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西语阅读:《一千零一夜》连载二十九 e
日期:2011-10-12 08:42  点击:255

西语阅读:《一千零一夜》连载二十九 e

CUANDO LLEGÓ LA 339 NOCHE

 

El rey penetró en la habitación de Schahrazada, y la pequeña Do­niazada exclamó desde el lugar en que estaba acurrucada:

“¡Te ruego hermana, me digas a qué esperas para empezar la historia prometida!”

Y contestó Schahrazada sonrien­do: “¡No espero más que la venia de este rey bien educado y dotado de buenos modales!” Entonces con­testó el rey Schahriar: “¡Concedi­da!”

Y dijo Schahrazada:

 

HISTORIA PRODIGIOSA DE

LA CIUDAD DE BRONCE

 

“Cuentan que en el trono de los califas Omniadas, en Damasco, se sentó un rey -¡sólo Alah es rey!- ­que se llamaba Abdalmalek ben-Mer­wán. Le gustaba departir a menudo con los sabios de su reino acerca de nuestro señor Soleimán ben Daúd (¡con él la plegaria y la paz!), de sus virtudes, de su influencia y de su poder ilimitado sobre las tierras de las soledades, los efrits que pueblan el aire y los genios marítimos y sub­terráneos.

Un día en que el califa, oyendo hablar de ciertos vasos de cobre an­tiguo cuyo contenido era una extra­ña humareda negra de formas dia­bólicas, asombrábase en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos tan verídicos, hubo de levantarse entre los circunstantes el famoso viajero Taleb ben-Sehl, quien confirmó el relato que acababan de escuchar y añadió: “En efecto, ¡oh Emir de los Creyentes! esos vasos de cobre no son otros que aquellos donde se encerraron, en tiempos an­tiguos a los genios que rebeláronse ante las órdenes de Soleirnán, vasos arrojados al fondo del mar mugien­te, en los confines de Moghreb, en el Africa occidental, tras de sellar­los con el sello temible. Y el humo que se escapa de ellos es simplemen­te el alma condensada de los efrits, los cuales no por eso dejan de tomar su aspecto formidable si llegan a sa­lir al aire libre.”

Al oír talas palabras, aumentaron considerablemente la curiosidad y el asombro del califa Abdalmalek, que dijo a Taleb ben-Sehl: “¡Oh Taleb, tengo muchas ganas de ver uno de esos vasos de cobre que encierran efrits convertidos en humo! ¿Crees realizable mi deseo? Si es así, pronto estoy a hacer por mí propio las in­vestigaciones necesarias. Habla.” El otro contestó: “¡Oh Emir de los Cre­yentes! Aquí mismo puedes poseer uno de esos objetos, sin que sea pre­císo que te muevas y sin fatigas para tu persona venerada. No tienen más que enviar una carta al emir Muza, tu lugarteniente en el país de los Moghreb. Porque la montaña a cuyo pie se encuentra el mar que guarda esos vasos, está unida al Moghreb por una lengua de tierra que puede atravesarse a pie enjuto. ¡Al recibir una carta semejante, el emir Muza no dejará de ejecutar las órdenes de nuestro amo el califa!”.

Estas palabras tuvieron el don de convencer a Abdalmalek, que dijo a Taleb en el instante: “¿Y quién me­jor que tú ¡oh Taleb! será capaz de ir con celeridad al país de Mobhreb con el fin de llevar esa carta a mi lugarteniente el emir Muza? Te otor­go plenos poderes para que tomes de mi tesoro lo que juzgues necesario para gastos de viaje, y para que lle­ves cuantos hombres te hagan falta en calidad de escolta. ¡Pero date pri­sa ¡oh Taleb!” Y al punto escribió el califa una carta de su puño y letra para el emir Muza, la selló y se la dio a Taleb, que besó la tierra entre las manos del rey, y no bien hizo los preparativos oportunos, partió con toda diligencia hada el Moglhreb, a donde llegó sin contratiempos.

El emir Muza le recibió con júbilo y guardándole todas las conside­raciones debidas a un enviado del Emir de los Creyentes; y cuando Taleb le entregó la carta, la cogió, y después de leerla y comprender su sentido, se la llevó a sus labios, luego a su frente, y dijo: “¡Escucho y obedezco!” Y en seguida mandó que fuera a su presencia el jeique Abdos­samad, hombre que había recorrido todas las regiones habitables de la tierra, y que a la sazón pasaba los días de su vejez anotando cuidado­samente, por fechas, los conocirmen­tos que adquirió en una vida de via­jes no interrumpidos. Y cuando pre­sentóse el jeique, el emir Muza le saludó con respeto y le dijo: “¡Oh jeique Abdossamad! He aquí que el Emir de los Creyentes me transmite sus órdenes para que vaya en busca de los vasos de cobre antiguos, don­de fueron encerrados por nuestro se­ñor Soleimán ben-Daúd los genios rebeldes. Parece ser que yacen en el fondo de un mar situado al pie de una montaña que debe hallarse en los confines extremos del Moghreb. Por más que desde hace mucho tiem­po conozco todo el país, nunca oí hablar de ese mar ni del camino que a él conduce; pero tú, ¡oh jeique Abdossamad! que recoirrisite el mun­do entero, no ignorarás sin duda la existencia de esa montaña y de ese mar.

Reflexionó el jeique una hora de tiempo, y contestó: “¡Oh emir Muza ben-Nossair! No son desconocidos para mi memoria esa montaña y ese mar; pero, a pesar de desearlo, has­ta ahora no pude ir donde se hallan; el camino que allá conduce se hace muy penoso a causa de la falta de agua en las cisternas, y para llegar se necesitan dos años y algunos me­ses, y más aún para volver, ¡suponiendo que sea posible volver de una comarca cuyos habitantes no dieron nunca la menor señal de su existen­cia, y viven en una ciudad situada, según dicen, en la propia cima de la montaña consabida, una ciudad en la que no logró penetrar nadie y que se llama la Ciudad de Bronce!”

Y dichas tales palabras, se calló el jeique, reflexionando un momen­to todavía, y añadió: “Por lo demás, ¡oh emir Muza! no debo ocultarte que ese camino está sembrado de peligros y de cosas espantosas, y que para seguirle hay que cruzar un de­sierto poblado por efrits y genios, guardianes de aquellas tierras vírge­nes de la planta humana desde la antigüedad. Efectivamente, sabe ¡oh Ben-Nossair! que esas comarcas del extremo Occidente africano están ve­dadas a los hijos de los hombres; lo dos de ellos pudieron atravesarlas: Soleimán ben-Daúd, uno, y El Is­kandar de Dos-Cuernos, el otro. ¡Y desde aquellas épocas remotas, nada turba él silencio que reina en tan vastos desiertos! Pero si deseas cum­plir las órdenes del califa e intentar, sin otro guía que tu servidor, ese viaje, por un país que carece de ru­tas ciertas, desdeñando obstáculos misteriosos y peligros, manda cargar mil camellos con odres repletos de agua y otros mil camellos con víveres y provisiones; lleva la menos escolta posible, porque ningún poder huma­no nos preservaría de la cólera de las potencias tenebrosas cuyos domi­nios vamos a violar, y no conviene que nos indispongamos con ellas alardeando de armas amenazadoras e inútiles. ¡Y cuando esté preparado todo, haz tu testamento, emir Muza, y partamos!...

Al oír tales palabras, el emir Mu­za, gobernador del Moghreb invo­cando el nombre de Alah,, no quiso tener un momento de vacilación; congregó a los jefes de sus soldados y a los notables del reino, testó ante ellos y nombró como sustituto a su hijo Harún. Tras de lo cual, mandó hacer los preparativos consabidos, no se llevó consigo más que algunos hombres seleccionados de antemano, y en compañía del jeique Abdossa­mad y de Taleb, el enviado del ca­lifa, tomó el camino del desierto, se­guido por mil camellos cargados con agua y por otros, mil cargados con víveres y provisiones.

Durante días y meses marchó la caravana por las llanuras solitarias, sin encontrar por su camino un ser viviente en aquellas inmensidades monótonas cual el mar encalmado. Y de esta suerte continuó el viaje en medio del silencio infinito, hasta que un día advirtieron en lontananza co­mo una nube brillante a ras del hori­zonte, hacia la que se dirigieron. Y observaron que era un edificio con altas murallas de acero chino, y sol­tenido por cuatro filas de columnas de oro que tenían cuatro mil pasos de circunferencia. La cúpula de aquel palacio era de oro, y servía de al­bergue a millares y millares de cuer­vos, únicos habitantes que bajo el cielo se veían allá. En la gran mu­ralla donde abríase la puerta prin­cipal, de ébano macizo incrustado de oro, aparecía una placa inmensa de metal rojo, la cual dejaba leer estas estas palabras trazadas en caracteres jó­nicos, que descifró el jeique.Abdos­samad y se las tradujo al emir Muza y a sus acompañantes:

 

¡Entra aquí para saber la historia de los domínadores!

¡Todos pasaron ya! Y apenas tuvie­ron tiempo para descansar a la sombra de mis torres.

¡Los dispersó la muerte como si fue­ran sombras! ¡Los disipó la muerte como a la paja el viento!

 

Con exceso se emocionó el emir Muza al oír las palabras que tradu­cía el venerable Abdossamad, y mur­.muro- “¡No hay más Dios que Alah! Luego dijo: “¡Entremos!” Y seguido por sus acompañantes, fran­queó los umbrales de la puerta prin­cipal y penetró en el palacio.

Entre el vuelo mudo de los pája­rracos negros, surgió ante ellos la al­ta desnudez granítica de una torre cuyo final perdíase de vista, y al pie de la que se alineaban en redondo cuatro filas de cien sepulcros cada una, rodeando un monumental sar­cófago de cristal pulimentado, en torno del cual se leía esta inscripción, grabada en caracteres jónicos real­zados por pedrerías:

 

¡Pasó cual el delirio de las fiebres la embriaguez del triunfo!

¿De cuántos acontecimientos no hu­be de ser testigo?

¿De qué brillante fama no gocé en mis días de gloria?

¿Cuántas capitales no retemblaron bajo el casco sonoro de mi caballo?

¿Cuántas cuidades no saqueé, en­trando en ellas como el simoun des­tructor? ¿Cuantos imperios no destruí, impetuoso como el trueno?

¿Qué de potentados no arrastré a la zaga de mi carro?

¿Qué de leyes no dicté en el uni­verso?

¡Y ya lo veis!

¡La embriaguez de mi triunfo pasó cual el delirio de la fiebre, sin dejar más huella que la que en la arena pue­da dejar la espuma!

¡Me sorprendió la muerte sin que mi poderío rechazase, ni lograran mis cortesanos defenderme de ella!

Por tanto, viajero, escucha las, palabras que jamás mis labios pronunciaron mientras estuve vivo:

¡Conserva tu alma! ¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es calma de la vida! ¡Mañana se apoderará de ti la muerte!

Mañana responderá la tierra a quien te llame: “¡Ha muerto! ¡Y nunca mi celoso seno devolvió a los que guar­da para la eternidad!”

 

Al oír estas palabras que traducía el jeique Abdossamad, el emir Mu­za y sus acompañantes no pudieron por menos de llorar. Y permanecie­ron largo rato en pie ante el sarco­fago y los sepulcros, repitiéndose las palabras fúnebres. Luego se encaramaron a la torre, que se cerraba con una puerta de dos hojas de ébano, sobre la cual se leía esta inscripción, también grabada en caracteres jóni­cos realzados por pedrerías:

 

¡En el nombre del Eterno, del In­mutable!

¡En el nombre del Dueño de la fuer­za y del poder!

¡Aprende, viajero que pasas por aqui, a no enorgullecerte de las apariencias, porque su resplandor es engañoso!

¡Aprende con mi ejemplo a no dejar­te deslumbrar por ilusiones que te pre­cipitarían en el abismo!

¡Voy a hablarte de mi poderío!

¡En mis cuadras, cuídadas por los reyes que mis armas cautivaron, tenía yo diez mil caballos generosos!

¡En mis estancias reservadas, tenía yo como concubinas mil vírgenes des­cendientes de sangre real y otras mil vírgenes escogidas entre aquellas cuyos senos son gloriosos, y cuya belleza ha­ce palidecer el brillo de la luna!

¡Diéronme mis esposas una poste­ridad de mil príncipes reales, valientes cual leones!

¡Poseía inmensos tesoros, y bajo mi dominio se abatían los pueblos y los reyes, desde el Oriente hasta los lim­ites extremos de Oocidente, sojuzgados por mis ejércitos invencibles!

¡Y creía eterno mi poderío, y afir­mada por los siglos la duración de mi vida, cuando de pronto se hizo oir la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no muere!

¡Entonces reflexioné acerca de mi destino!

¡Congregué a mis jinetes y a mis hombres de a pie, que eran millares, armados con sus lanzas y con sus es­padas!

¡Y congregué a mis tributarios los reyes, y a los jefes de mi imperio, y a los jefes de mis ejércitos!

Y a presencia de todos ellos hice llevar mis arquillas y los cofres de mis tesoros, y les dije a todos:

¡Os doy estas riquezas, estos quin­tales de oro y plata, si prolongáis sólo por un día mi vida sobre la tie­rra!”

¡Pero se mantuvieron con los ojos bajos, y guardaron silencio! ¡Hube de morir a la sazón! ¡Y mi palacio se tornó en asilo de la muerte!

¡Si deseas conocer mi nombre, sabe que me llamé Kusch ben-Scheddad ben­-Aad el Grande!

 

Al oír tan sublimes verdades, el emir Muza y sus acompañantes pro­rrumpieron en sollozos y lloraron lar­gamente. Tras de lo cual penetraron en la torre, y hubieron de recorrer inmensas salas habitadas por el vacío y el silencio. Y acabaron por llegar a una estancia mayor que las otras, con bóveda redondeada en forma de cúpula, y que era la única de la to­rre que tenía algún mueble. El mue­ble consistía en una colosal mesa de madera de sándalo, tallada maravi­llosamente, y sobre la cual se desta­caba en hermosos caracteres análo­gos a los anteriores, esta inscripción:

 

-¡Otrora se sentaron a esta mesa mil reyes tuertos, y mil reyes que conser­vaban bien sus ojos! ¡Ahora son ciegos todos en la tumba!

 

El asombro del emir Muza hubo de aumentar frente a aquel misterio, y como no pudo dar con la solución, transcribió tales palabras en sus per­gaminos; luego, conmovido en extre­mo, abandonó el palacio y empren­dió de nuevo con sus acompañantes el camino de

la Ciudad de Bronce...

 

  En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discreta.

 


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12/25 23:00