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《一千零一夜》连载三十五h
日期:2011-11-29 07:03  点击:3182

《一千零一夜》连载三十五h

En espera de que regresasen, Ala­dino, que veía que el rey empezaba a estar inquieto por el resultado de la empresa y que interiormente se re­gocijaba en extremo de la cosa, qui­so distraerle con un concierto. E hi­zo una seña a uno de los jóvenes efrits esclavos suyos, el cual hizo entrar al punto un grupo de canta­rinas, tan hermosas, que cada una de ellas podía decir a la luna: “¡Le­vántate para que me siente en tu sitio!”, y dotadas de una voz encan­tadora que podía decir al ruiseñor ¡Cállate para escuchar cómo can­to!” Y en efecto, consiguieron con la armonía que el rey tuviese un po­co de paciencia.

Pero en cuanto llegaron los guar­dias el sultán entregó en seguida a joyeros y orfebres las pedrerías pro­cedentes del despojo de las consa­bidas personas ricas, y es dijo: “Y bien, ¿qué tenéis que decir ahora?” Ellos contestaron: “¡Por Alah, ¡oh señor, nuestro! que aun nos falta mu­cho! ¡Y necesitaremos ocho veces más materiales que los que poseemos al presente! ¡Además, para hacer bien este trabajo, precisamos por lo me­nos un plazo de tres meses, poniendo manos a la obra de día y de noche!”

Al oír estas palabras, el rey llegó al límite el desaliento y de la per­plejidad, y sintió alargársele la nariz hasta los pies de lo que le avergon­zaba su impotencia en circunstancias tan penosas para su amor propio. Entonces Aladino, sin querer ya pro­longar más la prueba a la que le hubo de someter, y dándose, por sa­tisfecho, se encaró con los orfebres y joyeras, y les dijo: “¡Recoged lo que os pertenece y salid!” Y dijo a los guardias: “¡Devolved las pedre­rías a sus dueños!” Y dijo al rey. “¡Oh rey del tiempo! ¡no sería bien que admitiera de ti yo lo que te di una vez! ¡Te ruego, pues, veas con agrado que te restituya yo estas frutas de pedrerías y te reemplace en lo que falta hacer para llevar a cabo la ornamentación de esa ven­tana! ¡Solamente te suplico que me esperes en el aposento de mi esposa Badrú’l-Budur, porque no puedo tra­bajar ni dar ninguna orden cuando sé que me están mirando!” Y el rey se retiró con su hija Badrú’l-Budur para no importunar a Aladino.

Entonces Aladino sacó del fondo de un armario de nácar la lámpara mágica; que había tenido mucho cui­dado de no olvidan en la mudanza de la antigua casa al palacio, y la frotó como tenía por costumbre ha­cerlo. Y al instante apareció el efrit y se inclinó ante Aladino esperando sus órdenes. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡te he hecho venir para que hagas, de todo punto semejante a sus hermanas, la venta­na número noventa y nueve!” Y apenas había él formulado está pe­tición cuando desapareció el efrit. Y oyó Aladino como una infinidad de martillazos- y chirridos de limas en la ventana consabida; y en menos tiempo del que el sediento necesita para beberse un vaso de agua fresca, vio aparecer y quedar rematada la milagrosa ornamentación de pedre­rías de la ventana. Y no pudo encon­trar la diferencia con las otras. Y fue en busca del sultán y le rogó que le acompañara a la sala de la cúpula.

Cuando el sultán llegó frente a la ventana, que había visto tan im­perfecta unos instantes antes, creyó que se había equivocado de sitio, sin poder diferenciarla de las otras. Pero cuando después de dar la vuelta va­rias veces a la cúpula, comprobó que en tan poco tiempo se había hecho aquel trabajo, para cuya terminación exigían tres meses enteros todos los joyeros y orfebres reunidos, llegó al límite de la maravilla, y besó a Ala­dino entre ambos ojos, y le dijo: ¡Ah! ¡hijo mío Aladino, conforme te conozco más, me pareces más admirable!” Y envió a buscar al gran visir, y le mostró con el dedo la ma­ravilla que le entusiasmaba, y le dijo con acento irónico: “Y bien, visir, ¿qué te parece`?” Y el visir, que no se olvidaba de su antiguo rencor, se convenció cada vez más, al ver la cosa, de que Aladino era un hechicero, un herético y un filósofo alquimista. Pero se guardó mucho de dejar trans­lucir sus pensamientos al sultán, a quien sabía muy adicto a su nuevo yerno, y sin entrar en conversación con él le dejó con su maravilla y se limitó a contestar: “¡Alah es el más grande!”

Y he aquí que, desde aquel día, el sultán no dejó de ir a pasar, des­pués del diván; algunas horas cada tarde en compañía de su yerno Ala­dino y de su hija Badrú’l-Budur, pa­ra contemplar las maravillas del pa­lacio, en donde siempre encontraba cosas nuevas más admirables que las antiguas, y que le maravillaban y le transportaban.

En cuanto a Aladino, lejos de en­vanecerse con lo agradable de su nueva vida, tuvo cuidado de consa­grarse, durante las horas que no pa­saba con su esposa Badrú't-Budur, a hacer el bien a su alrededor y a informarse de las gentes pobres pa­ra socorrerlas. Porque no olvidaba su antigua condición y la miseria en que había vivido con su madre en los años de su niñez. Y además, siempre que salía a caballo se hacía escoltar por algunos esclavos que, si­guiendo órdenes suyas, no dejaban de tirar en todo el recorrido puñados de dinares de oro a la muche­dumbre que acudía a su paso. Y a diario, después de la comida de me­diodía y de ta noche, hacía repartir entre los pobres las sobras de su me­sa, que bastarían para alimentar a más de cinco mil personas. Así es que su conducta tan generosa y su bondad y su modestia le granjearon el afecto de todo el pueblo y le atra­jeron las bendiciones de todos los habitantes. Y no había ni uno que no jurase por su nombre y por su vida. Pero lo que acabó de conquis­tarle los corazones y cimentar su fama fue cierta gran victoria que lo­gro sobre unas tribus rebeladas con­tra el sultán, y donde había dado prueba de un valor maravilloso y de cualidades guerreras que superaban á las hazañas de los héroes más fa­mosos. Y Badrú’l-Budur le amó ca­da vez mas, y cada vez felicitóse mas de su feliz destino que le había dado por esposo al único hombre que se la merecía verdaderamente. Y de tal suerte vivió Aladino varios años de dicha perfecta entre su es­posa y su madre, rodeado del afecto y la abnegación de grandes y pe­queños, y más querido y más respe­tado que el mismo sultán, quien, por cierto continuaba teniéndole en alta estima y sintiendo por él una admi­ración ilimitada. ¡Y he aquí lo refe­rente a Aladino!

¡He aquí ahora lo que se refiere al mago maghrebín a quien encontra­mos al principio de todos estos acon­tecimientos y que, sin querer, fue causa de la fortuna de Aladino!

Cuando abandonó a Aladino en el subterráneo, para dejarle morir de sed y de hambre, se volvió a su país al fondo del Maghreb lejano. Y se pasaba el tiempo entristeciéndose con el mal resultado de su expedi­ción y lamentando las penas y fati­gas que había soportado tan vana­mente para conquistar la lámpara mágica. Y pensaba en la fatalidad que le había quitado de los labios el bocado que tanto trabajo le costó confeccionar. Y no transcurría día sin que el recuerdo lleno de amargura de aquellas cosas asaltase su memo­ria y le hiciese maldecir a Aladino y el momento en que se encontró con Aladino. Y un día que estaba más lleno de rencor que de ordina­rio acabó por sentir curiosidad por los detalles de la muerte de Ala­dino. Y a este efecto, como estaba muy versado en la geomancia, cogió su mesa de arena adivinatoria, que hubo de sacar del fondo de un, ar­mario, sentóse sobre una estera cua­drada en medio de un círculo tra­zado con rojo, alisó la arena, arregló los granos machos y los granos hem­bras, las madres y las hijos, murmu­ró las fórmulas geomanticas, y dijo: “Está bien, ¡oh arena! veamos. ¿Qué ha sido de la lámpara mágica? ¿Y cómo murió ese miserable, que se llamaba Aladino?” Y pronun­ciando estas palabras agitó la are­na con arreglo al rito. Y he aquí que nacieron las figuras y se for­mó el horóscopo. Y el maghrebín, en el límite de la estupefacción, después de un examen detallado de las figuras del horóscopo, des­cubrió sin ningún género de duda que Aladino no estaba muerto, sino muy vivo, que era dueño de la lám­para mágica, y que vivía con esplen­dor, riquezas y honores, casado con la princesa Badrú’l-Budur, hija del rey de la China, a. la cual amaba y la cual le amaba, y por último, que no se le conocía en todo el imperio de la China e incluso en las fron­teras del mundo más que con el nombre del emir Aladino.

Cuando el mago se enteró de tal suerte, por medio de las operaciones de su geomancia y de su descrei­miento, de aquellas cosas que estaba tan lejos de esperarse, espumajeó de rabia y escupió al aire y al suelo, di­ciendo: “Escupo en tu cara. Piso tu cabeza, ¡oh Aladino! ¡oh pájaro de horca! ¡oh rostro de pez y de brea!..

  En éste, momento de su narración, Schahrazaa vio aparecerla mañana, y se calló discretamente.


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