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西语阅读:《一千零一夜》连载二十九 d
日期:2011-10-12 08:40  点击:210

西语阅读:《一千零一夜》连载二十九 d

PERO CUANDO LLEGÓ LA 314 NOCHE

 

Ella dijo:

 

... al kadi y a los testigos, que no tardaron en llegar. Y el anciano me casó con su hija, y nos dio un festín enorme, y celebró una boda esplén­dida. Después me llamó y me llevó junto a su hija, a la cual aun no ha­bía yo visto. Y la encontró perfecta en hermosura y gentileza, en esbeltez de cintura y en proporciones. Además, la vi adornada con suntuosas alhajas, sedas y brocados, joyas y pedrerías, y lo que llevaba encima valía millares y millares de monedas de oro, cuyo importe exacto nadie había podido calcular.

Y cuando la tuve cerca, me gustó. Y nos enarnorarnos uno de otro. Y vivimos mucho tiempo juntos, en el colmo de las caricias y la felicidad.

El anciano padre de mi esposa fa­lleció al poco tiempo en la paz y misericordia del Altísimo. Le hicimos unos grandes funerales y lo enterra­mos. Y yo tomé posesión de todos sus bienes, y sus esclavos y servi­dores fueron mis esclavos y servido­res, bajo mi única autoridad. Ade­más, los mercaderes de la ciudad me nombraron su jefe en lugar del di­funto, y pude estudiar las costum­bres de los habitantes de aquella po­blación y su manera de vivir.

En efecto, un día noté con estu­pefacción que la gente de aquella ciudad experimentaba un cambio anuál en primavera; de un día a otro mudaban de forma y aspecto: les brotaban alas de los hombros, y se convertían en volátiles. Podían volar entonces hasta lo más alto de la bo­veda aérea, y se aprovechaban de su nuevo estado para volar todos fuera de la ciudad, dejando en ésta a los niños y mujeres, a quienes nun­ca brotaban alas.

Este descubrimiento me asombró al principio; pero acabé por acostum­brarme a tales cambios periódicos. Sin embargo, llegó un día en que empecé, a avergonzarme de ser el único hombre sin alas, viéndome obligado a guardar yo solo la ciudad con las mujeres y los niños. Y por mucho que pregunté a los habitantes sobre el medio de que habría de valerme para que me saliesen alas en los hombros, nadie pudo ni quiso contestarme. Y me mortificó bastan­te no ser más que Sindbad el Marino y no poder añadir a mi sobrenombre la condición de aéreo.

Un día, desesperado de conseguir nunca que me revelaran el secreto del crecimiento de las alas, me dirigí a uno, a quien había hecho muchos favores, y cogiéndole del brazo, le dije: “¡Por Alah sobre ti! Hazme el favor, por los que te he hecho yo a ti, de dejarme que me cuelgue de tu persona, y vuele contigo a través del aire. ¡Es un viaje que me tienta mucho, y quiero añadir a los que realicé por mar!” Al principio no quiso prestarme atención; pero a fuerza de súplicas acabé por moverle a accediera. Tanto me encantó aquello, que ni siquiera me cuidé de avisar a mi mujer ni a mi servidumbre, me colgué de él abrazándole por la cintura, y me llevó por el aire, volando con la alas muy desple­gadas.

Nuestra carrera por el aire empezó ascendiendo en línea recta durante un tiempo considerable. Y acabamos por llegar tan arriba en la bóveda celeste, que pude oír distintamente cantar a los ángeles y sus melodías debajo de la cúpula del cielo.

Al oír cantos tan maravillosos, lle­gué al límite de la emoción religiosa, y exclamé “¡Loor a Alah en lo pro­fundo del cielo! ¡Bendito y glorifi­cado sea por todas las criaturas!”

Apenas formulé estas palabras, cuando mi portador lanzó un jura­mento tremendo, y bruscamente, en­tre el estrépito de un trueno pre­cedido de terrible relámpago, bajó con tal rapídez que me faltaba el aire, y por poco me desmayo, sol­tándome de él con peligro de caer al abismo insondable. Y en un ins­tante llegamos a la cima de una montaña, en la cual me abandonó mi Portador dirigiéndome una mira­da infernal, y desapareció, tendien­do el vuelo por lo invisible.

Y quedé completamente solo en aquella montaña desierta, y no sabía dónde estaba, ni por dónde ir para reunirme con mi mujer, y exclamé en el colmo de la perplejidad: “¡No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Altísimo y Omnipotente! ¡Siempre que me libro de una cala­midad caiga en otra peor! ¡En rea­lidad, merezco todo lo que me su­cede!”

Me senté entonces en un peñasco Para reflexionar sobre el medio de librarme del mal presente, cuando de pronto vi adelantar hacia mí a dos muchachos de una belleza mara­villosa, que parecían dos lunas. Ca­da uno llevaba en la mano un bastón­ de oro rojo, en el cual se apoyaba, al andar. Entonces me levanté rápida­mente, fui a su encuentro y les deseé la paz. Correspondieron con gentileza a mi saludo, lo cual me alento a dirigirles la palabra, y les dije: “¡Por Alah sobre vosotros, ¡oh ma­ravillosos jóvenes! decidine, quiénes sois y qué hacéis!” Y me contesta­ron: “¡Somos adoradores del Dios verdadero!” Y uno de ellos, sin decir más, me hizo seña con la mano en cierta dirección, como invitándome a dirigir mis pasos por aquella par­te, me entregó el bastón de oro, y cogiendo de la mano a su hermoso compañero; desapareció de mi vista.

Empuñé entonces el bastón de oro, y no vacilé en seguir el camino que se me había indicado, maravillándo­me al recordar a aquellos muchachos tan hermosos. Llevaba algún tiempo andando, cuando vi salir súbitamente de detrás de un penasco una serpien­te gigantesca que llevaba en la boca a un hombre, cuyas tres cuartas par­tes se había ya tragado, y del cual no se veían más que la cabeza y los brazos. Estos se agitaban desespera­damente, y la cabeza gritaba: “¡Oh caminante! ¡Sálvame del furor de es­ta serpiente y no te arrepentirás de tal acción!” Corrí entonces detrás de la serpiente, y le di con el bastón de oro rojo un golpe tan afortunado, que quedó exánime en aquel mo­mento. Y alargué la mano al hom­bre tragado y le ayudé a salir del vientre de la serpiente.

Cuando miré mejor la cara del hombre, llegué al límite de la sor­presa al conocer que era el volátil que me había llevado en su viaje aéreo y había acabado por precipitar­se conmigo, a riesgo de matarme, desde lo alto de la bóveda del cielo hasta la -cumbre de la montaña en la cual me había abandonado, expo­niéndome a morir de hambre y sed. Pero ni siquiera quise demostrar ren­cor por su mala acción, y me con­formé con decirle dulcemente: “¿Es así como obran los amigos con los amigos?” Él me contestó: “En prinier lugar he de darte las gracias por lo que acabas de hacer en mi favor. Pero ignoras que fuiste tú, con tus invocaciones inoportunas pronun­ciando el Nombre, quien me precipi­taste de lo alto contra mi voluntad. ¡El Nombre Produce ese efecto en todos nosotros! ¡Por eso no lo pro­nunciamos jamás!” Entonces yo, pa­ra que me sacara de aquella monta­ña, le dije: ¡Perdona y no me riñas; pues, en verdad, yo no podía adivinar las consecuencias funestas de mi homenaje al Nombre! ¡Te prometo no volverlo a pronunciar durante el trayecto, si quieres transportarme ahora a mi casa!”

Entonces el volátil se bajó, me cogió a cuestas, y en un abrir y cerrar de ojos me dejó en la azotea de mi casa y se fue para la suya.

Cuando mi mujer me vio bajar de la azotea y entrar en la casa después de tan larga ausencia, comprendió cuanto acababa de ocurrir, y bendijo a Alah que me había salvado una vez más de la perdición. Y tras las efusiones del regreso me dijo: “Ya no debemos tratarnos con la gente de esta ciudad. ¡Son hermanos de los demonios!” Y yo le dije: “¿Y có­mo vivía tu padre entre ellos?” Ella me contestó: “Mi padre no pertene­cía a su casta, ni hacía nada como ellos, ni vivía su vida. De todos mo­dos, si quieres seguir mi consejo, lo mejor que podemos hacer ahora que mi padre ha muerto es abandonar esta ciudad impía, no sin haber ven­dido nuestros bienes, casa y pose­siones. Realiza eso lo mejor que pue­das, compra buenas mercancías con parte de la cantidad que cobres, y vámonos juntos a Bagdad, tu patria, a ver a tus parientes y amigos, vi­viendo en paz y seguros, con el res­peto debido a Alah el Altísimo.” En­tonces contesté oyendo y obedecien­do.

En seguida empecé a vender lo mejor que pude, pieza por pieza, y cada cosa en su tiempo, todos los bienes de mi tío el jeique, padre de mi esposa, ¡difunto a quien Alah haya recibido en paz y misericor­día! Y así realice en monedas de oro cuanto nos pertenecía, como mue­bles y propiedades, y gané un ciento por uno.

Después de lo cual me llevé a mi esposa y las mercancías que había cuidado de comprar, fleté por mi cuenta un barco, que con la voluntad de Alah tuvo navegación feliz y fruc­tuosa, de modo que de isla en isla, y de mar en mar, acabamos por lle­gar con seguridad a Bassra, en don­de paramos poco tiempo. Subimos el río y entramos en Bagdad, ciudad de paz.

Me dirigí entonces con mi esposa y mis riquezas hacia mi calle y mí casa, en donde mis parientes nos recibieron con grandes transporte de alegría, y quisieron mucho a mi esposa, la hija del jeique.

Yo me apresuré a poner en orden definitivo mis asuntos, almacené mis magníficas mercaderías,, encerré mis riquezas, y pude por fin recibir en paz las felicitaciones de mis parien­tes y amigos, que calculando el tiern­po que estuve ausente, vieron que este séptimo y último viaje mío había durado exactamente veintisie­te años desde el principio hasta el fin. Y les conté con pormenores mis aventuras durante esta larga ausen­cia, e hice el voto, que cumplo es­crupulosamente, como veis, de no emprender en toda mi vida ningún otro viaje ni por mar ni por tierra. Y no dejé de dar gracias al Altísimo que tantas veces, a pesar de mis rein­cidencias, me libró de tantos peligros y me reintegró entre mi familia y mis amigos.

Cuando Sindbad el Marino termi­nó de esta suerte su relato entre los convidados silenciosos y maravilla­dos, se volvió hacia Sindbad el Car­gador y le dijo: “Ahora, Sindbad te­rrestre, considera los trabajos que pasé y las dificultades que venci, gracias a Alah y dime si tu suerte de cargador no ha sido mucho mas favorable para una vida tranquila que la que me impuso el Destino. Verdad es que sigues pobre y yo ad­quirí riquezas incalculables; pero ¿no es -verdad también que a cada uno de nosotros se le retribuyó, según su esfuerzo?” Al oír estas palabras, Sindbad el Cargador fue a besar la mano de Sindbad el Marino, y le di­jo: “¡Por Alah sobre ti, ¡oh mi amo! perdona lo inconveniente de mi can­ción!”

Entonces Sindbad el Marino mandó poner el mantel para sus convi­dados, y les dio un festín que duró treinta noches. Y después quiso te­ner a su lado, como mayordomo de su casa a Sindbad el Cargador. Y ambos vivieron en amistad perfecta y en el limite de la satisfacción, has­ta que fue a visitarlos aquella que hace desvanecerse las delicias, rompe las amistades, destruye los palacios y levanta las tumbas, la amarga muerte. ¡Gloria al Eterno, que no muere jamás.

Cuando Schahrazada, la hija del visir, acabó de contar la historia de Sindbad el Marino, sintióse un tanto fatigada, y como veía acercarse la mañana y no quería, por su discre­ción habitual, abusar del permiso concedido, se calló sonriendo.

Entonces la pequeña Doniazada, que maravillada y con los ojos muy abiertos había oído la historia pas­mosa, se levantó de la alfombra en que estaba acurrucada, y corrió a abrazar a su hermana, diciéndole: “¡Oh, Schahrazada, hermana mía! ¡cuán suaves, y puras, y gratas, y deliciosas para el paladar, y cuán sa­brosas en su frescura, son tus palabras! ¡Y qué terrible, y prodigioso, y temerario era Sindbad el Marino!­ Y Schahrazada sonrió y dijo:

“No creas, ¡oh rey afortunado! que todas las historias que has oído hasta ahora pueden valer de cerca ni de lejos lo que la HISTORIA PRO­DIGIOSA DE LA CIUDAD DE BRONCE, que me reservo contarte la noche próxima, si quieres.

Entonces el rey Schahriar dijo pa­ra sí: “No la mataré hasta después!” Y la pequeña Doniazada exclamó: “¡Oh qué amabla serías, Schahraza­da, si entretanto nos dijeras las pri­meras palabras!”

 

Entonces Schabrazada sonrió y dijo: “Cuentan que había un rey ¡Alah sólo es rey! en la ciudad, de...

En este momento de su narración Schahrazada vio aparecer la maña­na y se calló discreta.

Por la mañana salió el rey y se fue a la sala de justicia. Y el diván se llenó con la muchedumbre de visires, emires, chambelanes, guardias y gente de palacio. Y el último que entró fue el gran visir, padre de Schahrazada, que llevaba debajo del brazo el sudario destinado a su hija, a la cual creía aquella vez muerta de veras; pero el rey no le dijo nada del asunto, y siguió juzgando y nom­brando para los empleos, y destitu­yendo gobernando, y despachando los asuntos pendientes hasta termi­nar el día. Luego se levantó el di­ván y el rey volvió a palacio, mien­tras el gran visir seguía perplejo y en el límite extremo del asombro,


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