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西语阅读:《一千零一夜》连载三十四 d
日期:2011-10-15 22:24  点击:496

西语阅读:《一千零一夜》连载三十四 d

PERO CUANDO LLEGÓ LA 752 NOCHE

 

Ella dijo:

 

... De todos modos, la suerte de ambos esposos fue bastante aflictiva y calamitosa para una primera no­che de bodas.

Al siguiente día por la mañana, sin que Aladino tuviese necesidad de frotar la lámpara de nuevo, el efrit, cumpliendo la orden que se le dio, fue solo a esperar que se des­pertase el dueño de la lámpara. Y como tardara en despertarse, lanzó varias exclamaciones que asustaron a la princesa, a la cual no era posi­ble verle. Y Aladino abrió los ojos, y en cuanto hubo reconocido al efrit, se levantó del lado de la princesa, y se separó del lecho un poco, para no ser oído mas que por el efrit, y le dijo: “Date prisa a sacar del retrete al hijo del visir, y vuelve a dejarle en la cama en el sitio que ocupaba. Luego llévalos a ambos al palacio del sultán, dejándolos en el mismo lugar de donde los trajiste. ¡Y sobre todo, vigílales bien para impe­dirles que se acaricien, ni siquiera que se toquen!” Y el efrit de la lám­para contestó con el oído y la obe­diencia, y se apresuró primero a quitar el frío al joven del retrete y a ponerle en el lecho, al lado de la princesa, para transportales en se­guida a ambos a la cámara nupcial del palacio del sultán en menos tiempo del que se necesita para par­padear, sin que pudiesen ellos ver ni comprender lo que les sucedía, ni a que obedecía tan rápido cambio de domicilio. Y a fe que era lo me­jor que podía ocurrirles, porque la sola vista del espantable genni ser­vidor de la lámpara, sin duda alguna les habría asustado hasta morir.

Y he aquí que, apenas el efrit transportó a los dos recién casados a la habitación del palacio, el sultán y su esposa hicieron su entrada ma­tinal, impacientes por saber cómo había pasado su hija aquella primera noche de bodas y deseosos de feli­citárla y de ser los primeros en ver­la para desearle dicha y delicias pro­longadas. Y muy emocionados se acercaran al lecho de su hija, y la besaron con ternura entre, ambos ojos, diciéndole: “Bendita sea tu unión, oh hija de nuestro corazón! ¡Y ojalá veas germinar de tu fe­cundidad una larga sucesión de des­cendientes hermosos e ilustres que perpetúen la gloria y la nobleza de tu raza! ¡Ah! ¡dinos cómo has pasa­do esta primera noche, y de qué ma­nera se ha portado contigo tu espo­so!” ¡Y tras de hablar así, se calla­ron, aguardando su respuesta! Y he aquí que de pronto vieron que, en lugar de mostrar un rostro fresco y sonriente, estallaba ella en sollozos y les miraba con ojos muy abiertos, triste y preñados de lágrimas.

Entonces quisieron, interrogar al esposo, y miraron hacia el lado del lecho en que creían que aún estaría acostado; pero, precisamente en el mismo momento en que entraron ellas, había salido él de la habitación para lavarse todas las inmundicias con que tenía embadurnada la cara. Y creyeron que había ido al ham­man del palacio para tomar el ba­ño, como es costmbre después de la consumación del acto. Y de nue­vo se volvieron hacia su hija y le interrogaron ansiosamente, con el gesto, con la mirada y con la voz, acerca del motivo de sus lágrimas y su tristeza. Y como continuara ella callada, creyeron que sólo era el pudor propio de la primera noche de bodas lo que la impedía hablar, y que sus lagrimas eran lágrimas propias de las circunstancias, y espe­raron un momento. Pero como la situación amenazaba con durar mu­cho tiempo y el llanto de la princesa aumentaba, a la reina la faltó pa­ciencia; y acabó por decir a la prin­cesa, con tono malhumoarado: “Va­ya, hija mía, ¿quieres contestarme y contestar a tu padre ya? ¿Y vas a seguir así por mucho rato todavía? También yo, hija mía, estuve recién casada como tú y antes que tú; pe­ro supe tener tacto para no prolon­gar con exceso esas actitudes de ga­llina asustada. ¡Y además, te olvidas de que al presente nos estás faltan­do al respeto que nos debes con no contestar a nuestras preguntas!”

Al oír estas palabras de su madre, que se había puesto seria, la pobre princesa, abrumada en todos senti­dos a la vez, se vio obligada a salir del silencio que guardaba, y lanzan­do un suspiro prolongado y muy triste, contestó: “¡Alah me perdone si falté al respeto que debo a mi pa­dre y mi madre; pero me disculpa el hecho de estar en extrenio turba­da y muy emocionada y muy triste y muy estupefacta de todo lo que me ha ocurrido esta noche!” Y con­tó todo lo que le había sucedido la noche anterior, no como las cosas habían pasado realmente, sino sólo como pudo juzgar acerca de ellas con sus ojos. Dijo que apenas se acostó en el lecho al lado de su es­poso, el hijo del visir, había sentido conmoverse el lecho debajo de ella; que se había visto transportada en un abrir y cerrar de ojos desde la cámara nupcial a una casa que ja­más había visitado antes; que la ha­bían separado de su esposo, sin que pudiese ella saber de qué manera le habían sacado y reintegrado lue­go; que le había reemplazado, du­rante toda la noche, un joven her­moso, muy respetuoso desde luego y en extrema atento, el cual, para no verse expuesto a abusar de ella, ha­bía dejado su sable desenvainado en­tre ambos y se había dormido con la cara vuelta a la pared; y por úl­timo, que a la mañana, vuelto ya al lecho su esposo, de nuevo se la había transportado con él a su cá­mara nupcial del palacio, apresuran­dose él a levantarse para correr al hammam con objeto de limpiarse un cúmulo de cosas horribles, que le cubrían la cara. Y añadió: “¡Y en ese momento vi entrar a ambos para darme los buenos días y pedirme no­ticias! ¡Ay de mí! ¡Ya sólo me res­ta morir!” Y tras de hablar así, es­condió la cabeza en las almohadas, sacudida por sollozos dolorosos.

Ciando el sultán y su esposa oye­ron estas palabras de su hija Badrú'l-­Budur, se quedaron estupefactos, y mirándose con los ojos en blanco y las caras alargadas, sin dudar ya de que hubiese ella perdido la razón aquella noche en que su virginidad fue herida por primera vez., Y no quisieron dar fe a ninguna de sus palabras; y su madre le dijo con voz confidencial: “¡Así ocurren siempre estas cosas, hija mía! ¡Pero guárdate bien de decírselo a nadie, porque es­tas cosas no se cuentan nunca! ¡Y las personas que te oyeran te toma­rían por loca! Levántate, pues, y no te preoupes por eso, y procura no turbar con tu mala cara los festejos que se dan hoy en palacio en henar tuyo, y que van a durar cuarenta días y cuarenta noches, no solamente en nuestra ciudad, sino en todo el reino. ¡Vamos, hija mía, alégrate y olvida ya los diversos incidentes de esta noche!”

Luego la reina llamó a sus muje­res y las encargó que se cuidaran del tocado de la princesa; y con el sultán, que estaba muy perplejo, sa­lió en busca de su yerno, el hija del visir. Y acabaron por encontrárle cuando volvía del hamman. Y para saber a qué atenerse con respecto a lo que decía su hija, la reina empe­zó a interrogar al asustado joven acerca de lo que había pasado. Pe­ro no quiso él declarar nada de lo que hubo de sufrir, y ocultando toda la aventura por miedo de que le to­mara a broma y le rechazaran otra vez los padres de su esposa, se limi­tó a contestar: “¡Por Alah! ¿y qué ha pasado para que me .interroguéis con ese aspecto tan singular?” Y en­tonces, cada vez más persuadida la sultana de que todo lo que le había contado su hija era efecto de alguna pesadilla, creyó lo más oportuno no insistir con su yerno, y le dijo: “¡Glo­rificado sea Alah, por todo lo que pasó sin daño ni dolor! ¡Te reco­miendo, hijo mío, mucha suavidad con tu esposa, porque está delicada!”

Y después de estas palabras le dejó y fue a sus aposentos para ocu­parse de los regocijos y diversiones del día. ¡Y he aquí lo referente a ella y a los recién casados!

En cuanto a Aladino, que sospe­chaba lo que ocurría en palacio, pa­só el día deleitándose al pensar en la broma excelente de que acababa de hacer víctima al hijo del visir. Pero no se dio por satisfecho, y qui­so saborear hasta el fin la humilla­ciáis de su rival. Así es que le pareció lo más acertado no dejarle un momento de tranquilidad; y en cuan­to llegó la noche cogió la lámpara y la frotó. Y se le apareció el genni, pronunciando la misma fórmula que las otras veces. Y le dijo Aladi­no: “¡Oh servidor de la lámpara, ve al palacio del sultán! Y en cuanta veas acostados juntos a los recién ca­sados, cógelos con lecho y todo y tráemelos aquí, como hiciste la noche anterior.” Y el genni se apresuró a ejecutar la orden, y no tardó en vol­ver con su carga, depositándola en el cuarto de Aladino para coger en se­guida al hijo del visir y meterle de cabeza en el retrete. Y no dejó Ala­dino de ocupar el sitio vacío y de acostarse al lado de la princesa, pero con tanta decencia como la vez pri­mera. Y tras de colocar el sable en­tre ambos, se volvió de cara a la pa­red y se durmió tranquilamente. Y al siguiente día todo ocurrió exacta­mente igual que la víspera, pues el efrit, siguiendo las órdenes de Ala­dino, volvió a dejar al joven junto a Badrú'l-Budur, y les transportó a ambos con el lecho a la cámara nup­cial del palacio del sultán.

Pero el sultán, mas impaciente que nunca por saber de su hija des­pués de la segunda noche, llegó a la cámara nupcial en aquel mismo mo­mentol completamente solo, porque temía el malhumor de su esposa la sultana y prefería interrogar por sí mismo a la princesa. Y no bien el hijo del visir, en el límite de la mor­tificación, oyó los pasos del sultán, saltó del lecho y huyó fuera de la habitación para correr a limpiarse en el hammam. Y entró el sultán y se acercó al lecho de su hija; y levantó las cortinas; y después de besar a la princesa, le dijo: “¡Supongo, hija mía, que esta noche no habrás teni­do una pesadilla tan horrible como la que ayer nos contaste con sus ex­travagantes peripecias! ¡Vaya! ¿quie­res decirme cómo has pasado esta noche?” Pero en vez de contestar, la princesa rompió en sollozos, y se tapó la cara con las manos para no ver las ojos irritados de su padre, que no comprendía nada de todo aquello. Y estuvo esperando él un buen rato para. darle tiempo a que se calmase; pero como ella continua­ra llorando y suspirando, acabó por enfurecerse y sacó su sable, y ex­clamó: “¡Por mi vida, que si no quieres decirme en seguida la ver­dad, te separo de los hombros la cabeza!”

Entonces, doblemente espantada, la pobre princesa se vio en la preci­sión de interrumpir sus lágrimas; y dijo con voz entrecortada: “¡Oh pa­dre mío bienamado! ¡por favor, no te enfades conmigo! ¡Porque, si quie­res escucharme ahora que no está mi madre para excitarte contra mí; sin duda alguna me disculparás y me compadecerás y tomarás las precau­ciones necesarias para impedir que me muera de confusión y espanto! ¡Pues si vuelvo a soportar las cosas terribles que he soportado esta no­che, al día siguiente me encontrarás muerta en mi lecha! ¡Ten piedad de mí, pues, ¡oh padre mío! y deja que tu oído y tu corazón se compadezcan de mis penas y de mi emoción!” Y como entonces no sentía la presencia de su esposa, el sultán, que tenía un corazón compasivo, se inclinó hacia su hija, y la besó y la acarició y apaciguó su inquieta alma. Luego le dijo: “¡Y ahora, hija mía, calma tu espíritu y refresca tus ojos! ¡Y con toda confianza cuéntale a tu padre detalladamente los incidentes que esta noche te han puesto en tal esta­do de emoción y terror!” Y apo­yando la cabeza en el pecho de su padre, la princesa le contó, sin ol­vidar nada, todas las molestias que había sufrido las dos noches que acababa de pasar; y terminó su relato, añadiendo: “¡Mejor será ¡oh padre mío bienamado! que interrogues también al hijo del visir, a fin de que te confirme mis palabras!”

Y el sultán, al oír el relato de aquella extraña aventura, llegó al lí­mite de la perplejidad, y compartió la pena de su hija, y como la amaba tanto, sintió humedecerse de lágri­mas sus ojos. Y le dijo él: “La ver­dad, hija mía, es que yo solo soy el causante de todo eso tan terrible que te sucede, pues te casé con un pasmado que no sabe defenderte y resguardarte de esas aventuras sin­gulares. ¡Por que lo cierto es que quise labrar tu dicha con ese ma­trinionio, y no tu desdicha y tu muerte! ¡Por Alah, que en seguida voy a hacer que vengan el visir y el cretino de su hijo, y les voy a pedir explicaciones de todo esto! ¡Pero, de todos modos; puedes estar tran­quila en absoluto, hija mía, porque no se repetirán esos sucesos! ¡Te lo juro por vida de mi cabeza!” Luego se separó de ella, dejándola al cui­dado de sus mujeres, y regresó a sus aposentos, hirviendo en cólera.

Y al punto hizo ir a su gran visir, y en cuanto se presentó entre sus manos, le gritó: “¿Dónde está el en­trometido de tu hijo?” ¿Y qué te ha dicho de los sucesos ocurridos estas ­dos últimas noches?” El gran visir contestó estupefacto:' “No sé a qué te refieres, ¡oh rey del tiempo! ¡Na­da me ha dicho mi hijo que pueda explicarme la cólera de nuestro rey! ¡Pero, si me lo permites, ahora mismo iré a buscarle y a interrogarle!” Y dijo el sultán. “¡Ve! ¡Y vuelve pronto a traerme la respuesta!” Y el gran visir, con la nariz muy alargada, salió doblando la espalda, y fue en busca de su hijo, a quien en­contró en el hamman dedicado a lavarse las inmundicias que le cu­brían. Y le gritó: “¡Oh hijo de pe­rro! ¿por qué me has ocultado la verdad? ¡Si no me pones en seguida al corriente de los sucesos de estas dos últimas noches, será éste tu último día!” Y el hijo bajó la cabeza y contestó: “¡Ay! ¡oh padre mío! ¡sólo la vergüenza me impidió hasta el presente, revelarte las enfadosas aventuras de estas dos últimas no­ches y los incalificables tratos que sufrí, sin tener posibilidad, de defen­derme ni siquiera de saber cómo y en virtud de qué poderes enemigos nos ha sucedido todo, eso a ambos en nuestro lecho!” Y contó a su pa­dre la historia con todos sus detalles, sin olvidar nada. Pero no hay utili­dad en repetirla. Y añadió: “¡En cuanto a mí, ¡oh padre mío! prefiero la muerte a semejante vida! ¡Y hago ante ti el triple juramento del divor­cio definitivo con la hija del sultán! ¡Te suplico, pues, que vayas en bus­ca del sultán y le hagas admitir la declaración de nulidad de mi ma­trimonio con su hija Badrú'l-Budur! ¡Porque es el único medio de que cesen esos malos tratos y de tener tranquilidad! ¡Y entonces podré dor­mir en mi lecho en lugar de pasarme las noches en los retretes!”

Al oír estas palabras de su hijo, el gran visir quedó muy apenado. Porque la aspiración de su vida ha­bía sido ver casado a su hijo con la hija del sultán, y le costaba mucho trabajo renunciara tan gran honor. Así es que, aunque convencido de la necesidad del divorcio en tales cir­cunstancias, dijo a su hijo: “Claro ¡oh hijo mío! que no es posible so­portar por más tiempo semejantes tratos.” ¡Pero, piensa en lo que pier­des con ese divorcio! ¿No será me­jor tener paciencia todavía una no­che, durante la cual vigilaremos to­dos junto a la cámara nupcial, con los eunucos armados de sables y de palos? ¿Qué te parece?” El hijo con­testó: “Haz lo que gustes, ¡oh gran visir, padre mío! ¡En cuanto a mí, estoy resuelto a no entrar ya en esa habitación de brea!”

Entonces el visir separóse de su hijo, y fue en busca del rey. Y se mantuvo de pie entre sus manos, ba­jando la cabeza. Y el rey le pregun­tó: “¿Qué tienes que decirme?” El visir contestó: “¡Por vida de nuestro amo, que es muy cierto lo que ha contado la princesa Badrú'l-Budur! ¡Pero la culpa no la tiene mi hijo! De todos modos, no conviene que la princesa siga expuesta a nuevas molestias por causa de mi hijo. ¡Y si lo permites, mejor será que am­bos esposos vivan en adelante sepa­rados por el divorcio!” Y dijo el rey: ' “¡Por Alah, que tienes razón! ¡Pero, a no ser hijo tuyo el esposo de mi hija, la hubiese dejado libre a ella con la muerte de él! ¡Que se divorcien, pues!” Y al pinto dio el sultán las órdenes oportunas para que cesaran los regocijos públicos, tanto en el palacio como en la ciu­dad y en todo él reino de la China, e hizo proclamar el divorcio de su hija Badrú’l-Budur con el hijo del gran visir, dando a entender que no se había consumado nada.

  En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y calló discretamente.


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