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西语阅读:《一千零一夜》连载三十二 b
日期:2011-10-15 22:11  点击:296

西语阅读:《一千零一夜》连载三十二 b

Al oír estas palabras del maghrebín, el pobre Aladino sé olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibi­da, y contestó: !'¡Oh tío mío! ¡mán­dame lo que quieras y te obedeceré!” Y el maghrebín le cogió en brazos y le beso varias veces en las mejillas, y le dijo: “¡Oh Aladino! ¡eres para mí más querido que un hijo, pues que no tengo en la tierra más pa­rientes que tú; tú serás mi único heredero, ¡oh hijo mío! Porque, al fin y al cabo, por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento y por quien vine desde tan lejos. Y si estuve un poco brusco, compren­derás ahora, que fue para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso destino. ¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! ¡Empezarás por bajar conmigo al fondo del agu­jero, y cogerás la anilla de bronce y levantarás la losa de mármol!” Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el agujero y dio la mano a Aladino para ayudarle a bajar. Y ya abajo, Aladino le dijo: ¿Pero cómo voy a arreglarme ¡oh tío mío! para levantar una losa tan pesada siendo yo un niño? ¡Si, al menos, quisieras ayudarme tú, me prestaría a ello con mucho gusto!” El maghrebín contestó: -¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡Si, por desgracia, echara yo una mano, no podrías hacer na­da ya y tu nombre se borraria para siempre del tesoro! ¡Prueba tú solo y verás cómo levantas la losa con tanta facilidad como si alzaras una pluma- de ave! ¡Sólo tendrás que pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el nombre de tu abuelo al coger la anilla!”

Entonces se inclinó Aladino y co­gió la anilla y tiró de ella, diciendo: “¡Soy Aladino, hijo del sastre Mus­tafá, hijo del sastre Alí!” Y levantó con gran facilidad la losa de már­mol, y la dejó a un lado. Y vio una cueva con doce escalones de már­mol que conducian a una puerta, de dos hojas de cobre rojo con grue­sos clavos. Y el maghrebín le dijo: ¡Hijo mío Aladino, baja ahora a esa cueva. Y cuando llegues al duo­décimo escalón entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante de, ti. Y te hallarás debajo de una bóveda grande dividida en tres salas que se comunican unas con otras. En la primera. sala verás cuatro grandes calderas de cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala cuatro grandes calderas de plata llenas de polvo de oro; y en la ter­cera sala cuatro grandes calderas de oro llenas de dinares de oro., Pero pasa sin detenerte y recógete bien el traje, sujetándotelo a la cintura pa­ra que no toque a las calderas; por­que si tuvieras la desgracia de tocar con los dedos o rozar siquiera con tus ropas una de las calderas o su contenido, al instante te convertirás en una mole de piedra negra. En­trarás, pues, en la primera sala, y muy de prisa, pasarás a la segunda, desde la cual, sin detenerte un ins­tante, penetrarás en la tercera, don­de veras una puerta claveteada, pa­recida a la de entrada, que al punto se abrirá ante tí. Y la franquearás, y te encontrarás de pronto en un jardín magnífico plantado de árboles agobiados por el peso de sus frutas. ¡Pero no te detengas allí tampoco! Lo atrvesarás caminando adelan­te todo derecho, y llegarás a una escalera de columnas con treinta pel­daños, por los que subirás a una terraza. Cuando estés en esta terra­za, ¡oh Aládino! ten cuidado, por­que enfrente de ti verás una especie de hornacina al aire libre; y en esta hornacina, sobre un pedestal de bron­ce, encontrarás una lamparita de co­bre. Y estará encendida esta lámpara. ¡Ahora, fíjate bien, Aladino! ¡coge­rás esta lámpara, la apagarás, ver­terás en el suelo el aceite y te la esconderás en el pecho en seguida! Y no temas mancharte el traje, por­que el aceite que viertas no será aceite, sino otro líquido que no deja huella alguna en las ropas. ¡Y vol­verás a mí por el mismo camino que hayas seguido! Y al regreso, si te parece, podrás, detenerte un poco en el jardín, y coge de este jardín tantas frutas como quieras. Y una vez que te hayas reunido conmigo, me entregarás la lámpara, fin y mo­tivo de nuestro viaje y origen de nuestra riqueza y de nuestra gloria en el porvenir, ¡oh hijo mío!”

Cuando el maghrebín hubo habla­do así, se quitó, un anillo que lleva­ba al dedo y se lo puso a Aladino en el pulgar, diciéndole: “Este ani­llo, hijo mío, te pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará de todo mal. ¡Reanima, pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no eres un niño, sino un hombre! ¡Y con ayuda de Alah, te saldrá bien todo! ¡Y disfrutaremos de ri­queza y de honores durante toda la vida, y gracias a la lámpara!” Lue­go añadió: “¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que tengas cui­dado de recogerte mucho el traje y de ceñírtelo cuanto puedas, porque de no hacerlo así, estás perdido y contigo el tesoro!”

Luego le besó, y acariciándole va­rias veces en las mejillas, le dijo: “¡Vete tranquilo!”

Entonces, en extremo animado, Aladino bajó corriendo por los es­calones de mármol, y alzándose el traje hasta más arriba de la cintura, y ciñiendoselo bien, franqueó la puer­ta de cobre, cuyas hojas se abrieron por sí solas al acercarse a él. Y sin olvidar ninguna de las recomendacio­nes del maghrebín, atravesó con mil precauciones la primera, la segunda y la tercera salas, evitando las cal­deras llenas de oro; llegó a la úl­tima puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los trein­ta peldaños de la escalera de colum­nas, se remontó a la terraza y en­caminóse directamente a la horna­cina que había frente a él. Y en el pedestal de bronce vio la lámpara encendida y tendió la mano y la co­gió. Y vertió en el suelo el contenido, y al ver que inmediatamente quedaba seco el depósito, se lo ocultó en el pecho en seguida, sin temor a man­charse el traje. Y bajó de la terraza y llegó de nuevo al jardín.

Libre entonces de su preocupa­cíón, se detuvo un instante en el úl­timo peldaño de la escalera para mirar el jardín. Y se puso a contem­plar aquellos árboles, cuyas frutas no había tenido tiempo de ver a la llegada. Y observó que los árboles de aquel jardín, en efecto, estaban agobiados bajo el peso de sus fru­tas, que eran extraordinarias de for­ma, de tamaño y de color. Y notó que al contrario de lo que ocurre con los árboles de los huertos, cada rama de aquellos árboles tenía fru­tas de diferentes colores. Las había blancas, de un blanco transparente como el cristal, o de un blanco tur­bio como el alcanfor, o de un blanco opaco como la cera virgen. Y las ha­bía rojas, de un rojo como los gra­nos de la granada o de un rojo co­mo la naranja sanguínea. Y las ha­bía verdes, de un verde obscuro y de un verde suave; y había otras que eran azules y violeta y amari­llas; y atras que ostentaban colores y matices de una variedad infinita. ¡Y el pobre Aladino no sabía que las frutas blancas eran diamantes, perlas, nácar y piedras lunares; que las frutas rojas eran rubíes, carbun­clos, jacintos, coral y cornalinas; que las verdes eran esmeraldas, be­rilos, jade, prasios y aguas-marinas; que las azules, eran zafiros, turque­sas lapislázuli y lazulitas; que la violeta eran amatistas, jaspes y sar­doinas que las amarillas eran topacios, ámbar y ágatas; y que las de­más, de colores desconocidos, eran ópalos, venturinas, crisólitos, cimó­fanos, hematitas, turmalinas, peridotos, azabaches y crisopacios! Y caía el sol a plomo sobre el jardín. Y los árboles despedían llamas de todas sus frutas, sin consumirse.

Entonces, en el límite del placer, se acercó Aladino a uno de aquellos árboles y quiso coger algunas fru­tas para comérselas. Y observó qué, no se las podía meter el diente, y que no se asemejaban rnás que por su forma a las naranjas, a los higos, a los plátanos, a las uvas, a las san­días, a las manzanas y a todas las demás frutas excelente! de la China. Y se quedó muy desilusionado al tocarlas; y no las encontró nada de su gusto. Y creyó que sólo eran bolas de vidrio coloreado, pues en su vida había tenido ocasión de ver piedras preciosas. Sin embargo, a pesar de su desencanto, se decidió a coger algunas para regalárselas a los niños que fueron antiguos camaradas su­yas, y también a su pobre madre. Y cogió varias de cada color, llenán­dose con ellas el cinturón, los bol­sillos y el forro de la ropa, guar­dándoselas asimismo entre el traje y la camisa y entre la camisa y la piel; y se metió tal cantidad de aque­llas frutas, que parecía un asno car­gado a un lado y a otro. Y agobia­do por todo aquello, se alzó cuidado­samente el traje, ciñéndoselo mucho a la cintura, y lleno de prudencia y de precaucion atravesó con ligereza las tres salas de calderas y ganó la escalera de la cueva, a la entrada de la cual le esperaba ansiosamente el maghrebín.

Y he aquí que, en cuanto Ala­dino franqueó la puerta de cobre y subió el primer peldaño de la es­calera, el maghrebín, que se hallaba encima de la abertura, junto a la entrada de la cueva, no tuvo pacien­cia para esperar a que subiese todos los escalones y saliese de la cueva por completo, y le dijo: “Bueno, Aladino, ¿dónde está la lámpara?” Y Aladino contestó: “¡La tengo en el pecho!” El otró dijo: “¡Sácala ya y dámela!” Pero Aladino le dijo: ¿Cómo quieres que te la de tan pronto, ¡oh tío mío!, si está entre todas las bolas de vidrio con que me he llenado la ropa por todas par­tes? ¡Déjame antes subir esta esca­lera, y ayúdame a salir del agujero; y entonces descargaré todas estas bo­las en lugar seguro, y no sobre estos peldaños, por los que rodarían y se romperian! ¡Y así podré sacarme del pecho la lámpara y dártela cuan­do esté libre de esta impedimenta insuperablel ¡Por cierto que se me ha escurrido hacia la espalda y me lastima violentamente en la piel, por lo que bien quisiera verme desem­barazado de ella!” Pero el maghrerín, furioso por la resistencia que hacia Aladino y persuadido de que Aladino sólo ponía estas dificultades porque quería guardarse para él la lámpara le gritó con una voz es­pantosa como la de un demonio: ¡Oh hijo de perro! ¿quieres darme la lampara en seguida, o morir!” Y Aladino, que no sabía a qué atribuir este cambio de modales de su tío, y aterrado al verle en tal estado de furor, y temiendo recibir otra bo­fetada más violenta que la primera, se dijo: “¡Por Alah, que más vale resguardarse! ¡Y voy a entrar de nuevo en la cueva mientras él se calma!” Y volvió la espalda, y reco­giéndose el traje, entró prudente­mente en él subterráneo.

Al ver aquello, el maghrebín lan­zó un grito de rabia, y en el límite del furor, pataleó y se convulsionó, arrancándose las barbas de desespe­ración por la imposibilidad en que se hallaba de correr tras de Aladino a la cueva vedada por los poderes mágicos. Y exclamó: “¡Ah maldito Aladino! ¡vas a ser castigado como mereces!” Y corrió hacia la hogue­ra, que no se había apagado toda­via, y echó en ella un poco del pol­vo de incienso que llevaba consigo murmurando una fórmula magica. Y al punto la losa de mármol que servía para tapar la entrada de la cueva se cerro por si sola y volvió a su sitio primitivo, cubriendo her­méticamente el agujero de la esca­lera; y tembló la tierra y se cerró de nuevo; y el suelo se quedó tan liso como antes de abrirse. Y Aladino encontróse de tal suerte encerrado en el subterráneo.

Porque como ya se ha dicho, el maghrebín era un mago insigne ve­nido del fondo del Maghreb, y no un tío ni un pariente cercano o le­jano de Aladino. Y había nacido ver­daderamente en Africa, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de peor calidad....

  En este, momento de su narracion Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.


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