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西语阅读:《一千零一夜》连载三十 b
日期:2011-10-15 21:59  点击:388

西语阅读:《一千零一夜》连载三十 b

PERO CUANDO LLEGÓ LA 343 NOCHE

Ella dijo:

 

... aquella ciudad que no quería dejarse violar por las tentativas hu­manas.

Al principio no pudieron distin­guir nada en las tinieblas, porque ya la noche había espesado sus sombras sobre la llanura; pero de pronto hí­zose un vivo resplandor por Oriente, y en la cima de la montaña apareció la luna, iluminando cielo y tierra con un parpadeo de sus ojos. Y a sus plantas desplegóse un espectácu­lo que les contuvo la respiración.

Estaban viendo una ciudad de sue­ño.

Bajo el blanco cendal que caía de la altura, en toda la extensión que podría abarcar la mirada fija en los horizontes hundidos en la noche, aparecían dentro del recinto de bron­ce cúpulas de palacios, terrazas de casas, apacibles jardines, y a la som­bra de los macizos, brillaban los ca­nales que iban a morir en un mar de metal, cuyo seno frío reflejaban las luces del cielo. Y el bronce de las murallas, las pedrerías encendi­das de las cúpulas, las terrazas cán­didas, los canales y el mar entero, así como las sombras proyectadas por Occidente, amalgamábanse bajo la brisa nocturna y la luna mágica. Sin embargo, aquella inmensidad estaba sepultada, como en una tum­ba, en el universal silencio. Allá dentro no había ni un vestigio de vi­da humana. Pero he aquí que con un mismo gesto, quieto, destacában se sobre monumentales zócalos altas figuras de bronce, enormes jinetes tallados en mármol, animales alados que se inmovilizaban en un vuelo es­téril; y los únicos seres dotados de movimiento en aquella quietud, eran millares, de inmensos vampiros que daban vueltas a ras de los edificios bajo el cielo, mientras búhos invisi­bles turbaban el estático silencio con sus lamentos y sus voces fúnebres en los palacios muertos y las terrazas solitarias.

Cuando saciaron, su mirada con aquel espectáculo extraño, el emir Muza y sus compañeros, bajaron de la montaña, asombrándose en extre­mo por no haber advertido en aque­lla ciudad inmensa la huella de un ser humano vivo. Y ya al pie de los muros de bronce, llegaron a un lu­gar donde vieron cuatro inscripcio­nes grabadas en caracteres jonicos, y que en seguida descifró y tradujo al emir Muza el jeique Abdossamad. Decía la primera inscripción:

 

“¡Oh hijo de los hombres, qué vanos son tus cálculos! ¡La muerte está cer­cana; no hagas cuentas para el porve­nir; se trata de un Señor del Universo que dispersa las naciones y los ejércitos, y desde sus palacios de vastas magni­ficencias precipita a los reyes en la es­trecha morada de la tumba; y al desper­tar su alma en la igualdad de la tierra, han de verse reducidos a un montón de ceniza y polvo!

 

Cuando oyó estas palabras, excla­mó el emir Muza: “¡Oh sublimes verdades! ¡Oh sueño del alma en la igualdad de la tierra! ¡Qué conmo­vedor es todo, esto!” Y copió al punto en sus pergaminos aquellas frases. Pero ya traducía el jeique la segun­da inscripción, que decía:

 

¡Oh hijo de los hombres! ¿Por qué te ciegas con tus propias manos? ¿Cómo puedes confiar en este vano mundo? ¿No sabes que es un albergue pasajero, una morada transitoria? ¡Di! ¿Dónde están los reyes que cimentaron los imi­perios? ¿Dónde están los conquistadores, los dueños del Irak, de Ispahán y del Khorassán? ¡Pasaron cual si nunca hubieran existido!

 

Igualmente copió esta inscripción el emir Muza, y escuchó muy emocionado al jeique, que traducía la tercera:

 

¡Oh hijo de los hombres! ¡He aquí que transcurren los días, y miras indi­ferente cómo corre tu vida hacia el término final! ¡Piensa en el día del Juicio ante el Señor tu dueño! ¿Qué fue de los soberanos de

la India, de la China, de Sina y de Nubia? ¡Les arro­jó a la nada el soplo implacable de la muerte!

 

Y exclamó el emir Muza: “¿Qué fue de los soberanos de Sina y de Nubia? ¡Se perdieron en la nada!” Y decía la cuarta inseripcion:

 

¡Oh hijo de los hombres! ¡Anegas tu alma en los Placeres, y no ves que la muerte se te monta en los hombros espiando tus movimientos! ¡El mundo es como una tela de araña, detrás de cuya fragilidad está acechándote la nada! ¿A dónde fueron a parar los hombres llenos de esperanza y sus proyectos efímeros? ¡Cambiaron por la tumba los palacios donde habitan buhos ahora!

 

No pudo el emir Muza contener su emoción, y se estuvo largo tiem­po llorando con las manos en las sie­nes, y decía: “¡Oh el misterio del nacimiento y de la muerte! ¿Por qué nacer, si hay qué morir? ¿Por que vivir, si la muerte da el olvido de la vida? ¡Pero sólo Alah conoce los destinos, y nuestro deber es incli­narnos ante Él con obediencia mu­da!” Hechas estas reflexiones, se en­caminó de nuevo al campamento con sus compañeros, y ordenó a sus hom­bres que al punto pusieran manos a la obra para construir con madera y ramajes una escala larga y sólida, que les permitiese subir a lo alto del muro, con objeto de intentar luego bajar a aquella ciudad sin puertas.

En seguida dedicáronse a buscar madera y gruesas ramas secas; las mondaron lo mejor que pudieron con sus sables y sus cuchillos; las ataron unas a otras con sus turbantes, sus cinturones, las cuerdas de los came­llos, las cinchas y las guarniciones, logrando construir una escala lo su­ficiente larga para llegar a lo alto de las murallas. Y entonces la tendieron en el sitio más a propósito, sosteniéndola por todos lados con piedras gruesas e invocando el nombre de Alah comenzaron a trepar por ella lentamente, con el emir Muza a la cabeza. Pero quedáronse algunos en la parte baja de los muros para vigi­lar el campamento y los alrededores.

El emir Muza y sus acompañan­tes anduvieron durante algún tiem­po por lo alto de los muros, y lle­garon al fin ante dos torres unida entre sí por una puerta de bronce, cuyas dos hojas encajaban tan per­fectamente, que no se hubiera podi­do introducir por su intersticio la punta de una aguja. Sobre aquella puerta aparecía grabada en relieve, la imagen de un jinete de oro que tenía un brazo extendido y la mano abierta, y en la palma de esta mano había trazados unos caracteres jónilcos que descifró en seguida el jeique Abdossamad y los tradujo del si­guiente modo: “Frota la puerta doce veces con el clavo que hay en mi ombligo.”

Aunque muy sorprendido de tales palabras, el emir Muza se acercó en­tonces al jinete y notó que efectiva­mente tenía metido en medio del ombligo un clavo de oro. Echó mano e introdujo y sacó el clavo doce veces. Y a las doce veces que lo hizo, se abrieron las dos hojas de la puer­ta, dejando ver una escalera de gra­nito rojo que descendía caracolean­do. Entonces el emir Muza y sus acompañantes bajaron por los pel­daños de esta escalera, la cual les condujo al centro de una sala que daba a ras, de una calle en la que se estacionaban guardias armados con arcos y espadas. Y dijo el emir Mu­za: “¡Vames a hablarles antes de que se inquieten con nuestra pre­sencia!”

Acercáronse, pues, a estos guar­dias, unos de los cuales estaban de pie con el escudo al brazo y el sa­ble desnudo, mientras otros perma­necían sentados o tendidos. Y enca­rándose con el que parecía el jefe, el emir Muza le deseó la paz con afabilidad; pero no se movió el hom­bre ni le devolvió la zalema; y los demás guardias permanecieron inmó­viles igualmente y con los ojos fijos, sin prestar ninguna atención a los que acababan de llegar y como si no les vieran.

Entonces, por si aquellos guardias no entendian el árabe, el emir Muza dijo- al jeique Abdossamad: “¡Oh jeique, dirígeles la palabra en cuan­tas lenguas conozcas!” Y el jeique hubo de hablarles primero en lengua, griega; luego, al advertir la inutili­dad de su tentativa, les habló en in­dio, en hebreo, en persa, en etíope y en sudanés; pero ninguno de ellos comprendio una palabra de tales idiomas ni hizo el menor gesto de inteligencia. Entonces dijo el emir Muza: “¡Oh jeique! Acaso estén ofendidos estos guardias porque no les saludaste al estilo de su país. Conviene, pues, que les hagas zale­mas al uso de cuantos países conoz­cas.” Y el venerable Abdossamad hizo al instante todos los ademanes acostumbrados en las zalemas cono­cidas en los pueblos de cuantas comarcas había recorrido. Pero no se movió ninguno de los guardias, y cada cual permaneció en la misma actitud que al principio.

Al ver aquello, llegó al límite del asombro el emir Muza, sin querer insistir más; dijo a sus acompañantes que le siguieran, y continuó su ca­mino, no sabiendo a qué causa atri­buir semejante mutismo. Y se decia el jeique Abdossamad: “¡Por Alah, que nunca vi cosa tan extraordinaria en mis viajes!”

Prosiguieron andando así hasta llegar a la entrada del zoco. Como encontráronse con las puertas abier­tas, penetraron en el interior. El zo­co estaba lleno de gentes que vendían y compraban: y por delante de las tiendas se amontonaban maravillo­sas mercancías. Pero el emir Muza y sus acompañantes notaron que to­dos los compradores y vendedores, como también cuantos se hallaban en el zoco, habíanse detenido, cual pues­tos de común acuerdo, en la postura en que les sorprendieron; y se diría que no esperaban para reanudar sus ocupaciones habituales más que a que se ausentasen los extranjeros. Sin embargo, no parecían prestar la me­nor atención a la presencia de éstos, y contentábanse con expresar por medio del desprecio y la indiferen­cia el disgusto que semejante intru­sión les producía. Y para hacer aún más significativa tan desdeñosa ac­titud, reinaba un silencio genneral al paso de los extraños, hasta el punto de que en el inmenso zoco above­dado, se oían resonar sus pisadas de caminantes solitarios entre la quietud de su alrededor. Y de esta guisa recorrieron el zoco de los joyeros, el zoco de las sederías, el zoco de los guarnicioneros, el zoco de los pa­ñeros, el de los zapateros remendo­nes y el zoco de los mercaderes de especias y sahumerios, sin encontrar por parte alguna el menor gesto be­nevolo u hostil, ni la menor sonrisa de bienvenida o burla.

Cuando cruzaron el zoco de los sahumerios, desembocaron en una plaza inmensa donde deslumbraba la claridad del sol después de acostum­brarse la vista a la dulzura de la luz tamizada de los zocos. Y al fondo, entre columnas de bronce de una al­tura prodigiosa, que servían de pe­destales a enormes pájaros de oro con las alas desplegadas, erguíase un palacio de mármol, flanqueado con torreones de bronce, y guardado por una cadena de guardias, cuyas lanzas y espadas despedían de continuo vi­vos resplandores. Daba acceso a aquel palacio una puerta de oro, por la que entró el emir Muza seguido de sus acompanantes.

Primeramente vieron abrirse a lo largo del edificio una galería soste­nida por columnas de pórfido, y que limitaba un patio con pilas de már­moles de colores; y utilizábase como armería esta galería, pues veíanse allá por doquier, colgadas de las columnas, de las paredes y del techo, armas admirables, maravillas enri­quecidas con incrustaciones precio­sas, y que procedían de todos los paí­ses de la tierra. En torno a la galería se adosaban bancos de ébano de un labrado maravilloso, repujado de plata y oro, y en los que aparecían, sentados o tendidos, guerreros en traje de gala, quienes por cierto, no hicieron movinuento alguno para impedir el paso a los visitantes, ni para animarles a seguir en su asom­brada exploración...

  En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discreta.


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