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西语阅读:《一千零一夜》连载三十一 a
日期:2011-10-15 22:01  点击:195

西语阅读:《一千零一夜》连载三十一 a

PERO CUANDO LLEGÓ LA 345 NOCHE

 

Ella dijo:

 

... para impedir el paso a los vi­sitantes, ni para animarles a seguir en su asombrada exploración.

Continuaron, pues, por esta ga­lería, cuya parte superior estaba de­corada con una cornisa bellísima, y vieron, grabada en letras de oro so­bre fondo azul, una inscripción en lengua jónica que contenía precep­tos sublimes, y cuya traducción fiel hizo el jeique Abdossamad en esta forma:

 

¡En el nombre del Inmutable, Soberano de los destinos! ¡Oh hijo de los hombres, vuelve la cabeza y verás que la muerte se dispone a. caer sobra tu alma! ¿Dónde está Adán, padre de los humanos? ¿Dónde están Nuh y su des­cendencia? ¿Dónde está Nemrod el formidable? ¿Dónde están los reyes, los conquistadores, los Khosroes, los Césares, los Faraones, los emperadores de

la India y del Irak, los dueños de Persia y de Arabia e Iskandar el Bicornio? ¿Dónde están los soberanos de la tierra Hamán Y Karún, Y Sched­dad, hijo de Aad, y todos los pertene­cientes a la posteridad de Canaán? ¡Por orden del Eterno, abandonaron la tie­rra para ir a dar cuenta de sus actos el día de la Retribución!

¡Oh hijo de los hombres! no te en­tregues al mundo y a sus placeres! ¡Te­me al Señor, y sírvele de corazón de­voto! ¡Teme a la muerte! ¡La devoción por el Señor y el temor a la muerte, son el principio de toda sabiduría! ¡Así cosecharás buenas acciones, con las que te perfumarás el día terrible del Jui­cio!

 

Cuando escribieron en sus perga­minos esta inscripción, que les con­movió mucho, franquearon una gran puerta que se abría en medio de la galería y entraron a una sala, en el centro de la cual habla una hermosa pila de mármol transparente, de don­de se escapaba un surtidor de agua. Sobre la pila, a manera de techo agradablemente coloreado, se alzaba un pabellón cubierto con colgaduras de seda y oro en matices diferentes, combinados con un arte perfecto. Para llegar a aquella pila, el agua se encauzaba por cuatro canalillos trazados en el suelo de la sala con sinuosidades encantadoras, y cada canalillo tenía un lecho de color especial: el primero tenía un lecho de pórfido rosa; el segundo, de topacios; el tercero, de esmeraldas, y el cuar­to, de turquesas; de tal modo, que el agua de cada uno se teñía del color de su lecho, y herida por la luz ate­nuada que filtraban las sedas en la altura, proyectaba sobre los objetos de su alrededor y las paredes de mármol, una dulzura de paisaje ma­rino.

Allí franquearon una segunda puerta, y entraron en la segunda sa­la. La encontraron llena de monedas antiguas de oro y plata, de collares, de alhajas, de perlas, de rubíes y de toda clase de pedrerías. Y tan amon­tonado estaba todo, que apenas se podía cruzar la sala y circular por ella para penetrar en la tercera.

Aparecía ésta llena de armaduras, de metales preciosos, de escudos de oro enriquecidos con pedrerías, de cascos antiguos, de sables de la India, de lanzas, de venablos y de corazas del tiempo de Daúd y de Soleimán; y todas aquellas armas estaban en tan buen estado de conservación que creríase habían salido la víspera de entre las manos que las fabricaron.

Entraron luego en la cuarta sala, enteramente ocupada por armarios y estantes de maderas preciosas, don­de se alineaban ordenadamente ricos trajes, ropones suntuosos, telas de valor y brocados labrados de un mo­do admirable. Desde allí se dirigie­ron a una puerta abierta que les fa­cilitó el acceso a la quinta sala.

La cual no contenía entre el suelo y el techo más que vasos y enseres para bebidas, para manjares y para abluciones: tazones de oro y plata, jofainas de cristal de roca, copas de piedras preciosas, bandejas de jade y de ágata de diversos colores.

Cuando hubieron admirado todo aquello, pensaron en volver sobre sus pasos, y he aquí que sintieron la ten­tación de llevarse un tapiz inmenso de seda y oro que cubría una de las paredes de la sala. Y detrás del tapiz vieron una gran puerta labrada con finas marqueterías de marfil y ébano, y que estaba cerrada con cerrojos macizos, sin la menor huella de ce­rradura donde meter una llave. Pe­ro el jeique Abdossamad se puso a estudiar el mecanismo de aquellos cerrojos, y acabó por dar con un resorte oculto, que hubo de ceder a sus esfuerzos. Entonces la puerta gi­ró sobre sí misma y dio a los via­jeros libre acceso a una sala milagro­sa, abovedada en forma de cúpula, y construida con un mármol tan pu­lido, que parecía un espejo de acero. Por las ventanas de aquella sala, a través de las celosías de esmeraldas y diamantes, filtrábase una claridad que inundaba los objetos con un res­plandor imprevisto. En el centro, sostenido por pilastras de oro, sobre cada una de las cuales había un pá­jaro con plumaje de esmeralda y pi­co de rubíes, erguíase una especie de oratorio adornado con colgadu­ras de seda y oro, y al que unas gra­das de marfil unían al suelo, donde una magnífica alfombra, diestramen­te fabricada con lana de colores glo­riosos, abría sus flores sin aroma en medio de su césped sin savia, y vi­vía toda la vida artificial de sus florestas pobladas de pájaros y anima­les copiados de manera exacta, con su belleza natural y sus contornos verdaderos.

El emir Muza y sus acompañantes subieron por las gradas del orato­rio, y al llegar a la plataforma se de­tuvieron mudos de sorpresa. Bajo un dosel de terciopelo salpicado de ge­mas y diamantes, en amplio lecho construido con tapices de seda su­perpuestos, reposaba una joven de tez brillante, de párpados entorna­dos por el sueño tras unas largas pestañas combadas, y cuya belleza realzábase con la calma admirable de sus acciones, con la corona de oro que ceñía su cabellera, con la dia­dema de pedrerías que constelaba su frente, y con el húmedo collar de perlas que acariciaba su dorada piel. A derecha y a izquierda del le­cho se hallaban dos esclavos, blanco uno y negro otro, armado cada cual con un alfanje desnudo y una pica de acero. A los pies del lecho había una mesa de mármol, en la que apa­recían grabadas las siguientes frases:

 

¡Soy la virgen Tadmor, hija del rey de los Amalecitas, y esta ciudad es mi ciudad! ¡Puedes llevarte cuanto plaz­ca a tu deseo, viajero que lograste pe­netrar hasta aquí! ¡Pero ten cuidado con poner sobre mí una mano viola­dora, atraído por mis encantos y por la voluptuosidad!

 

Cuando el emir Muza se repuso de la emoción que hubo de causarle la presencia de la joven dormida, dijo a sus acompañantes: “Ya es hora de que nos alejemos de estos lugares después de ver cosas tan asombrosas, y nos encaminamos hacia el mar en busca de los vasos de cobre. ¡Podéis, no obstante, coger de este palacio todo lo que os pa­rezca; pero guardaos de poner la­ mano sobre la hija del rey o de to­car a sus vestidos.”

Entonces dijo Taleb ben-Sehl: “¡Oh emir nuestro, nada en este Pa­lacio puede compararse a la belleza de esta joven! Sería una lástima de­jarla ahí en vez de llevárnosla a Da­masco para ofrecérsela al califa. ¡Valdría más semejante regalo que todas las ánforas de efrits del mar!” Y contestó el emir Muza: “No po­demos tocar a la princesa, porque sería ofenderla, y nos atraeríamos calamidades.” Pero exclamó Taleb: “¡Oh emir nuestro! las princesas, vi­vas o dormidas, no se ofenden nun­ca por violencias tales.” Y tras de haber dicho estas palabras, se acer­có a la joven y quiso levantarla en brazos. Pero cayó muerto de repente, atravesado por los alfanjes y las pi­cas de los esclavos, que le acertaron al mismo tiempo en la cabeza y en el corazón.

Al ver aquello, el emir Muza no quiso permanecer ni un momento más en el palacio, y ordenó a sus acompañantes que salieran de prisa para emprender el camino del mar.

Cuando llegaron a la playa, en­contraron allí a unos cuantos hom­bros negros ocupados en secar sus redes de pescar, y que correspon­dieron a las zalemas en árabe y con­forme a la fórmula musulmana. Y dijo el emir Muza al de más edad entre ellos, y que parecía ser el jefe: ¡Oh venerable jeique! venimos de parte de dueño el califa Ab­dalmalek ben-Merwán, para buscar en este mar vasos con efrits de tiempos del profeta Soleimán. ¿Puedes ayudarnos en nuestras investigacio­nes y explicarnos el misterio de esta ciudad donde están privados de mo­vinuento todos los seres?” Y contestó el anciano: “Ante todo, hijo mío, has de saber que cuantos pescadores nos hallamos en esta playa creemos en la palabra de Alah y en la de su Enviado (¡con él la plegaria y la paz!); pero cuantos se encuentran en esa Ciudad de Bronce están encan­tados desde la antigüedad, y perma­necerán así hasta el día del Juicio. Respecto a los vasos que contienen efrits, nada más fácil que prcurá­roslos, puesto que poseemos una porción de ellos, que una vez destapa­dos, nos sirven para cocer pescado y alimentos. Os daremos todos los que queráis. ¡Solamente es necesa­rio, antes de destaparlos, hacerlos resonar golpeándolos con las manos, y obtener de quienes los habitan el juramento de que reconocerán la verdad de la misión de nuestro pro­feta Mohammed, expiando su pri­mera falta y su rebelión contra la supremacía de Soleimán ben-Daúd!” Luego añadió: “Además, también deseamos daros, como testimonio de nuestra fidelidad al Emir de los Cre­yentes, amo de todos nosotros, dos hijas del mar que hemos pescado hoy mismo, y que son más bellas que todas las hijas, de los hombres.”

Y cuando hubo dicho estas pala­bras, el anciano entregó al emir Muza doce vasos de cobre, sellados en plomo con el sello de Soleimán, Y las dos hijas del mar, que eran dos maravillosas criaturas de largos cabellos ondulados como las olas, de cara de luna y de senos admirables y re­dondos y duros cual guijarros mari­nos; pero desde el ombligo carecían de las suntuosidades carnales que ge­neralmente son patrimonio de las hi­jas de los hombres, y las sustituían con un cuerpo de pez que se movía a derecha y a izquierda, de la pro­pia manera que las mujeres cuando advierten que a su paso llaman la atención. Tenían la voz muy dulce, y su sonrisa resultaba encantadora; pero no comprendían ni hablaban ninguno de los idiomas conocidos, y contentábanse con responder única­mente con la sonrisa de sus ojos a todas las preguntas que se les di­rigían.

No dejaron de dar las gracias al anciano por su generosa bondad el emir Muza y sus acompañantes, e in­vitáronles, a él y a todos los pesca­dores que estaban con él, a seguirles al país de los musulmanes, a Da­masco, la ciudad de las flores, de las frutas y de las aguas dulces. Acep­taron la oferta el anciano y los pes­cadores, y todos juntos volvieron primero a la Ciudad de Bronce para coger cuanto pudieron llevarse de cosas preciosas, joyas, oro, y todo lo ligero de peso y pesado de valor. Cargados de este modo, se descolga­ron otra vez por las murallas de bronce, llenaron sus sacos y cajas de provisiones con tan inesperado bo­tín, y emprendieron de nuevo el ca­mino de Damasco, adonde llegaron felizmente al cabo de un largo viaje sin incidencias.

El califa Adbalmalek quedó en­cantado y maravillado al mismo tiem­po del relato que de la aventura le hizo el emir Muza; y exclamó: “Siento en extremo no haber ido con vosotros a esa Ciudad de Bron­ce. ¡Pero iré, con la venia de Alah, a admirar por mí mismo esas mara­villas y a tratar de aclarar el miste­rio de ese encantamiento!” Luego quiso abrir por su propia mano los doce vasos de cobre, y los abrió uno tras de otro. Y cada vez salía una humareda muy densa que convertíase en un efrit espantable, el cual se arrojaba a los pies del califa y ex­clamaba: “¡Pido perdón por mi rebelión a Alah y a ti, ¡oh señor nuestro Soleimán!” Y desaparecían a través del techo ante la sorpresa de todos los circundantes. No se maravilló menos el califa de la be­lleza de las dos hijas del mar. Su sonrisa, y su voz, y su idioma des­conocido le conmovieron y le emo­cionaron. E hizo que las pusieran en un gran baño, donde vivieron algún tiempo para morir de consunción, y de calor por último.

En cuanto al emir Muza, obtuvo del califa permiso para retirarse a Jerusalén la Santa con el propósito de pasar el resto de su vida allí, su­mido en la meditación de-las pala­bras antiguas que tuvo cuidado de copiar en sus pergaminos. ¡Y murió en aquella ciudad despues de ser ob­jeto de la veneración de todos los creyentes, que todavía van a visitar la kubba donde reposa en la paz y la bendicion del Altísimo!

¡Y esta es ¡oh rey afortunado! -prosiguió Schahrazada- la histo­toria de la Ciudad de Bronce!

Entonces dijo el rey Schahriar: “¡Verdaderamente, Schahrazada, que el relato es prodigioso!” vas a contar­me esta noche, si puedes, una histo­ria más asombrosa que todas las ya oídas, porque me siento el pecho más oprimido que de costumbre!” Y contestó Schahrazada: “¡Sí puedo!” y al punto dijo:


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