, que manaba como cera derretida por el suelo bajo la acción del sol y salían del mar gran­des peces para devorarlo. Y se lo ca­lentaban dentro y lo vomitaban al poco tiempo en la superficie del agua y entonces se endurecía y cambiaba de naturaleza y color. Y las olas lo llevaban a la orilla, embalsamándo­la. En cuanto al ámbar que no tra­gaban los peces, se derretía bajo la acción de los rayos del sol, y espar­cía por toda la isla un olor semejante al del almizcle.

He de deciros asimismo que todas aquellas riquezas no le servian a na­die, puesto que nadie pudo llegar a aquella isla y salir de ella vivo ni muerto. En efecto todo navio que se acercaba a sus costas estrellábase contra la montaña; y nadie podía subir a la montaña porque era in­accesible.

De modo que los pasajeros que lograron salvarse del naufragio de nuestra nave, y yo entre ellos, queda­mos muy perplejos, y estuvimos en la orilla, asombrados con todas las riquezas que teníamos a la vista, y con la mísera suerte que nos aguar­daba en medio de tanta suntuosidad.

Así estuvimos durante bastante ra­to en la orilla, sin saber qué hacer y después, como habíamos encontra­do algunas provisiones, nos las re­partimos con toda equidad. Y mis compañeros, que no estaban acos­tumbrados a las aventuras, se co­mieron su parte de una vez o en dos; y no tardaron al cabo de cierto tiem­po, variable según la resistencia de cada cual, en sucumbir uno tras otro por falta de alimento. Pero yo supe economizar con prudencia mis ví­veres y no comi mas que una vez al día, aparte de que había encon­trado otras provisiones de las cuales no dije palabra a mis compañeros.

Los primeros que murieron fueron enterrados por los demás después de lavarles y meterles en sudarios con­feccionados con las telas recogidas en la orilla. Con las privaciones vino a complicarse una epidemia de dolo­res de vientre, originada por el cli­ma húmedo del mar. Así es que mis compañeros no tardaron en morir hasta el último, y yo abrí con mis manos la huesa del postrer cama­rada.

En aquel momento, ya me queda­ban muy pocas provisiones, a pesar de mi economia y prudencia, y co­mo vela acercarse el momento de la muerte, empecé a llorar por mí, pen­sando: ¿Por qué no sucumbí antes que mis compañeros, que me hubie­ran rendido el último tributo, laván­dome y sepultándome? ¡No hay re­curso ni fuerza más que en Alah el Omnipotente!” Y en seguida em­pecé a morderme las manos con des­esperación.

 

 

En este momento de su narracion, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

“Sabed, ¡oh todos vosotros mis amigos, mis compañeros y mis que­ridos huéspedes! que al regreso de mi quinto viaje, estaba yo un día sentado delante de mi puerta toman­do el fresco y he aquí que llegué al límite del asombro cuando vi pasar por la calle unos mercaderes que al parecer volvían de viaje. Al verlos recordé con satisfacción los días de mis retornos, la alegría que experi­mentaba al encontrar a mis parientes, amigos y antiguos compañeros, y la alegría mayor aún, de volver a ver mi país natal; y este recuerdo incitó a mi alma al viaje y al comercio. Resolví, pues, viajar; compré ricas y valiosas mercaderías a propósito para el comercio por mar, mandé cargar los fardos y partí de la ciudad de Bagdad con dirección a la de Bassra. Allí encontré una gran nave llena de mercaderes y de notables, que llevaban consigo mercancías suntuosas. Hice embarcar mis, far­dos con los suyos a bordo de aquel navío,y abandonamos en paz la ciu­dad de Bassra.


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