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西语阅读:《一千零一夜》连载二十八 d
日期:2011-10-12 08:30  点击:355

西语阅读:《一千零一夜》连载二十八 d

PERO CUANDO LLEGÓ LA 310 NOCHE

 

Ella dijo:

 

... empecé a morderme las manos con desesperación.

Me decidí entonces a levantarme, y empecé a abrir una fosa profunda, diciendo para mí: “Cuando sienta llegar mi último momento, me arrastraré hasta allí y me meteré en la fosa, donde moriré. ¡El viento se en­cargará de acumular poco a poco la arena encima de mi cabeza, y lle­nará el hoyo!” Y mientras verifica­ba aquel trabajo, me echaba en cara mi falta de inteligencia y mi salida de mi país después de todo lo que me había ocurrido en nus diferentes viajes, y de lo que había experimen­tado la primera, y la segunda, y la tercera, y la cuarta, y la quinta vez, siendo cada prueba peor que la ante­rior. Y decía para mí: “¡Cuántas veces te arrepentiste para volver a empezar! ¿Qué necesidad tenías de viajar nuevamente? ¿No poseías en Bagdad riquezas bastantes para gas­tar sin cuento y sin temor a que se te acabaran nunca los fondos sufi­cientes para dos existencias como la tuya?”

A estos pensamientos sucedió pronto otra reflexión sugerida por la vista del río. En efecto, pensé: ¡Por Alah! Ese río indudablemente ha de tener un principio y un fin. Desde aquí veo el principio, pero el fin es invisible. No obstante, ese río que se interna así por debajo de la monta­ña, sin remedio ha de salir al otro lado por algún sitio. De modo que la única idea práctica para escaparme de aquí, es construir una embarca­ción cualquiera, meterme en ella y dejarme llevar por la corriente del agua que entra en la gruta. Si es mi destino, ya encontraré de ese modo el medió de salvarme; ¡si no, moriré ahí dentro y será menos espantoso que perecer de hambre, en esta playa!

Me levanté, pues, algo animado por esta idea, y en seguida me puse a ejecutar mi proyecto. Junté gran­des haces de madera de áloes co­marí y chino; los até sólidamente con cuerdas; coloqué encima grandes ta­blones recogidos de la orilla y pro­cedentes de los barcos náufragos, y con todo confeccioné una balsa tan ancha como el río, o mejor dicho, algo menos ancha, pero poco. Ter­minado este trabajo, cargué la balsa con algunos sacos grandes llenos de rubies, perlas y toda clase de pedre­rías, escogiendo las más gordas, que eran como guijarros, y cogí también algunos fardos de ámbar gris, que elegí muy bueno y libre de impure­zas; y no deje tampoco de llevarme las provisiones que me quedaban. Lo puse todo bien acondicionado sobre la balsa, que cuidé de proveer de dos tablas a guisa de remos, y acabé por embarcarme en ella, confiando en la voluntad de Alah y recordando estos versos del poeta:

 

¡Amigo, apártate de los lugares en que reina la opresión, y deja que re­suene la morada con los gritos de duelo de quienes la construyeron.

¡Encontrarás tierra distinta de tu tierra; pero tu alma es una sola y no encontrarás otra!

¡Y no te aflijas ante los accidentes de las noches, pues por muy grandes que sean las desgracias, siempre tienen un término!

¡Y sabe que aquel cuya muerte fue decretada de antemano en una tierra, no podrá morir en otra!

¡Y en tu desgracia no envíes mensa­jes a ningún consejero; ningún, conse­jero mejor que el alma propia!

 

La balsa fue, pues, arrastrada por la corriente bajo la bóveda de la gruta, donde empezó a rozar con as­pereza contra las paredes, y también mi cabeza recibió varios choques mientras que yo, espantado por la obscuridad completa en que me vi de pronto, quería ya volver a la pla­ya. Pero no podía retroceder; la fuerte corriente me arrastraba cada vez más adentro, y el cauce del río tan pronto se estrechaba como se ensanchaba, en tanto que iban ha­ciéndose más densas las tinieblas a mi alrededor, cansándome muchísi­mo. Entonces, soltando los remos que por cierto no me servían para gran cosa, me tumbó boca abajo en la balsa con objeto de no romperme el cráneo contra la bóveda, y no se cómo fui insensibilizándome en un profundo sueño.

Debió éste durar un año o más, a juzgar por la pena que lo originó. El caso es que al despertarme me encontré en plena claridad. Abrí más los ojos y me encontró tendido en la hierba de una vasta campiña, y mi balsa estaba amarrada junto a un río; y alrededor de mí había indios y abisinios.

Cuando me vieron ya, despierto aquellos hombres, se pusieron a ha­blarme, pero no entendí nada de su idioma y no les pude contestar. Em­pezaba a creer que era un sueño to­do aquello, cuando advertí que hacia mí avanzaba un hombre que me dijo en árabe: “¡La paz contigo, ¡oh her­mano nuestro! ¿Quién eres, de dón­de vienes y qué motivo te trajo a este país? Nosotros somos labradores que venimos aquí a regar nuestros campos y plantaciones. Vimos la bal­sa en que te dormiste y la hemos sujetado y amarrado a lo orilla. Des­pués nos aguardamos a que desper­taras tú solo, para no asustarte. ¡Cuéntanos ahora qué aventura te condujo a este lugar!” Pero yo con­testé: “¡Por Alah sobre ti, ¡oh se­ñor! dame primeramente de comer, porque tengo hambre, y pregúntame luego cuanto gustes!”

Al oír estas palabras, el hombre se apresuró a traerme alimento y co­mí hasta que me encontré harto, y tranquilo, y reanimado. Entonces comprendí que recobraba el alma, y di gracias a Alah por lo ocurrido, y me felicité de haberme librado de aquel río subterráneo. Tras de lo cual conte a quienes me rodeaban todo lo que me aconteció, desde el principio hasta el fin.

Cuando hubieron oído mi relato, quedaron maravillosamente asambra­dos, y conversaron entre sí, y el que hablaba árabe me explicaba lo que se decían como, también les había hecho comprender mis palabras. Tan admirados estaban, que querían lle­varme junto a su rey para que oyera mis aventuras. Yo consentí inmedia­tamente, y me llevaron. Y no dejaron tampoco de transportar la balsa como estaba, con sus fardos de ám­bar y sus sacos llenos de pedrería.

El rey, al cual le contaron quién era yo, me recibió con mucha cor­dialidad, y después de recíprocas za­lemas me pidió que yo mismo le con­tase mis aventuras. Al punto obe­decí, y le narré cuanto me había ocurrido, sin omitir nada. Pero no es necesario repetirlo.

Oído mi relato, el rey de aquella isla, que era la de Serendib, llegó al límite del asombro y me felicitó mu­cho por haber salvado la vida a pe­sar de tanto peligro corrido. En se­guida quise demostrarle que los via­jes me sirvieron de algo, y me apre­suré a abrir en su presencia mis sa­cos y mis fardos.

Entonces el rey, que era muy in­teligente en pedrería, admiró mucho mi colección, y yo, por deferencia a él, escogí un ejemplar muy her­moso de cada especie de piedra, co­mo asi mismo perlas grandes y pe­dazos enteros de oro y plata, y se los ofrecí de regalo. Avínose a acep­tarlos, y en cambio me colmó de con­sideraciones y honores, y me rogó que habitara en su propio palacio. Así lo hice, y desde aquel día llegué a ser amigo del rey y uno de los per­sonajes principales de la isla. Y todos me hacían preguntas acerca de mi país, y yo les contestaba, y les inte­rrogaba acerca del suyo, y me res­pondían. Así supe que la isla de Serendib tenía ochenta parasanges de longitud y ochenta de anchura; que poseía una montaña que era la más alta del mundo, en cuya cima había vivido nuestro padre Adán cierto tiempo; que encerraba muchas per­las y piedras preciosas, menos bellas, en realidad, que las de mis fardos, y muchos cocoteros.

Un día el rey de Serendib me in­terrogó acerca de los asuntos públi­cos de Bagdad, y del modo que tenía de gobernar el califa Harún Al-Ra­chid. Y yo le conté cuán equitativo y magnánimo era el califa y le hablé extensamente de sus méritos y bue­nas cualidades. Y el rey de Screndib se maravilló y me dijo: “¡Por Alah!' ¡Veo que el califa conoce verdaderamente la cordura y el arte de go­bernar su imperio, y acabas de hacer que le tomo gran afecto! ¡De modo que desearía prepararle algún regalo digno de él, y enviárselo contigo!” Yo contestó en seguida: “¡Escucho y obedezco, ¡oh mi señor! ¡Ten la seguridad de que entregaré fielmente tu regalo al califa, que llegará al límite del encanto! ¡Y al mismo tiem­po le diré cuán excelente amigo su­yo eres, y que puede contar con tu alianza!”

Oídas estas palabras, el rey de Se­rendib dio algunas órdenes a sus chambelanes, que se apresuraron a obedecer. Y he aquí en qué consistía el regalo que me dieron para el ca­lifa Harún Al-Rachid. Primeramente había una gran vasija tallada en un solo rubí de color admirable, que tenía medio pie de altura y un dedo de espesor. Esta vasija, en forma de copa, estaba completamente llena de perlas redondas y blancas, como una avellana cada una. Además, había un alfombra hecha con una enorme piel de serpiente, con escamas gran­des como un dínar de oro, que tenía la virtud de curar todas las enfer­medades a quienes se acostaban en ella. En tercer lugar había doscientos granos de alcanfor exquisito, cada cual del tamaño de un alfónsigo. En cuarto lugar había dos colmillos de elefante, de doce codos de largo cada uno, y dos de ancho en la base. Y por último había una hermosa joven de Serendib, cubierta de pedrerías.

Al mismo tiempo el rey me entre­gó una carta para el Emir de los Creyentes, diciéndome: “Discúlpame con el califa de lo poco que vale mi regalo. ¡Y has de decirle lo mucho que le quiero! Y yo contesté. “¡Es­cucho y obedezcol” Y le besé la ma­no. Entonces, me dijo: “De todos modos, Sindbad, si prefieres quedarte en mi reino, te tendré sobre mi ca­beza y mis ojos; y en ese caso en-viaré a otro en tu lugar junto al califa de Bagdad”. Entonces excla­mé: “¡Por Alah! Tu esplendidez es gran esplendidez, y me has colmado de beneficios. ¡Pero precisamente hay un barco que va a salir para Bassra y mucho desearía embarcar­me en él para volver a ver a mis pa­rientes, a mis hijos y mi tierra!”

Oído esto, el rey no quiso insistir en que me quedase, y mandó llamar inmediatamente al capitán del barco, así como a los mercaderes que iban a ir conmigo, y me recomendó mu­cho a ellos, encargándoles que me guardaran toda clase de considera­ciones. Pagó el precio de mi pasaje y me regaló muchas preciosidades que conservo todavía, pues no pude decidirme a vender lo que me recuer­da al excelente rey de Serendib.

Después de despedirme del rey y de todos los amigos que me hice durante mi estancia en aquella isla tan encantadora, me embarqué en la nave, que en seguida se dio a la vela. Partimos con viento favorable y navegamos de isla en isla y de mar en mar, hasta que, gracias a Alah, llegamos con toda seguridad a Bassra, desde donde me dirigí a Bagdad con mis riquezas y el pre­sente destinado al califa.

De modo que lo primero que hice fue encaminarme al palacio del Emir de los Creyentes; me introdujeron en el salón de recepciones, y besé la tierra entre las manos del califa, en­tregándole la carta y los presentes, y contándole mi aventura con todos sus detalles.

Cuando el califa acabó de leer la carta del rey de Serendib y examinó los presentes, me preguntó si aquel rey era tan rico y poderoso como lo indicaban su carta y sus regalos. Yo contesté: “¡Oh Emir de los Creyen­tes! Puedo asegurar que el rey de Serendib no exagera. Además, a su poderío y su riqueza añade un gran sentimiento de justicia, y gobierna sabiamente a su pueblo. Es el único kadí de su reino, cuyos habitantes son, por cierto, tan pacíficos, que nunca suelen tener litigios. ¡Verda­deraniente, el rey es digno de tu amistad, ¡oh Emir de los Creyentes!”

El califa quedó satisfecho de mis palabras, y me dijo: “La carta que acabo de leer y tu discurso me de­muestraa que el rey de Serendib es un hombre excelente que no ignora los preceptos de la sabiduría y sabe vivir. ¡Dichoso el pueblo gobernado por él!” Después el califa me regaló un ropón de honor y ricos presentes, y me colmó de premincias y pre­rrogativas, y quiso que escribieran mi historia los escribas más hábiles para conservarla en los archivos del reino.

Y me retiró entonces, y corrí a mi calle y a mi casa, y vivi en el se­no de las riquezas y los honores, en­tre mis parientes y amigos, olvidan­do las pasadas tribulaciones y sin pensar mas que en extraer de la existencia cuantos bienes pudiera proporcionarme.

Y tal es mi historia durante el sexto viaje. Pero mañana, ¡oh hués­pedes míos! Os contaré la historia de mi séptimo viaje, que es más maya­villoso, y más admirable, Y más abundante en prodigios que los otros seis juntos.”


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