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《总统先生》西班牙语(40)
日期:2011-12-27 22:02  点击:275

《总统先生》西班牙语(40)

XL
Gallina ciega
... «¡Hace tantas horas que se fue!» El día del viaje se cuentan las horas hasta juntar muchas, las necesarias para poder decir: «¡Hace tantos días que se fue!» Pero dos semanas después se pierde la cuenta de los días y entonces: «¡Hace tantas semanas que se fue!» Hasta un mes. Luego se pierde la cuenta de los meses. Hasta un año. Luego se pierde la cuenta de los años...
Camila atalayaba al cartero en una de las ventanas de la sala, oculta tras las cortinillas para que no la vieran desde la calle; había quedado encinta y cosía ropitas de niño.
El cartero se anunciaba, antes de aparecer, como un loco que jugara a tocar en todas las casas. Toquido a toquido se iba acercando hasta llegar a la ventana. Camila dejaba la costura al oírlo venir, y al verlo el corazón le saltaba del corpiño a agitar todas las cosas en señal de gusto. ¡Ya está aquí el cartero que espero! «Mi adorada Camila. Dos puntos...»
Pero el cartero no tocaba... Sería que... Tal vez más tarde... Y reanudaba la costura, tarareando canciones para espantarse la pena.
El cartero pasaba de nuevo por la tarde. Imposible dar puntada en el espacio de tiempo que ponía en llegar de la ventana a la puerta. Fría, sin aliento, hecha todo oídos, se quedaba esperando el toquido, y al convencerse de que nada había turbado la casa en silencio, cerraba los ojos de miedo, sacudida por amagos de llanto, vómitos repentinos y suspiros. ¿Por qué no salió a la puerta? Acaso... Un olvido del cartero —¿y a santo de qué es cartero?— y que mañana puede traerla como si tal cosa...
Casi arranca la puerta al día siguiente por abrir a las volandas. Corrió a esperar al cartero, no sólo para que no la olvidara, sino también para ayudar a la buena suerte. Pero éste, que ya se pasaba como todos los días, se le fue de las preguntas vestido de verde alberja, el que dicen color de la esperanza, con sus ojos de sapo pequeñitos y sus dientes desnudos de maniquí para estudiar anatomía.
Un mes, dos meses, tres, cuatro...
Desapareció de las habitaciones que daban a la calle sumergida por el peso de la pena, que se la fue jalando hacia el fondo de la casa. Y es que se sentía un poco cachivache, un poco leña, un poco carbón, un poco tinaja, un poco basura.
«No son antojos, son pruritos», explicó una vecina algo comadre a las criadas que le consultaron el caso más por tener que contar que por pedir remedio, pues en lo de remedio ellas sabían lo suyo para no quedarse atrás; candelas a los santos y alivio de la necesidad por disminución del peso de la casa, que iban descargando de las cositas de valor.
Pero un buen día la enferma salió a la calle. Los cadáveres flotan. Refundida en un carruaje, hurtando los ojos a los conocidos —casi todos escondían la cara para no decirle adiós— estuvo ir e ir adonde el Presidente. Su desayuno, almuerzo y comida era un pañuelo empapado en llanto. Casi se lo comía en la antesala. ¡Cuánta necesidad, a juzgar por el gentío que esperaba! Los campesinos, sentados en la orillita de las sillas de oro. Los de la ciudad más adentro, gozando del respaldo. A las damas se les cedían los sillones en voz baja. Alguien hablaba en una puerta. ¡El Presidente! De pensarlo se acalambraba. Su hijo le daba pataditas en el vientre, como diciéndole: «¡Vámonos de aquí!» El ruido de los que cambiaban de postura. Bostezos. Palabritas. Los pasos de los oficiales del Estado Mayor. Los movimientos de un soldado que limpiaba los vidrios de una ventana. Las moscas. Las pataditas del ser que llevaba en el vientre. «¡Ay, tan bravo! ¡Qué son esas cóleras! ¡Estamos en hablarle al Presidente para que nos diga qué fue de ese señor que no sabe que usted existe y que cuando regrese lo va a querer mucho! ¡Ah, ya no ve las horas de salir a tomar parte en esto que se llama la vida!... ¡No, no es que yo no quiera, sino que mejor se está ahí bien guardadito!»
El Presidente no la recibió. Alguien le dijo que era mejor solicitar audiencia. Telegramas, cartas, escritos en papel sellado... Todo fue inútil; no le contestó.
Anochecía y amanecía con el hueco del no dormir en los párpados, que a ratitos botaba sobre lagunas de llanto. Un gran patio. Ella, tendida en una hamaca, jugando con un caramelo de las mil y una noches y una pelotica de hule negro. El caramelo en la boca, la pelotica en las manos. Por llevarse el caramelo de un carrillo a otro, se le escapó la pelotica, botó en el piso del corredor, bajo la hamaca, y rebotó en el patio muy lejos, mientras el caramelo le crecía en la boca, cada vez más lejos, hasta desaparecer de pequeñita. No estaba completamente dormida. El cuerpo le temblaba al contacto de las sábanas. Era un sueño con luz de sueño y luz eléctrica. El jabón se le fue de las manos dos y tres veces, como la pelotica, y el pan del desayuno comía por pura necesidad —le creció en la boca como el caramelo.
Desiertas las calles, de misa las gentes y ella ya por los Ministerios atalayando a los ministros, sin saber cómo ganarse a los porteros, viejecillos gruñones que no le contestaban cuando les hablaba, y le echaban fuerte, racimos de lunares de carne, cuando insistía.
Pero su marido había corrido a recoger la pelotica. Ahora recordaba la otra parte de su sueño. El patio grande. La pelotica negra. Su marido cada vez más pequeñito, cada vez más lejos, como reducido por una lente, hasta desaparecer del patio tras la pelotica, mientras a ella, y no pensó en su hijo, le crecía el caramelo en la boca.
Escribió al cónsul de Nueva York, al ministro de Wáshington, al amigo de una amiga, al cuñado de un amigo pidiendo noticias de su marido, y como echar las cartas a la basura. Por un abarrotero judío supo que el honorable secretario de la Legación Americana, detective y diplomático, tenía noticias ciertas de la llegada de Cara de Ángel a Nueva York. No sólo se sabe oficialmente que desembarcó —así consta en los registros del puerto, así consta en los registros de los hoteles en que se hospedó, así consta en los registros de la policía—, sino también por los periódicos y por noticias de personas llegadas muy recientemente de allá. «Y ahora lo están buscando —le decía el judío—, y vivo o muerto tienen que dar con él, aunque parece ser que de Nueva York siguió en otro barco para Singapur.» «¿Y dónde queda eso?», preguntaba ella. «¿En dónde ha de quedar? En Indochina», respondía el judío entrechocando las planchas de sus dientes postizos. «¿Y como cuánto dura una carta en venir de allá?», indagaba ella. «Exactamente no sé, pero no más de tres meses.» Ella contaba con los dedos. Cuatro tenía Cara de Ángel de haberse ido.
En Nueva York o en Singapur... ¡Qué peso se le quitaba de encima! ¡Qué consuelo tan grande sentirlo lejos —saber que no se lo habían matado en el puerto, como dio en decir la gente—, lejos de ella, en Nueva York o en Singapur, pero con ella en el pensamiento!
Se apoyó en el mostrador del almacén del judío para no caer redonda. El gusto la mareaba. Iba como en el aire, sin tocar los jamones envueltos en papel plateado, las botellas en paja de Italia, las latas de conservas, los chocolates, las manzanas, los arenques, las aceitunas, el bacalao, los moscateles, conociendo países del brazo de su marido. ¡Tonta que fui atormentarme por atormentarme! Ahora comprendo por qué no me ha escrito y hay que seguir haciendo la comedia. El papel de la mujer abandonada que va en busca del que la abandonó, ciega de celos..., o el de la esposa que quiere estar al lado de su marido en el trance difícil del parto.
El camarote reservado, el equipaje hecho, todo listo ya para partir, de orden superior le negaron el pasaporte. Un como reborde de carne gorda alrededor de un hueco con dientes manchados de nicotina se movió de arriba abajo, de abajo arriba, para decirle que de orden superior no se le podía extender el pasaporte. Ella movió los labios de arriba abajo, de abajo arriba ensayando a repetir las palabras como si hubiera entendido mal.
Y gastó una fortuna en telegramas al Presidente. No le contestó. Nada podían los ministros. El Subsecretario de la Guerra, hombre de suyo bondadoso con las damas, le rogó que no insistiera, que el pasaporte no se lo daban aunque metiera flota, que su marido había querido jugar con el Señor Presidente y que todo era inútil.
Le aconsejaron que se valiera de aquel curita que parecía tener ranas, no almorranas, varón de mucha vara alta, o de una de las queridas del que montaba los caballos presidenciales, y como en ese tiempo corrió la noticia de que Cara de Ángel había muerto de fiebre amarilla en Panamá, no faltó quien la acompañara a consultar con los espiritistas para salir de duda.
Éstos no se lo dejaron decir dos veces. La que anduvo un poco renuente fue la médium. «Eso de que encarne en mí el espíritu de uno que fue enemigo del Señor Presidente —decía—, no muy me conviene.» Y bajo la ropa helada le temblaban las canillas secas. Pero las súplicas, acompañadas de monedas, quebrantan piedras y untándole la mano la hicieron consentir. Se apagó la luz. Camila tuvo miedo al oír que llamaban al espíritu de Cara de Ángel, y la sacaron arrastrando los pies, casi sin conocimiento: había escuchado la voz de su marido, muerto, según dijo, en alta mar y ahora en una zona en donde nada alcanza a ser y todo es, en la mejor cama, colchones de agua con resortes de peces, y el no estar, la más sabrosa almohada.
Enflaquecida, con arrugas de gata vieja en la cara cuando apenas contaba veinte años, ya sólo ojos, ojos verdes y ojeras grandes como sus orejas transparentes, dio a luz un niño, y por consejo del médico, al levantarse de la cama salió de temporada al campo. La anemia progresiva, la tuberculosis, la locura, la idiotez y ella a tientas por un hilo delgado, con un niño en los brazos, sin saber de su marido, buscándolo en los espejos, por donde sólo pueden volver los náufragos, en los ojos de su hijo o en sus propios ojos, cuando dormida sueña con él en Nueva York o en Singapur.
Por entre los pinos de sombra caminante, los árboles fruteros de las huertas y los de los campos más altos que las nubes, aclaró un día en la noche de su pena; el domingo de Pentecostés, en que recibió su hijo sal, óleo, agua, saliva de cura y nombre de Miguel. Los cenzontles se daban el pico. Dos onzas de plumas y un sinfín de trinos. Las ovejas se entretenían en lamer las crías. ¡Qué sensación tan completa de bienestar de domingo daba aquel ir y venir de la lengua materna por el cuerpo del recental, que entremoría los ojos pestañosos al sentir la caricia! Los potrancos correteaban en pos de las yeguas de mirada húmeda. Los terneros mugían con las fauces babeantes de dicha junto a las ubres llenas. Sin saber por qué, como si la vida renaciera en ella, al concluir el repique del bautizo, apretó a su hijo contra su corazón.
El pequeño Miguel creció en el campo, fue hombre de campo, y Camila no volvió a poner los pies en la ciudad.


 


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