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《总统先生》(18)
日期:2011-12-25 03:26  点击:239

《总统先生》(18)


XVIII
Toquidos
¡Ton-torón-ton! ¡Ton-torón-ton!
Como buscaniguas corrieron los aldabonazos por toda la casa, despertando al perro que en el acto ladró hacia la calle. El ruido le había quemado el sueño. Camila volvió la cabeza a Cara de Ángel —en la puerta de su tío Juan ya se sentía segura— y le dijo muy ufana:
—¡Ladra porque no me ha conocido! ¡Rubí! ¡Rubí! —agregó llamando al perro que no dejaba de ladrar—. ¡Rubí! ¡Rubí!, ¡soy yo! ¿No me conoce, Rubí? Corra, vaya a que vengan luego a abrir.
Y volviéndose otra vez a Cara de Ángel:
—¡Vamos a esperar un momentito!
—¡Sí, sí, por mí no tenga cuidado, esperemos!
Este hablaba con desmigado decir, como el que lo ha perdido todo, a quien todo le da igual.
—Tal vez no han oído, será menester tocar más duro.
Y levantó y dejó caer el llamador muchas veces; un llamador de bronce dorado, que tenía forma de mano.
—Las criadas deben estar dormidas; aunque ya era tiempo que hubiesen salido a ver. Por algo mi papá, que padece de no dormir, dice siempre que pasa mala noche: «¡Quién con sueño de criada!»
Rubí era el único que daba señales de vida en toda la casa. Su ladrar se oía cuándo en el zaguán, cuándo en el patio. Correteaba incansable tras los toquidos, piedras lanzadas contra el silencio que a Camila se le iba haciendo tranca en la garganta.
—¡Es extraño! —observó sin separarse de la puerta—. ¡Indudablemente están dormidos; voy a tocar más duro a ver si salen! ¡Ton-torón-ton-ton... Ton-ton-torontón!
—¡Ahora vendrán! Es que sin duda no habían oído...
—¡Primero están saliendo los vecinos! —dijo Cara de Ángel; aunque no se veía en la neblina, se oía el ruido de las puertas. —Pero no tiene nada, ¿verdad?
—¡Más que fuera, toque, toque, no tenga cuidado!
—Vamos a aguardar un ratito a ver si ahora vienen...
Y mentalmente Camila fue contando para hacer tiempo: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veintitrés, veintitrés..., veinticuatro..., ve in ti cinco...
—¡No vienen!
—... veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve, tre in ta..., treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro..., treinta y cinco... —le daba miedo llegar a cincuenta— ... treinta y seis... treinta y siete, treinta y ocho...
Repentinamente, sin saber por qué, había sentido que era verdad lo que Cara de Ángel le afirmara de su tío Juan, y con ahogo y alarma aldabeó una y muchas veces más. ¡Ton-tororón! Ya no quitaba la mano del tocador... ¡Tororón-ton, tororón-ton! ¡No podía ser! Ton-ton-ton- ton-tontontontontonton tontontontontontontontontonton...
La respuesta fue siempre la misma; el interminable ladrar del perro. ¿Qué les hizo ella, que ella ignoraba, para que no le abrieran la puerta de su casa? Llamó de nuevo. Su esperanza renacía a cada aldabonazo. ¿Qué iba a ser de ella si la dejaban en la calle? De sólo pensarlo se le dormía el cuerpo. Llamó y llamó. Llamó con saña, como si diera de martillazos en la cabeza de un enemigo. Sentía los pies pesados, la boca amarga, la lengua como estropajo y en los dientes la bullidora picazón del miedo.
Una ventana hizo ruido de rasguño y hasta se adivinaron voces. Todo su cuerpo se recalentó. ¡Ya salían, bendito sea Dios! Le agradaba separarse de aquel hombre cuyos ojos negros despedían fosforescencias diabólicas, como los de los gatos; de aquel individuo repugnante a pesar de ser bello como un ángel. En ese momentito, el mundo de la casa y el mundo de la calle, separados por la puerta, se rozaban como dos astros sin luz. La casa permite comer el pan en oculto —el pan comido en oculto es suave, enseña la sabiduría—; posee la seguridad de lo que permanece y apareja la consideración social, y es como retrato familiar, en el que el papá se esmera en el nudo de la corbata, la mamá luce sus mejores joyas y los niños están peinados con Agua Florida legítima. No así la calle, mundo de inestabilidades, peligroso, aventurado, falso como los espejos, lavadero público de suciedades de vecindario.
¡Cuántas veces había jugado de niña en aquella puerta! ¡Cuántas otras, en tanto su papá y su tío Juan conversaban de sus asuntos, ya para despedirse, ella se había entretenido en mirar desde allí los aleros de las casas vecinas, recortados como lomos escamosos sobre el azul del cielo!
—¿No oyó usted que salieron por esa ventana? ¿Verdad que sí? Pero no abren. O... nos equivocaríamos de casa... ¡Tendría gracia!
Y soltando el tocador se bajó del andén para verle la cara a la casa. No se había equivocado. Sí que era la de su tío Juan «Juan Canales. Constructor», decía en la puerta una placa de metal. Como un niño, hizo pucheros y soltó el llanto. Los caballitos de sus lágrimas arrastraban desde lo más remoto de su cerebro la idea negra de que era verdad lo que afirmó Cara de Ángel al salir de El Tus-Tep. Ella no quería creerlo, aunque fuera cierto.
La neblina vendaba las calles. Estuquería de natas con color de pulque y olor a verdolaga.
—Acompáñame a casa de mis otros tíos; vamos primero a ver a mi tío Luis, si le parece.
—Adonde usted diga...
—Véngase, pues... —el llanto le caía de los ojos como una lluvia—; aquí no me han querido abrir...
Y echaron adelante. Ella volviendo la cabeza a cada paso —no abandonaba la esperanza de que por último abrieran— y Cara de Ángel, sombrío. Ya vería don Juan Canales; era imposible que él dejara sin venganzas semejante ultraje. Cada vez más lejos, el perro seguía ladrando. Pronto desapareció todo consuelo. Ni el perro se oía ya. Frente al Cuño encontraron un cartero borracho. Iba arrojando las cartas a mitad de la calle como dormido. Casi no podía dar un paso. De vez en vez alzaba los brazos y reía con cacareo de ave doméstica, en lucha con los alambres de sus babas enredados en los botones del uniforme. Camila y Cara de Ángel, movidos por el mismo resorte, se pusieron a recogerle las cartas y a ponérselas en la mochila, advirtiéndole que no las botara de nuevo.
—¡Mu... uchas gra... cias...; le es... digo... que mu... uchas... gra... cias!— deletreaba las palabras, recostado en un bastión del Cuño. Después, cuando aquéllos le dejaron, ya con las cartas en el bolso, se alejó cantando:
¡Para subir al cielo
se necesita,
una escalera grande
y una chiquita!
Y mitad cantando, mitad hablando, añadió con otra música:
¡Suba, suba, suba,
la Virgen al cielo,
suba, suba, suba,
subirá a su Reino!
—¡Cuando San Juan baje el dedo, yo, «Gup... Gup... Gu... mercindo» Solares, ya no seré cartero, ya no seré cartero, ya no seré cartero... Y cantando:
¡Cuando yo me muera
quién me enterrará
sólo las Hermanas
de la Caridad!
—¡Ay, juín juín juilín, por demás estás, por demás estás, por demás estás!
En la neblina se perdió dando tumbos. Era un hombrecillo cabezón. El uniforme le quedaba grande y la gorra pequeña.
Mientras tanto, don Juan Canales hacía lo imposible por ponerse en comunicación con su hermano José Antonio. La central de teléfonos no contestaba y ya el ruido del manubrio le producía bascas. Por fin le respondieron con voz de ultratumba. Pidió la casa de don José Antonio Canales y, contra lo que esperaba, inmediatamente la voz de su hermano mayor se oyó en el aparato.
—... Sí, sí, Juan es el que te habla... ...Creí que no me habías conocido... Pues figúrate... Ella y el tipo, sí... Ya lo creo, ya lo creo... ... Por supuesto... ...Sí, sí... ¿Qué me dices?... ...¡Nooo, no le abrimos!... ...Ya te figuras... ...Y, sin duda, que de aquí se fueron para allá contigo... ...¿Qué, qué?... Ya me lo suponía así... ¡Nos dejaron temblando!... ¡También a ustedes, y para tu mujer el susto no estuvo bueno; mi mujer quería salir a la puerta, pero yo me opuse! ¡Naturalmente! Naturalmente, eso se cae de su peso. ... Bueno, el vecindario allí contig... ...Sí, hombre... ...Y aquí conmigo peor. Deben estar para echar chispas... Y de tu casa seguramente que se fueron para donde Luis... ¡Ah!, ¿no? ¿Ya venían?...
Un palor calderil, de luego en luego claridad sumisa, jugo de limón, jugo de naranja, rubor de hoguera nueva, oro mate de primera llama, luz de amanecer, les agarró en la calle, cuando volvían de llamar inútilmente a la casa de don José Antonio.
A cada paso repetía Camila:
—¡Yo me las arreglaré!
Los dientes le castañeaban del frío. Las praderas de sus ojos, húmedas de llanto, veían pintar la mañana con insospechada amargura. Había tomado el aire de las personas heridas por la fatalidad. Su andar era poco suelto. Su gesto un no estar en sí.
Los pajaritos saludaban la aurora en los jardines de los parques públicos y en los del interior de las casas, los pequeños jardines de los patios. Un concierto celestial de músicas trémulas subía al azul divino del amanecer, mientras despertaban las rosas y mientras, por otro lado, el tantaneo de las campanas, que daban los buenos días a Nuestro Señor, alternaba con los golpes fofos de las carnicerías donde hachaban la carne; y el solfeo de los gallos que con las alas se contaban los compases, con las descargas en sordina de las panaderías al caer el pan en las bateas; y las voces y pasos de los trasnochadores con el ruido de alguna puerta abierta por viejecilla en busca de comunión o mucama en busca de pan para el viajero que en desayunando saldría a tomar el tren.
Amanecía...
Los zopilotes se disputaban el cadáver de un gato a picotazo limpio. Los perros perseguían a las perras, jadeantes, con los ojos enardecidos y la lengua fuera. Un perro pasaba renqueando, con la cola entre las piernas, y apenas si volvía a mirar, melancólico y medroso, para enseñar los dientes. A lo largo de puertas y muros dibujaban los canes las cataratas del Niágara.
Amanecía...
Las cuadrillas de indios que barrían durante la noche las calles céntricas regresaban a sus ranchos uno tras otro, como fantasmas vestidos de jerga, riéndose y hablando en una lengua que sonaba a canto de chicharra en el silencio matinal. Las escobas a manera de paraguas cogidas con el sobaco. Los dientes de turrón en las caras de cobre. Descalzos. Rotos. A veces se detenía uno de ellos a la orilla del andén y se sonaba al aire, inclinándose al tiempo de apretarse la nariz con el pulgar y el índice. Delante de las puertas de los templos todos se quitaban el sombrero.
Amanecía...
Araucarias inaccesibles, telarañas verdes para cazar estrellas fugaces. Nubes de primera comunión. Pitos de locomotoras extranjeras.
La Masacuata se felicitó de verles volver juntos. No pudo cerrar los ojos de la pena en toda la noche e iba a salir en seguida para la Penitenciaría con el desayuno de Lucio Vásquez.
Cara de Ángel se despidió, mientras Camila lloraba su desgracia increíble.
—¡Hasta luego! —dijo sin saber por qué; él ya no tenía qué hacer allí.
Y al salir sintió por primera vez, desde la muerte de su madre, los ojos llenos de lágrimas.


 


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