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《总统先生》(19)
日期:2011-12-25 03:28  点击:233

《总统先生》(19)

XIX
Las cuentas y el chocolate
El Auditor de Guerra acabó de tomar su chocolate de arroz con una doble empinada de pocillo, para beberse hasta el asiento; luego se limpió el bigote color de ala de mosca con la manga de la camisa y, acercándose a la luz de la lámpara, metió los ojos en el recipiente para ver si se lo había bebido todo. Entre sus papelotes y sus códigos mugrientos, silencioso y feo, miope y glotón, no se podía decir, cuando se quitaba el cuello, si era hombre o mujer aquel Licenciado en Derecho, aquel árbol de papel sellado, cuyas raíces nutríanse de todas las clases sociales, hasta de las más humildes y miserables. Nunca, sin duda, vieran las generaciones un hambre tal de papel sellado. Al sacar los ojos del pocillo, que examinó con el dedo para ver si no había dejado nada, vio asomar por la única puerta de su escritorio a la sirvienta, espectro que arrastraba los pies como si los zapatos le quedaran grandes, poco a poco, uno tras otro, uno tras otro.
—.Ya te bebiste el chocolate, dirés!
—¡Sí, Dios te lo pague, estaba muy sabroso! A mí me gusta cuando por el tragadero le pasa a uno el pusunque.
—¿Dónde pusiste la taza? —inquirió la sirvienta, buscando entre los libros que hacían sombra sobre la mesa.
—¡Allí! ¿No la estás viendo?
—Ahora que decís eso, mirá, ya estos cajones están llenos de papel sellado. Mañana, si te parece, saldré a ver qué se vende.
—Pero que sea con modo, para que no se sepa. La gente es muy fregada.
—¡Vos estás creyendo que no tengo dos dedos de frente! Hay como sobre cuatrocientas fojas a veinticinco centavos, como doscientas de a cincuenta... Las estuve contando mientras que se calentaban mis planchas ahora en la tardecita.
Un toquido en la puerta de la calle le cortó la palabra a la sirvienta.
—¡Qué manera de tocar, imbéciles! —respingó el Auditor. —Si así tocan siempre... A saber quién será... Muchas veces estoy yo en la cocina y hasta allá llegan los toquidotes...
La sirvienta dijo estas últimas palabras ya para salir a ver quién llamaba. Parecía un paraguas la pobre, con su cabeza pequeña y sus enaguas largas y descoloridas.
—¡Que no estoy! —le gritó el Auditor—. Y mirá, mejor si salís por la ventana...
Transcurridos unos momentos volvió la vieja, siempre arrastrando los pies, con una carta.
—Esperan contestación...
El Auditor rompió el sobre de mal modo; pasó los ojos por la tarjetita que encerraba y dijo a la sirvienta con el gesto endulzado:
—¡Que está recibida!
Y ésta, arrastrando los pies, volvió a dar la respuesta al muchacho que había traído el mandado, y cerró la ventana a piedra y lodo.
Tardó en volver; andaba bendiciendo las puertas. Nunca acababa de llevarse la taza sucia de chocolate.
En tanto, aquél, arrellanado en el sillón, releía con sus puntos y sus comas la tarjetita que acababa de recibir. Era de un colega que le proponía un negocio. La Chón Diente de Oro —le decía el Licenciado Vidalitas—, amiga del Señor Presidente y propietaria de un acreditado establecimiento de mujeres públicas, vino a buscarme esta mañana a mi bufete, para decirme que vio en la Casa Nueva a una mujer joven y bonita que le convendría para su negocio. Ofrece 10.000 pesos por ella. Sabiendo que está presa de tu orden, te molesto para que me digas si tienes inconveniente en recibir ese dinerito y entregarle dicha mujer a mi dienta...
—Si no se te ofrece nada, me voy a acostar.
—No, nada, que pasés buena noche...
—Así la pasés vos... ¡Que descansen las ánimas del Purgatorio!
El Auditor, mientras la sirvienta salía arrastrando los pies, repasaba la cantidad del negocio en perspectiva, número por número, en uno, un cero, otro cero, otro cero, otro cero... ¡Diez mil pesos!
La vieja regresó:
—No me acordaba de decirte que el Padre mandó a avisar que mañana va a decir la misa más temprano.
—¡Ah, verdad pues, que mañana es sábado! Despertame en cuanto llamen, ¿oíste?, que anoche me desvelé y me puede agarrar el sueño.
—Ái te despierto, pues...
Dicho esto se fue poco a poco, arrastrando los pies. Pero volvió a venir. Había olvidado de llevar al lavadero de los trastes la taza sucia. Ya estaba desnuda cuando se acordó.
—Y por fortuna me acordé —díjose a media voz—; si no, sí que sí que... —con gran trabajo se puso los zapatos— ... sí que sí que... —y acabó con un ¡sea por Dios! envuelto en un suspiro. De no poderle tanto dejar un traste sucio se habría quedado metidita en la cama.
El Auditor no se dio cuenta de la última entrada y salida de la vieja, enfrascado en la lectura de su última obra maestra: el proceso de la fuga del general Eusebio Canales. Cuatro eran los reos principales: Fedina de Rodas, Genaro Rodas, Lucio Vásquez y... —se pasaba la lengua por los labios— el otro, un personaje que se las debía, Miguel Cara de Ángel.
El rapto de la hija del general, como esa nube negra que arroja el pulpo cuando se siente atacado, no fue sino una treta para burlar la vigilancia de la autoridad, se decía. Las declaraciones de Fedina Rodas son terminantes a este respecto. La casa estaba vacía cuando ella se presentó a buscar al general a las seis de la mañana. Sus declaraciones me parecieron veraces desde el primer momento, y si apreté un poquito el tornillo fue para estar más seguro: su dicho era la condenación irrefutable de Cara de Ángel. Si a las seis de la mañana en la casa ya no había nadie, y por otra parte, si de los partes de policía se desprende que el general llegó a recogerse al filo de las doce de la noche, ergo, el reo se fugó a las dos de la mañana, mientras el otro hacía el simulacro de alzarse con su hija...
¡Qué decepción para el Señor Presidente cuando sepa que el hombre de toda su confianza preparó y dirigió la fuga de uno de sus más encarnizados enemigos!... ¡Cómo se va a poner cuando se entere que el íntimo amigo del coronel Parrales Sonriente coopera a la fuga de uno de sus victimarios!...
Leyó y releyó los artículos del Código Militar, que ya se sabía de memoria, en todo lo concerniente a los encubridores, y como el que se regala con una salsa picante, la dicha le brillaba en los ojos de basilisco y en la piel de brin al encontrar en aquel cuerpo de leyes por cada dos renglones esta frasecita: pena de muerte, o su variante: pena de la vida.
¡Ah, don Miguelín, Miguelito, por fin en mis manos y por el tiempo que yo quiera! ¡Jamás creí que nos fuéramos a ver la cara tan pronto, ayer que usted me despreció en Palacio! ¡Y la rosca del tornillo de mi venganza es interminable, ya se lo advierto!
Y calentando el pensamiento de su desquite, helado corazón de bala, subió las gradas del Palacio a las once de la mañana, el día siguiente. Llevaba el proceso y la orden de captura contra Cara de Ángel.
—¡Vea, señor Auditor —le dijo el Presidente al concluir aquél de exponerle los hechos—; déjeme aquí esa causa y óigame lo que le voy a decir; ni la señora de Rodas ni Miguel son culpables; a esa señora mándela poner en libertad y rompa esa orden de captura; los culpables son ustedes, imbéciles, servidores de qué..., de qué sirven..., de nada! ... Al menor intento de fuga la policía debió haber acabado a balazos con el general Canales. ¡Eso era lo que estaba mandado! ¡Ahora, como la policía no puede ver puerta abierta sin que le coman las uñas por robar! Póngase usted que Cara de Ángel hubiera cooperado a la fuga de Canales. No cooperaba a la fuga, sino a la muerte de Canales... Pero como la policía es una solemne porquería... Puede retirarse... Y en cuanto a los otros dos reos, Vásquez y Rodas, siéntemeles la mano, que son un par de pícaros; sobre todo Vásquez, que sabe más de lo que le han enseñado... Puede retirarse.


 


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