Con la reparadora substancia del almuerzo, los cuerpos parecía que resucitaban, y los espíritus fortalecidos levantaron el vuelo a las más altas regiones. Instalados otra vez en el gabinete, Ponte Delgado contó las delicias de los veranos de Madrid en su tiempo. En el Prado se reunía toda la nata y flor. Los pudientes iban de estación a la Granja. Él había visitado más de una vez el Real Sitio, y había visto correr las fuentes.
«¡Y yo que no he visto nada, nada!—exclamaba Obdulia con tristeza, poniendo en sus bellos ojos un desconsuelo infantil—. Crea usted, amigo Ponte, que ya me habría vuelto tonta de remate, si Dios no me hubiera dado la facultad de figurarme las cosas que no he visto nunca. No puede usted imaginar cuánto me gustan las flores: me muero por ellas. En su tiempo, mamá me dejaba tener tiestos en el balcón: después me los quitaron, porque un día regué tanto, que subió el policía y nos echaron multa. Siempre que paso por un jardín, me quedo embobada mirándolo. ¡Cuánto me gustaría ver los de Valencia, los de la Granja, los de Andalucía!... Aquí apenas hay flores, y las que vemos vienen por ferrocarril, y llegan mustias. Mi deseo es admirarlas en la planta. Dicen que hay tantísimas clases de rosas: yo quiero verlas, Ponte; yo quiero aspirar su aroma. Se dan grandes y chicas, encarnadas y blancas, de muchas variedades. Quisiera ver una planta de jazmín grande, grande, que me diera sombra. ¡Y cómo me quedaría yo embelesada, viendo las mil florecillas caer sobre mis hombros, y prendérseme en el pelo!... Yo sueño con tener un magnífico jardín y una estufa... ¡Ay! esas estufas con plantas tropicales y flores rarísimas, quisiera verlas yo. Me las figuro; las estoy viendo... me muero de pena por no poder poseerlas.
—Yo he visto—dijo Ponte—, la de D. José Salamanca en sus buenos tiempos. Figúresela usted más grande que esta casa y la de al lado juntas. Figúrese usted palmeras y helechos de gran altura, y piñas de América con fruto. Me parece que la estoy viendo.
—Y yo también. Todo lo que usted me pinta, lo veo. A veces, soñando, soñando, y viendo cosas que no existen, es decir, que existen en otra parte, me pregunto yo: '¿Pero no podría suceder que algún día tuviera yo una casa magnífica, elegante, con salones, estufa... y que a mi mesa se sentaran los grandes hombres... y yo hablara con ellos y con ellos me instruyera?'.
—¿Por qué no ha de poder ser? Usted es muy joven, Obdulia, y tiene aún mucha vida por delante. Todo eso que usted ve en sueños, véalo como una realidad posible, probable. Dará usted comidas de veinte cubiertos, una vez por semana, los miércoles, los lunes... Le aconsejo a usted, como perro viejo en sociedad, que no ponga más de veinte cubiertos, y que invite para esos días gente muy escogida.
—¡Ah!... bien... lo mejor, la crema...
—Los demás días, seis cubiertos, los convidados íntimos y nada más; personas de alcurnia, ¿sabe? personas allegadas a usted y que le tengan cariño y respeto. Como es usted tan hermosa, tendrá adoradores... eso no lo podrá evitar... No dejará de verse en algún peligro, Obdulia. Yo le aconsejo que sea usted muy amable con todos, muy fina, muy cortés; pero en cuanto se propase alguno, revístase de dignidad, y vuélvase más fría que el mármol, y desdeñosa como una reina.
—Eso mismo he pensado yo, y lo pienso a todas horas. Estaré tan ocupada en divertirme, que no se me ocurrirá ninguna cosa mala. ¡Que gusto ir a todos los teatros, no perder ópera, ni concierto, ni función de drama o comedia, ni estreno, ni nada, Señor, nada! Todo lo he de ver y gozar... Pero crea usted una cosa, y se la digo con el corazón. En medio de todo ese barullo, yo gozaría extremadamente en repartir muchas limosnas; iría yo en busca de los pobres más desamparados, para socorrerles y... En fin, que yo no quiero que haya pobres... ¿Verdad, Frasquito, que no debe haberlos?
—Ciertamente, señora. Usted es un ángel, y con la varilla mágica de su bondad hará desaparecer todas las miserias.
—Ya se me figura que es verdad cuanto usted me dice. Yo soy así. Vea usted lo que me pasa: hace un rato hablábamos de flores; pues ya se me ha pegado a la nariz un olor riquísimo. Paréceme que estoy dentro de mi estufa, viendo tantos primores, y oliendo fragancias deliciosas. Y ahora, cuando hablábamos de socorrer la miseria, se me ocurrió decirle: 'Frasquito, tráigame una lista de los pobres que usted conozca, para empezar a distribuir limosnas'.
—La lista pronto se hace, señora mía—dijo Ponte contagiado del delirio imaginativo, y pensando que debía encabezar la propuesta con el nombre del primer menesteroso del mundo: Francisco Ponte Delgado.
—Pero habrá que esperar—añadió Obdulia, dándose de hocicos contra la realidad, para volver a saltar otra vez, cual pelota de goma, y remontarse a las alturas—. Y diga usted: en ese correr por Madrid buscando miserias que aliviar, me cansaré mucho, ¿verdad?
—¿Pero para qué quiere usted sus coches?... Digo, yo parto de la base de que usted tiene una gran posición.
—Me acompañará usted.
—Seguramente.
—¿Y le veré a usted paseando a caballo por la Castellana?
—No digo que no. Yo he sido regular jinete. No gobierno mal... Ya que hemos hablado de carruajes, le aconsejo a usted que no tenga cocheras... que se entienda con un alquilador. Los hay que sirven muy bien. Se quitará usted muchos quebraderos de cabeza.
—¿Y qué le parece a usted?—dijo Obdulia ya desbocada y sin freno—. Puesto que he de viajar, ¿a dónde debo ir primero, a Alemania o a Suiza?
—Lo primero a París...
—Es que yo me figuro que ya he visto a París... Eso es de clavo pasado... Ya estuve: quiero decir, ya estoy en que estuve, y que volveré, de paso para otro país.
—Los lagos de Suiza son linda cosa. No olvide usted las ascensiones a los Alpes para ver... los perros del Monte San Bernardo, los grandes témpanos de hielo, y otras maravillas de la Naturaleza.
—Allí me hartaré de una cosa que me gusta atrozmente: manteca de vacas bien fresca... Dígame, Ponte, con franqueza: ¿qué color cree usted que me sienta mejor, el rosa o el azul?
—Yo afirmo que a usted le sientan bien todos los colores del iris; mejor dicho: no es que este o el otro color hagan valer más o menos su belleza; es que su belleza tiene bastante poder para dar realce a cualquier color que se le aplique.
—Gracias... ¡Qué bien dicho!
—Yo, si usted me lo permite—manifestó el galán marchito, sintiendo el vértigo de las alturas—, haré la comparación de su figura de usted con la figura y rostro... ¿de quién creerá?... pues de la Emperatriz Eugenia, ese prototipo de elegancia, de hermosura, de distinción...
—¡Por Dios, Frasquito!
—No digo más que lo que siento. Esa mujer ideal no se me ha olvidado, desde que la vi en París, paseando en el Bois con el Emperador. La he visto mil veces después, cuando flaneo solito por esas calles soñando despierto, o cuando me entra el insomnio, encerrado las horas muertas en mis habitaciones. Paréceme que la estoy viendo ahora, que la veo siempre... Es una idea, es un... no sé qué. Yo soy un hombre que adora los ideales, que no vive sólo de la vil materia. Yo desprecio la vil materia, yo sé desprenderme del frágil barro...
—Entiendo, entiendo... Siga usted.
—Digo que en mi espíritu vive la imagen de aquella mujer... y la veo como un ser real, como un ente... no puedo explicarlo... como un ente, no figurado, sino tangible y...
—¡Oh! sí... lo comprendo. Lo mismo me pasa a mí.
—¿Con ella?
—No... con... no sé con quién».
Por un momento, creyó Frasquito que el ser ideal de Obdulia era el Emperador. Incitado a completar su pensamiento, prosiguió así:
«Pues, amiga mía, yo que conozco, que conozco, digo, a Eugenia de Guzmán, sostengo que usted es como ella, o que ella y usted son una misma persona.
—Yo no creo que pueda existir tal semejanza, Frasquito—replicó la niña, turbada, echando lumbre por los ojos.
—La fisonomía, las facciones, así de perfil como de frente, la expresión, el aire del cuerpo, la mirada, el gesto, los andares, todo, todo es lo mismo. Créame usted, yo no miento nunca.
—Puede ser que haya cierto parecido...—indicó Obdulia, ruborizándose hasta la raíz del cabello—. Pero no seremos iguales; eso no.
—Como dos gotas de agua. Y si se parecen ustedes en lo físico...—dijo Frasquito, echándose para atrás en el sillón y adoptando un tonillo de franca naturalidad—, no es menor el parecido en lo moral, en el aire de persona que ha nacido y vive en la más alta posición, en algo que revela la conciencia de una superioridad a la que todos rinden acatamiento. En suma, yo sé lo que me digo. Nunca veo tan clara la semejanza como cuando usted manda algo a la Benina: se me figura que veo a Su Majestad Imperial dando órdenes a sus chambelanes.
—¡Qué cosas!... Eso no puede ser, Ponte... no puede ser».
Entrole a la niña un reír nervioso, cuya estridencia y duración parecían anunciar un ataque epiléptico. Riose también Frasquito, y desbocándose luego por los espacios imaginativos, dio un bote formidable, que, traducido al lenguaje vulgar, es como sigue:
«Hace poco indicó usted que me vería paseando a caballo por la Castellana. ¡Ya lo creo que podría usted verme! Yo he sido un buen jinete. En mi juventud, tuve una jaca torda, que era una pintura. Yo la montaba y la gobernaba admirablemente. Ella y yo llamamos la atención en La Línea primero, después en Ronda, donde la vendí, para comprarme un caballo jerezano, que después fue adquirido... pásmese usted... por la Duquesa de Alba, hermana de la Emperatriz, mujer elegantísima también... y que también se le parece a usted, sin que las dos hermanas se parezcan.
—Ya, ya sé...—dijo Obdulia, haciendo gala de entender de linajes—. Eran hijas de la Montijo.
—Cabal, que vivía en la plazuela del Ángel, en aquel gran palacio que hace esquina a la plaza donde hay tantos pajaritos... mansión de hadas... yo estuve una noche... me presentaron Paco Ustáriz y Manolo Prieto, compañeros míos de oficina... Pues sí, yo era un buen jinete, y créame, algo queda.
—Hará usted una figura arrogantísima...
—¡Oh! no tanto.
—¿Por qué es usted tan modesto? Yo lo veo así, y suelo ver las cosas bien claras. Todo lo que yo veo es verdad.
—Sí; pero...
—No me contradiga usted, Ponte, no me contradiga en esto ni en nada.
—Acato humildemente sus aseveraciones—dijo Frasquito humillándose—. Siempre hice lo mismo con todas las damas a quienes he tratado, que han sido muchas, Obdulia, pero muchas...
—Eso bien se ve. No conozco otra persona que se le iguale en la finura del trato. Francamente, es usted el prototipo de la elegancia... de la...
—¡Por Dios!...».
Al llegar a esta frase, el punto o vértice del delirio hízoles caer de bruces sobre la realidad la brusca entrada de Benina, que, concluidas sus faenas de fregado y arreglo de la cocina y comedor, se despedía. Cayó Ponte en la cuenta de que era la hora de ir a cumplir sus obligaciones en la casa donde trabajaba, y pidió licencia a la imperial dama para retirarse. Esta se la dio con sentimiento, mostrándose pesarosa de la soledad en que hasta el próximo día quedaba en sus palacios, habitados por sombras de chambelanes y otros guapísimos palaciegos. Que estos, ante los ojos de los demás mortales, tomaran forma de gatos mayadores, a ella no le importaba. En su soledad, se recrearía discurriendo muy a sus anchas por la estufa, admirando las galanas flores tropicales, y aspirando sus embriagadoras fragancias.
Fuese Ponte Delgado, despidiéndose con afectuosas salutaciones y sonrisas tristes, y tras él Benina, que apresuró el paso para alcanzarle en el portal o en la calle, deseosa de echar con él un parrafito.