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《总统先生》西班牙语(37)
日期:2011-12-27 21:55  点击:2171

《总统先生》西班牙语(37)

XXXVII
El baile de Tohil
—Los señores, ¿qué toman?...
—Cerveza...
—Para mí, no; para mí, whisky... —y para mí, coñac...
—Entonces son...
—Una cerveza...
—Un whisky y un coñac...
—¡Y unas boquitas!
—Entonces son una cerveza, un whisky, un coñá y unas bocas...
—¡Y a mí...go que me coma el chuco! —se oyó la voz de Cara de
Ángel, que volvía abrochándose la bragueta con cierta prisa.
—¿Qué va a tomar?
—Cualquier cosa; tráeme una chibola...
—¡Ah! Pues... entonces son una cerveza, un whisky, un coñá y una chibola.
Cara de Ángel trajo una silla y vino a sentarse al lado de un hombre de dos metros de alto, con ademanes y gestos de negro, a pesar de ser blanco, la espalda como línea férrea, una yunta de yunques que parecían manos, y una cicatriz entre las cejas rubias.
—Déjeme lugar, Míster Gengis —dijo aquél—, que voy a poner mi silla junto a la de usted.
—Con «pleto» gusto, señor...
—Y sólo bebo y me largo, porque el patrón me está esperando.
—¡Ah! —siguió Míster Gengis—, ya que usted va a ver al Señor Presidente, precisa dejar de ser muy baboso y decirle que no están nada ciertas, pero nada ciertas, las cosas que ái andan diciendo de usted.
—Eso se cae de su peso —observó otro de los cuatro, el que había pedido coñac.
—¡Y a mí me lo dice usted! —intervino Cara de Ángel, dirigiéndose a Míster Gengis.
—¡Y a cualquiera! —exclamó el gringo somatando las manos abiertas sobre la mesa de mármol—. ¡Por supuesto! Mi estar aquí esta noche aquélla y oír de mis oídos al Auditor que decía de usted ser enemigo de la reelección y con el difunto general Canales, amigo de la revolución.
Cara de Ángel disimulaba mal la inquietud que sentía. Ir a ver al Presidente en aquellas circunstancias era temerario.
El criado se acercó a servir. Lucía gabacha blanca y en la gabacha bordada con cadenita roja la palabra «Gambrinus».
—Son un whisky..., una cerveza...
Míster Gengis se pasó el whisky sin parpadear, de tesón, como el que apura un purgante; luego sacó la pipa y la llenó de tabaco.
—Sí, amigo, el rato menos pensado lleg-a-a oídos del patrón esas cosas y ya tuvo usted para no divertirse mucho. Debe aprovechar ahora y decirle claro lo que es y lo que no es; vaya una ocasión con más pelo que un elote.
—Recibido el consejo, Míster Gengis, y hasta la vista; voy a buscar un carruaje para llegar más rápido; muchas gracias ¿eh?, y hasta luego todo el mundo.
Míster Gengis encendió la pipa.
—¿Cuántos whiskys lleva, Míster Gengis? —dijo uno de los que estaban en la mesa.
—¡Di-e-ci-ocho! —contestó el gringo, la pipa en la boca, un ojo entrecerrado y el otro azul, azul, abierto sobre la llamita amarilla del fósforo.
—¡Qué razón tiene usted! ¡El whisky es una gran cosa! —A saber Dios, mí no sabría decirlo; eso pregúntelo usted a los que no beben como mí bebe, por pura desesperación...
—¡No diga eso, Míster Gengis!
—¡Cómo que no diga eso, si eso es lo que siente! En mi país todo el mundo dice lo que siente. Completamente.
—Una gran cualidad...
—¡Oh no, a mí me gustó más aquí con ustedes: decir lo que no se siente con tal que sea muy bunito!
—Entonces allá, con ustedes, no se conocen los cuentos...
—¡Oh, no, absolutamente; todo lo que estar cuento ya está la Biblia divinamente!
—¿Otro whisky, Míster Gengis?
—¡Ya lo creo que sí me lo voy a beber el otro whisky!
—¡Bravo, así me gusta, es usted de los que mueren en su ley!
—Comment?
—Dice mi amigo que usted es de los que mueren...
—Sí, ya entiende de los que mueren en su ley, no; mí ser de los que viven en su ley; mí ser más vivo; morir no importa, y si puede, que me muero en la ley de Dios.
—¡Lo que es este Míster Gengis quisiera ver llover whisky!
—No, no, ¿por qué?... entonces ya no se venderían los paraguas para paraguas, sino para embudos —y añadió, después de una pausa que llenaban el humo de su pipa y su respirar algodonoso, mientras los otros reían—. ¡Buen-o muchacho este Cara de Ángel; pero si no hace lo que yo le diga, no va a tener perdón nunca y se va a ir mucho a la droga!
Un grupo de hombres silenciosos entró en la cantina de sopapo; eran muchos y la puerta no alcanzaba para todos al mismo tiempo. Los más quedaron en pie a un lado de la puerta, entre las mesas, junto al mostrador. Iban de pasada, no valía la pena de sentarse. «¡Silencio!», dijo un medio bajito, medio viejo, medio calvo, medio sano, medio loco, medio ronco, medio sucio, extendiendo un cartelón impreso que otros dos le ayudaron a pegar con cera negra en uno de los espejos de la cantina.
«CIUDADANOS»
Pronunciar el nombre del Señor Presidente de la República, es alumbrar con las antorchas de la paz los sagrados intereses de la Nación que bajo su sabio mando ha conquistado y sigue conquistando los inapreciables beneficios del Progreso en todos los órdenes y del Orden en todos los progresos!!!! Como ciudadanos libres, conscientes de la obligación en que estamos de velar por nuestros destinos, que son los destinos de la Patria, y como hombres de bien, enemigos de la Anarquía, ¡¡¡proclamamos!!! que la salud de la República está en la REELECCIÓN DE NUESTRO EGREGIO MANDATARIO Y NADA MÁS QUE EN SU REELECCIÓN! ¿Por qué aventurar la barca del Estado en lo que no conocemos, cuando a la cabeza de ella se encuentra el Estadista más completo de nuestros tiempos, aquel a quien la Historia saludará Grande entre los Grandes, Sabio entre los Sabios, Liberal, Pensador y Demócrata??? ¡El sólo imaginar a otro que no sea El en tan alta magistratura es atentatorio contra los Destinos de la Nación, que son nuestros destinos, y quien tal osara, que no habrá quién, debería ser excluido por loco peligroso, y de no estar loco, juzgado por traidor a la Patria conforme a nuestras leyes!!! CONCIUDADANOS, LAS URNAS OS ESPERAN! VOTAD! POR! NUESTRO! CANDIDATO! QUE! SERÁ! REELEGIDO! POR! EL! PUEBLO!
La lectura del cartelón despertó el entusiasmo de cuantos se encontraban en la cantina; hubo vivas, aplausos, gritos, y a pedido de todos habló un desguachipado de melena negra y ojos talcosos.
—¡Patriotas, mi pensamiento es de Poeta, de ciudadano mi lengua patria! Poeta quiere decir el que inventó el cielo; os hablo, pues, en inventor de esa tan inútil, bella cosa que se llama el cielo. ¡Oíd mi desgonzada jerigonza!... Cuando aquel alemán que no comprendieron en Alemania, no Goethe, no Kant, no Schopenhauer, trató del Superlativo del Hombre, fue presintiendo, sentidamente, que de Padre Cosmos y Madre Naturaleza iba a nacer en el corazón de América el primer hombre superior que haya jamás existido. Hablo, señores, de ese romaneador de auroras que la Patria llama Benemérito, Jefe del Partido y Protector de la Juventud Estudiosa; hablo, señores, del Señor Presidente Constitucional de la República, como, sin duda, vosotros todos habéis comprendido, por ser él el Prohombre de «Nitche», el Superúnico... ¡Lo digo y lo repito desde lo alto de esta tribu!... —y al decir así dio con el envés de la mano en el mostrador de la cantina—... Y de ahí, compatriotas, que sin ser de esos que han hecho de la política el ganapán ni de aquellos que dicen haber inventado el perejil chino por haberse aprendido de memoria las hazañas de chilperico; creo desinteresada-íntegra-honradamente que mientras no exista entre nosotros otro ciudadano hipersuperhombre, superciudadano, sólo estando locos o ciegos, ciegos o locos de atar, podríamos permitir que se pasaran las riendas del gobierno de las manos del auriga-super-único que ahora y siempre guiará el carro de nuestra adorada Patria, a las manos de otro ciudadano, de un ciudadano cualquiera, de un ciudadano, conciudadanos, que aun suponiéndole todos los merecimientos de la tierra, no pasaría de ser hombre. La Democracia acabó con los emperadores y los Reyes en la vieja y fatigada Europa, mas, preciso reconocer es, y lo reconocemos, que trasplantada a América sufre el injerto cuasi divino del Superhombre y da contextura a una nueva forma de gobierno: la Superdemocracia. Y a propósito, señores, voy a tener el gusto de recitar...
—Recite, poeta —se alzó una voz—, pero no la oda...
—... ¡mi Nocturno en Do Mayor al superúnico!
Siguieron al poeta en el buen uso de la palabra otros más exaltados contra el nefando bando, la cartilla de San Juan, el silabario de la abracadabra y otros supositorios teologales. A uno de los asistentes le salió sangre de las narices y entre discurso y discurso pedía con gritos de sed que le trajeran un ladrillo nuevo empapado en agua para olerlo y que se le contuviera la hemorragia.
—Ya a estas horas —dijo Míster Gengis— está Cara de Ángel entre la pared y el Señor Presidente. Mi gust-o cómo habla este poeta, pero yo cre-e que debe ser muy triste ser poeta; sólo ser licenciado debe de ser la más triste cosa del mundo. ¡Y ya me voy a beber el otro whisky! ¡Otro whisky —gritó— para este super-hiper-ferro-casi-carri-leró!
Al salir del «Gambrinus», Cara de Ángel encontró al Ministro de la Guerra.
—¿Para dónde la tira, general?
—Para onde el Patrón...
—Entonces vonos juntos...
—¿Va usted también para allá? Esperemos mi carruaje, que no tardará en venir. Ni le cuento; vengo de con una viuda...
—Ya sé que le gustan las viudas alegres, general...
—¡Nada de músicas!
—¡No, si no es música, es Clicot!
—¡Qué Clicot ni qué india envuelta, postrimería de carne y hueso!
—¡Caracoles!
El carruaje rodaba sin hacer ruido, como sobre ruedas de papel secante. En los postes de las esquinas se oían los golpes de los gendarmes que se pasaban la señal de «avanza el Ministro de la Guerra, avanza el Ministro de la Guerra, avanza...».
El Presidente se paseaba a lo largo de su despacho, corto de pasos, el sombrero en la coronilla traído hacia adelante, el cuello de la americana levantado sobre una venda que le cogía la nuca y los botones del chaleco sin abrochar. Traje negro, sombrero negro, botines negros...
—¿Qué tiempo hace, general?
—Fresco, Señor Presidente...
—Y Miguel sin abrigo...
—Señor Presidente...
—Nada, estás que tiemblas y vas a decirme que no tienes frío. Eres muy desaconsejado. General, mande a casa de Miguel a que le traigan el abrigo inmediatamente.
El Ministro de la Guerra salió que saludos se hacía —por poco se le cae la espada—, mientras el Presidente tomaba asiento en un sofá de mimbre, ofreciendo a Cara de Ángel el sillón más próximo.
Aquí, Miguel, donde yo tengo que hacerlo todo, estar en todo, porque me ha tocado gobernar en un pueblo de gente de voy —dijo al sentarse—, debo echar mano de los amigos para aquellas cosas que no puedo hacer yo mismo. Esto de gente de voy —se dio una pausa—, quiere decir gente que tiene la mejor intención del mundo para hacer y deshacer, pero que por falta de voluntad no hace ni deshace nada, que ni huele ni hiede, como caca de loro. Y es así como entre nosotros el industrial se pasa la vida repite y repite: voy a introducir una fábrica, voy a montar una maquinaria nueva, voy a esto, voy a lo otro, a lo de más allá; el señor agricultor, voy a implantar un cultivo, voy a exportar mis productos; el literato, voy a componer un libro; el profesor, voy a fundar una escuela; el comerciante, voy a intentar tal o cual negocio, y los periodistas —¡esos cerdos que a la manteca llaman alma!—, vamos a mejorar el país; mas, como te decía al principio, nadie hace nada y, naturalmente, soy yo, es el Presidente de la República el que lo tiene que hacer todo, aunque salga como el cohetero. Con decir que si no fuera por mí no existiría la fortuna, ya que hasta de diosa ciega tengo que hacer en la lotería...
Se sobó el bigote cano con la punta de los dedos transparentes, frágiles, color de madera de carrizo, y continuó cambiando de tono:
—Viene todo esto a que me veo obligado por las circunstancias a aprovechar los servicios de los que, como tú, si cerca me son preciosos, más aún fuera de la República, allí donde las maquinaciones de mis enemigos y sus intrigas y escritos de mala cepa, están a punto de dar al traste con mi reelección...
Dejó caer los ojos como dos mosquitos atontados, ebriedad de sangre, sin dejar de hablar:
—No me refiero a Canales ni a sus secuaces: ¡la muerte ha sido y será mi mejor aliada, Miguel! Me refiero a los que tratan de influir en la opinión norteamericana con el objeto de que Wáshington me retire su confianza. ¿Que a la fiera enjaulada se le empieza a caer el pelo y que por eso no quiere que se lo soplen? ¡Muy bien! ¿Que soy un viejo que tiene el cerebro en salmuera y el corazón más duro que matilisguate? ¡Mala gente, mas está bien que lo digan! Pero que los mismos paisanos se aprovechen, por cuestiones políticas, de lo que yo he hecho por salvar al país de la piratería de esos hijos de tío y puta, eso es lo que ya no tiene nombre. Mi reelección está en peligro y, por eso te he mandado llamar. Necesito que pases a Wáshington y que informes detalladamente de lo que sucede en esas cegueras de odio, en esos entierros en los que para ser el bueno, como en todos los entierros, habría que ser el muerto.
—El Señor Presidente... —tartamudeó Cara de Ángel entre la voz de Míster Gengis que le aconsejaba poner las cosas en claro y el temor de echar a perder por indiscreto un viaje que desde el primer momento comprendió que era su salvación—, el Señor Presidente sabe que me tiene para todo lo que él ordene incondicionalmente a sus órdenes; sin embargo, si el Señor Presidente me quisiera permitir dos palabras, ya que mi aspiración ha sido siempre ser el último de sus servidores, pero el más leal y consecuente, querría pedirle, si el Señor Presidente no ve obstáculo alguno, que antes de confiarme tan delicada misión, se tomara la molestia de ordenar que se investiguen si son o no son cierto los gratuitos cargos que de enemigo del Señor Presidente me hace, para citar nombre, el Auditor de Guerra...
—¿Pero quién está dando oídos a esas fantasías?
—El Señor Presidente no puede dudar de mi incondicional adhesión a su persona y a su gobierno; pero no quiero que me otorgue su confianza sin controlar antes si son o no ciertos los dichos del Auditor.
—¡No te estoy preguntando, Miguel, qué es lo que debo hacer! ¡Acabáramos! Todo lo sé y voy a decirte más: en este escritorio tengo el proceso que la Auditoría de Guerra inició contra ti cuando la fuga de Canales, y más todavía: puedo afirmarte que el odio del Auditor de Guerra se lo debes a una circunstancia que tú tal vez ignoras: el auditor de Guerra, de acuerdo con la policía, pensaba raptar a la que ahora es tu mujer y venderla a la dueña de un prostíbulo, de quien, tú lo sabes, tenía diez mil pesos recibidos a cuenta; la que pagó el pato fue una pobre mujer que ái anda medio loca.
Cara de Ángel se quedó quieto, dueño de sus más pequeños gestos delante del amo. Refundido en la negrura de sus ojos aterciopelados, depuso en su corazón lo que sentía, pálido y helado como el sillón de mimbre.
—Si el Señor Presidente me lo permitiera, preferiría quedar a su lado y defenderlo con mi propia sangre.
—¿Quieres decir que no aceptas?
—De ninguna manera, Señor Presidente...
—Entonces, palabras aparte, todas esas reflexiones están de más; los periódicos publicarán mañana la noticia de tu próxima partida y no es cosa de dejarme colgado; el Ministro de la Guerra tiene orden de entregarte hoy mismo el dinero necesario para los preparativos del viaje; a la estación te mandaré los gastos y las instrucciones.
Una palpitación subterránea de reloj subterráneo que marca horas fatales empezaba para Cara de Ángel. Por una ventana abierta de par en par entre sus cejas negras distinguía una fogata encendida junto a cipresales de carbón verdoso y tapias de humo blanco, en medio de un patio borrado por la noche, amasia de centinelas y almácigo de estrellas. Cuatro sombras sacerdotales señalaban las esquinas del patio, las cuatro vestidas de musgo de adivinaciones fluviales, las cuatro con las manos de piel de rana más verde que amarilla, las cuatro con un ojo cerrado en parte de la cara sin tiznar y un ojo abierto, terminado en chichita de lima, en parte de la cara comida de oscuridad. De pronto, se oyó el sonar de un tún, un tún, un tún, un tún, y muchos hombres untados de animales entraron saltando en filas de maíz. Por las ramas del tún, ensangrentadas y vibrátiles, bajaban los cangrejos de los tumbos del aire y corrían los gusanos de las tumbas del fuego. Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra con el sonido del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún, alimentando la hoguera con la trementina de sus frentes. De una penumbra color de estiércol vino un hombrecillo con cara de güisquil viejo, lengua entre los carrillos, espinas en la frente, sin orejas, que llevaba al ombligo un cordón velludo adornado de cabezas de guerreros y hojas de ayote; se acercó a soplar las macollas de llamas y entre la alegría ciega de los tucuazínes se robó el fuego con la boca masticándolo para no quemarse como copal. Un grito se untó a la oscuridad que trepaba a los árboles y se oyeron cerca y lejos las voces plañideras de las tribus que abandonadas en la selva, ciega de nacimiento, luchaban con sus tripas —animales del hambre—, con sus gargantas —pájaros de la sed— y su miedo, y sus bascas, y sus necesidades corporales, reclamando a Tohil, Dador del Fuego, que les devolviera el ocote encendido de la luz. Tohil llegó cabalgando un río hecho de pechos de paloma que se deslizaba como leche. Los venados corrían para que no se detuviera el agua, venados de cuernos más finos que la lluvia y patitas que acababan en aire aconsejado por arenas pajareras. Las aves corrían para que no se parara el reflejo nadador del agua. Aves de huesos más finos que sus plumas. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!..., retumbó bajo la tierra. Tohil exigía sacrificios humanos. Las tribus trajeron a su presencia lo mejores cazadores, los de la cerbatana erecta, los de las hondas de pita siempre cargadas. «Y estos hombres, ¡qué!; ¿cazarán hombres?», preguntó Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Re-túntún!..., retumbó bajo la tierra. «¡Cómo tú lo pides —respondieron las tribus—, con tal que nos devuelvas el fuego, tú, el Dador de Fuego, y que no se nos enfríe la carne, fritura de nuestros huesos, ni el aire, ni las uñas, ni la lengua, ni el pelo! ¡Con tal que no se nos siga muriendo la vida, aunque nos degollemos todos para que siga viviendo la muerte!» «¡Estoy contento!», dijo Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Retún-tún!, retumbó bajo la tierra. «¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida. ¡Que se me baile la jícara!»
Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y el tún de los tumbos y el tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil.
Cara de Ángel se despidió del Presidente después de aquella visión inexplicable. Al salir, el Ministro de la Guerra le llamó para entregarle un fajo de billetes y su abrigo.
—¿No se va, general? —casi no encontraba las palabras.
—Si pudiera... Pero mejor por ái lo alcanzo, o nos vemos tal vez otro día; tengo que estar aquí, vea... —y torció la cabeza sobre el hombro derecho—, escuchando la voz del amo.


 


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