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西语阅读:《一千零一夜》连载三十四 a
日期:2011-10-15 22:18  点击:518

西语阅读:《一千零一夜》连载三十四 a

PERO CUANDO LLEGÓ LA 746 NOCHE

 

Ella dijo:

 

“... ¡Y no se habla de otra cosa quede su ciencia y de sus remedios maravillosas! ¿Quieres que vaya a buscarle?” Entonces Aladino levantó la cabeza, y con un topo de voz muy triste, contestó: “¡Sabe oh madre! que estoy bueno y no sufro de en­fermedad! ¡Y si me ves en este estado de mudanza, es porque hasta el pre­sente me imaginé que todas las mu­jeres se te parecían! ¡Y sólo ayer hube de darme cuenta de que no había tal cosa!” Y la madre de Ala­dino alzó los brazos y exclamó: “¡Alejado sea el Maligno! ¿qué estás diciendo, Aladino?” El joven con­testó: “¡Estate tranquila, que sé bien lo que me digo! ¡Porque ayer vi entrar en el hammam a la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán, y su sola vista me reveló la existencia de la belleza! ¡Y ya no estoy para nada! ¡Y por eso no tendré reposo ni podré volver en mí mientras no la obtenga de su padre el sultán en ma­trimonio!

Al oír estas palabras, la madre de Aladino pensó que su hijo había per­dido el juicio, y le dijo: “¡El nom­bre de Alah sobre ti, hijo mío! ¡vuel­ve a la razón! ¡ah! ¡pobre Aladino, piensa en tu condición y desecha esas locuras!” Aladino contestó: “¡Oh madre mía! no tengo para qué volver a la razón, pues no me cuento en el número de los locos. ¡Y tus palabras no me harán renunciar a mi idea de matrimonio con El Sett Badrú'l-Bu­dur, la hermosa hija del sultán! ¡Y tengo más intención que nunca de pedírsela a su padre en matrimonio!” Ella dijo: “¡Oh hijo mío! ¡por mi vida sobre ti, no pronuncies tales palabras, y ten cuidado de que no te oigan en la vecindad y transmitan tus palabras al sultán, que te haría ahorcar sin remisión! Y además, si de verdad tomaste una resolución tan loca, ¿crees que vas a encontrar quien se encargue de hacer esa pe­tición?” El joven contestó: “¿Y a quién voy a encargar de una misión tan delicada estando tú aquí, ¡oh madre!? ¿y en quién voy a tener más confianza que en ti? ¡Sí, ciertamente, tú serás quien vaya a hacer al sultán esa petición de matrimonio!” Ella exclamó: “¡Alah me preserve delle­var a cabo semejante empresa, ¡oh hijo mío! ¡Yo no estoy, como tú, en el límite de la locura! ¡Ah! ¡bien veo al presente que te olvidas de que eres hijo de uno de los sastres más pobres y más ignorados de la ciudad, y de que tampoco yo, tu madre, soy de familia más noble o más esclare­cida! ¿Cómo, pues, te atreves a pen­sar en una princesa que su padre no concederá ni aun a los hijos de po­derosos reyes y sultanes?” Y Aladino permaneció silencioso un momento; luego contestó: “Sabe ¡oh madre! que ya he pensado y reflexionado largamente en todo lo que acabas de decirme; pero eso no me impide to­mar la resolución que te he explica­do, ¡sino al contrario! ¡Te lo suplico, pues, que si verdaderamente soy tu hijo y me quieres, me prestes el ser­vicio que te pido! ¡Si, no, mi muerte será preferible a mi vida; y sin duda alguna me perderás muy pronto! ¡Por última vez, ¡oh madre mía! no olvi­des que siempre seré tu hijo Áladino!”

Al oír estas palabras de su hijo, la madre de Aladino rompió en sollo­zos, y dijo lagrimosa: “¡Oh hijo mío! ¡ciertamente, soy tu madre, y tú eres mi único hijo, el núcleo de mi cora­zón! ¡Y mi mayor anhelo siempre fue verte casado un día y regocijarme con tu dicha antes de morirme! ¡Así, pues, si quieres casarte, me apresu­raré a buscarte mujer entre las gentes de nuestra condición! ¡Y aun así, no sabré qué contestarles cuando me pidan informes acerca de ti, del oficio que ejerces, de la ganancia que sacas y de dos bienes y tierras que posees! ¡Y me azora mucho eso! Pero, ¿qué no será tratándose, no ya de ir a gentes de condición humilde, sino a pedir para ti al sultán de la China su hija única El Sett Badrú'l-Budur? ¡Vamos, hijo mío, reflexiona un ins­tante con moderación! ¡Bien sé que nuestro sultán está lleno de bene­volencia y que jamás despide a nin­gún súbdito suyo sin hacerle la jus­ticia que necesita! ¡También sé que es generoso con exceso y que nunca rehúsa nada a quien ha merecido sus favores con alguna acción bri­llante, algún hecho de bravura o al­gun servicio grande o pequeño! Pera, ¿puedes decirme en qué has sobre­salido tú hasta el presente, y qué títulos tienes para merecer ese favor incomparable que solicitas? Y ade­más, ¿dónde están los regalos que, como solicitante de gracias, tienes que ofrecer al rey en calidad de ho­menaje de súbdito leal a su sobe­ranoT?” El joven contestó: “¡Pues bien; si no se trata más que de hacer un buen regalo para obtener lo que anhela tanto mi alma, precisamente creo que ningún hombre sobre la tierra puede competir conmigo en ese terreno! Porque has de saber ¡oh madre! que esas frutas de todos co­lores que me traje del jardín subte­rráneo y que creía eran sencillamente bolas de vidrio sin valor ninguno, y buenas, a lo más, para, que jugasen los niños pequeños, son pedrerías inestimable como no las posee nin­gún sultán en la tierra. ¡Y vas a juzgar por ti misma, a pesar de tu poca experiencia en estas cosas! No tienes más que traerme de la cocina una fuente de porcelana en que que­pan, y ya verás qué efecto tan mara­villoso producen:”

Y aunque muy sorprendida de cuanto oía, la madre de Aladino fue a la cocina a buscar una fuente gran­de de porcelana blanca muy limpia y se la entregó a su hijo. Y Aladino, que ya había sacado las frutas con­sabidas, se dedicó a colocarlas con mucho arte en la porcelana, combi­nando sus distintos colores, sus for­mas y sus variedades. Y cuando hubo acabado se las puso delante de los ojos de su madre, que quedó absolu­tamente deslumbrada, tanto a causa de su brillo como de su hermosura. Y a pesar de que no estaba muy acostumbrada a ver pedrerías, no pudo por menos de exclamar: “¡Ya Alah! ¡qué admirable es esto!”. Y hasta se vio precisada, al cabo de un momento, a cerrar los ojos. Y acabó por decir: “¡Bien veo al presente que agradara al sultán el regalo, sin duda! ¡Pero la dificultad no es esa, sino que está, en el, paso que voy a dar; porque me parece que no podré resistir la majestad de la presencia del sultán, y que me quedaré inmó­vil, con la lengua turbada, y hasta quizá me desvanezca de emoción y de confusión! Pero aun suponiendo que pueda violentarme a mí misma por satisfacer tu alma llena de ese deseo, y logre exponer al sultán tu petición concerniente a su hija Badrú'l-Budur, ¿qué va a ocurrir? Sí, ¿qué va a ocurrir? ¡Pues bien, hijo mío; creerán que estoy loca, y me echarán del palacio, o irritado por semejante pretensión, el sultán nos castigará a ambos de manera terri­ble! Si a pesar de todo crees lo con­tracio, y suponiendo que el sultán preste oídos a tu demanda, me in­terrogará luego acerca de tu estado y condición. Y me dirá: “Sí, este regalo es muy hermoso, ¡oh mujer! ¿Pero quién eres? ¿Y quién es tu hijo Aladino? ¿Y qué hace? ¿Y quién es su padre? ¿Y con qué cuenta? ¡Y entonces me veré obligada a decir que no ejerces ningún oficio y que tu padre no era más que un pobre sastre entre los sastres del zoco!” Pero Aladino contestó: “¡Oh madre, está tranquila! ¡es imposible que el sultán te haga semejantes preguntas cuando vea las maravillosas pedre­rías colocadas a manera de frutas en la porcelana! No tengas, pues, mie­do, y no te preocupes por lo que no va a pasar. ¡Levántate, por el con­trario, y ve a ofrecerle el plato con su contenido y pídele para mí en matrimonio a su hija Badrú'l-Budur! ¡Y no apesadumbres tu pensamiento con un asunto tan fácil y tan sen­cillo! ¡Tampoco olvides, ademas, si todavía abrigas dudas con respecto al éxito, que poseo una lámpara que suplirá para mí a todos los oficios y a todas las ganancias!”

Y continuó hablando a su madre con tanto calor y seguridad, que aca­bó por convencerla completamente. Y la apremió para que se pusiera sus mejores trajes; y la entregó la fuente de porcelana, que se apresuró ella a envolver en un pañuelo atado por las cuatro puntas, para llevarla así en la mano. Y salió de la casa y se enca­minó al palacio del sultán. Y penetró en la sala de audiencias con la mu­chedumbre de solicitantes. Y se puso en primera fila, pero en una actitud muy humilde, en medio de los pre­sentes, que permanecían con los bra­zos cruzados, y los ojos bajos en señal del más profundo respeto. Y se abrió la sesión del diván cuando el sultán hizo su entrada, seguido de sus vi­sires, de sus emires y de sus guardias. Y el jefe de los escribas del sultán empezó a llamar a los solicitantes, unos tras otros, según la importancia de las súplicas. Y se despacharon los asuntos acto seguido. Y los sólici­tantes se marcharon, contentos unos por haber conseguido lo que desea­ban, otros muy alargados de nariz, y otros sin haber sido llamados por falta de tiempo. Y la madre de Ala­dino fue de estos últimos.

Así es que cuando vio que se había levantado la sesión y que el sol­tan se había retirado, seguido de sus visires, comprendió que no la que­daba qué hacer más que marcharse también ella. Y salió de palacio y volvió a su casa. Y Aladino, que en su impaciencia la esperaba a la puerta, la vio volver con la porce­lana en la mano todavía; y se extra­ñó y se quedó muy perplejo, y te­miento que hubiese sobrevenido alguna desgracia o alguna siniestra circunstancia, no quiso hacerle pre­guntas en la calle y se apresuró a arrastrarla a la casa, en donde, con la cara muy amarilla, la interrogó con la actitud y con los ojos, pues de emoción no podía abrir la boca. Y la pobre mujer le contó lo que ha­bía ocurrido, añadiendo: “Tienes que dispensar a tu madre por esta vez, hijo mía, pues no estoy acostumbra­da a frecuentar palacios; y la vista del sultán me ha turbado de tal mo­do, que no pude adelantarme a hacer mi petición. ¡Pero mañana, si Alah quiere, volveré a palacio y tendré más valor que hoy!” Y a pesar de to­da su impaciencia, Aladino se dio por muy contento al saber que no obe­decía a un motivo más grave el re­greso de su madre con la porcelana entro las manos. Y hasta le satisfizo mucho que se hubiese dado el paso más difícil sin contratiempos ni ma­las consecuencias para su madre y para él. Y se consoló al pensar que pronto iba a repararse el retrasó.

En efecto, al siguiente día la ma­dre de Aladino fue a palacio te­niendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo que envolvía el obsequio de pedrerías...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.


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