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Capítulos XXI
日期:2023-04-20 13:20  点击:332
La dueña del establecimiento brillaba por su ausencia. Fue recibida Benina por la encargada, y por un hombre llamado Prieto, que disfrutaba de toda la confianza de aquella, y llevaba la contabilidad del alquiler diario de camas. No tuvo la anciana más remedio que esperar, pues aquel par de congrios carecían de facultades para resolverle el problema que tan atrozmente la inquietaba. Hablando, hablando, del negocio de dormir (el año iba muy malo, y cada noche dormía menos gente, y los micos menudeaban), ocurriole a Benina preguntar por Frasquito Ponte; a lo que respondió Prieto que la noche anterior se habían visto en el caso de no admitirle porque era deudor ya de siete camas, y no había dado nada a cuenta.
 
«¡Pobre señor!—dijo Benina—; habrá dormido al raso... Es un dolor... a sus años... Mejorando lo presente, es más viejo que la Cuesta de la Vega».
 
Refirió la encargada que no sabiendo Don Frasquito dónde meterse, había conseguido ser albergado en la casa del Comadreja, calle de Mediodía Chica, dos pasos de allí. Por más señas, había corrido la noticia de que estaba enfermo. Al oír esto, olvidósele repentinamente a Benina el objeto principal que a tal sitio la llevara, y no pensó más que en averiguar qué había sido del desamparado Frasquito. Tiempo tenía de dar un salto a la casa del Comadreja, y volver a punto que regresase a su domicilio la Doña Bernarda. Dicho y hecho. Un momento después, entraba la diligente anciana en la fementida tabernuca que da la cara al público en el establecimiento citado, y lo primero que allí vio fue la abominable estampa de Luquitas, el esposo de Obdulia, que con otros perdidos y dos o tres mujeres zarrapastrosas, jugaba a las cartas en una sucia mesilla circular, entre copas de Cariñena y Pardillo. En el momento de entrar Benina, acababan un juego, y antes de echar otra mano, el hijo de Doña Paca tiró sobre la mesa los asquerosos naipes, que en mugre competían con las manos de los jugadores; se levantó tambaleándose, y con media lengua y finura desconcertada, de la que suelen emplear los borrachos, ofreció a la criada de su suegra un vaso de vino. «Quite allá, señorito, yo ya he bebido... Se agradece...»—dijo la anciana, rechazando el vaso.
 
Pero tan pesado se puso el señorito, y con tal insistencia le coreaban los demás pidiendo que bebiese la señora, que esta tuvo miedo, y tomó la mitad del contenido del vaso pegajoso. No quería ponerse a mal con aquella gentuza, por lo que pudiera tronar, y sin perder tiempo ni meterse en dimes y diretes con el vicioso Luquitas, por el abandono en que a su mujer tenía, se fue derecha a su objeto: «¿Y no está por aquí la Pitusa?
 
—Aquí está para servirla—dijo una mujer escuálida, saliendo por estrecha puertecilla, bien disimulada entre los estantes llenos de botellas y garrafas que había detrás del mostrador. Como grieta que da paso al escondrijo de una anguila, así era la puerta, y la mujer el ejemplar más flaco, desmedrado y escurridizo que pudiera encontrarse en la fauna a que tales hembras pertenecen. Tan flaco era su rostro, que al verlo de perfil podría tenérsele por construido de chapa, como las figuras de las veletas. En su cuello no cabían más costurones, y en una de sus orejas el agujero del pendiente era tan grande, que por él se podría meter con toda holgura un dedo. Los dientes mellados y negros, las cejas calvas, las pestañas pitañosas, los ojos tiernos, de mirada de lince, completaban su fisonomía. Del cuerpo no he de decir sino que difícilmente se encontrarían formas más exactamente comparables a las de un palo de escoba vestido, o, si se quiere, cubierto de trapos de fregar suelos; de los brazos y manos, que al gesticular parecía que azotaban, como los tirajos de un zorro que quisiera limpiar el polvo a la cara del interlocutor; de su habla y acento, que sonaban como si estuviera haciendo gárgaras, y aunque parezca extraño, diré también, para dar completa idea de la persona, que de todas estas exterioridades desapacibles se desprendía un cierto airecillo de afabilidad, un moral atractivo, por lo que termino asegurando que la Pitusa no era antipática ni mucho menos.
 
—«¿Qué trae por acá la señá Benina?—le dijo sacudiéndole de firme en los dos hombros—. Oí contar que estaba usted en grande, en casa rica... Ya, ya sacará buenas rebañaduras... ¡Y que no tendrá usted mal gato!...
 
—Hija, no... De eso hace un siglo. Ahora estamos en baja.
 
—¿Qué? ¿Le va mal?
 
—Tirando, tirando. Si sopas, comerlas, y si no, nada... Y el Comadreja, ¿está?
 
—¿Para qué le quiere, señá Benina?
 
—Hija, te pregunto por saber de él, si está con salud.
 
—Se defiende. La herida se le abre cuando menos lo piensa.
 
—Vaya por Dios... Dime otra cosa...
 
—Mándeme.
 
—Quiero saber si has recogido en tu casa a un caballero que le llaman Frasquito Ponte, y si le tienes aquí todavía, porque me dijeron que anoche se puso muy malo».
 
Por toda respuesta, la Pitusa mandó a Benina que la siguiera, y ambas, agachándose, se escurrieron por el agujero que hacía las veces de puerta entre los estantillos del mostrador. De la otra parte arrancaba una escalera estrechísima, por la cual subieron una tras otra.
 
«Es una persona decente, como quien dice, personaje—añadía Benina, segura ya de encontrar allí al infortunado caballero.
 
—De la grandeza. Vele aquí a dónde vienen a parar los títulos».
 
Por un pasillo mal oliente y sucio llegaron a una cocina, donde no se guisaba. Fogón y vasares servían de depósito de botellas vacías, cajas deshechas, sillas rotas y montones de trapos. En el suelo, sobre un jergón mísero, yacía cuan largo era D. Francisco Ponte, en mangas de camisa, inmóvil, la fisonomía descompuesta. Dos mujeronas, de rodillas a un lado y otro, la una con un vaso de agua y vino, la otra atizándole friegas, le hablaban a gritos: «Vuelva en sí... ¿Qué demonios le pasa?... Eso no es más que maulería. ¿No quiere beber más?».
 
Benina, de hinojos, se puso también a gritarle, sacudiéndole: «D. Frasquito de mi alma, ¿qué es eso? Abra los ojos y véame: soy la Nina».
 
No tardaron las dos tarascas que, entre paréntesis, si apostaran a repugnantes y feas, no habría quien les ganara; no tardaron, digo, en dar a la anciana las explicaciones que del suceso pedía. No admitido Ponte en las alcobas de la Bernarda, arrimose al quicio de la puerta de la capilla de Irlandeses para pasar la noche. Allí le encontraron ellas, y se pusieron a darle bromas, a decirle cosas... amos... cosas que se dicen y que no eran para ofenderse. Total: que el pobre vejete mal pintado se hubo de incomodar, y al correr tras ellas con el palo levantado para pegarles, pataplum, cayó redondo al suelo. Soltaron ellas la risa, creyendo que había tropezado; pero al ver que no se movía, acudieron; llegose también el sereno, le echó a la cara la linterna, y entonces vieron que tenía un ataque. Húrgale por aquí, húrgale por allá, y el buen señor como cuerpo difunto. Llamado el Comadreja, lo desanimó, y dijo que todo era un sincopiés; y como es caritativo él, buen cristiano él, y además había estudiado un año de Veterinaria, mandó que le llevaran a su casa para asistirle y devolverle el resuello con friegas y sinapismos.
 
Así se hizo, cargándole entre las dos y otra compañera, pues el enfermo pesaba como un manojo de cañas, y en casa, a fuerza de pellizcos y restregones, volvió en sí, y les dio las gracias tan amable. La Pitusa le hizo unas sopas, que tomó con apetito, dando a cada momento las más expresivas gracias... tan fino, y así estuvo hasta la mañana, bien apañadito en su jergón. No podían ponerle en un cuarto, porque en toda la noche apenas los hubo desocupados, y allí, en la cocina vieja, estaba muy bien, por ser pieza de ventilación.
 
Lo peor fue que a la mañana, cuando se levantaba para marcharse, le repitió el ataque, y todo el santo día le daban de hora en hora unos sincopieses tan tremendos, que se quedaba como cadáver, y costaba Dios y ayuda volverle en sí. Le habían dejado en mangas de camisa, porque se quejaba de calor; pero allí estaba la ropa sin que nadie la tocase, ni le afanaran cosa alguna de lo que tenía en los bolsillos. Había dicho el Comadreja que si no se recobraba en la noche, daría parte a la Delegación para que le llevaran al Hospital.
 
Manifestó Benina a la Pitusa que era un dolor mandar al Hospital a tan ilustre señorón, y que ella se determinaría a llevarle a su casa, sí... Hirió la mente de la anciana una atrevida idea, y con la resolución que era cualidad primaria de su carácter, se apresuró a ponerla en práctica con toda prontitud. «¿Quieres oírme una palabrita?—dijo a la Pitusa, cogiéndola por el brazo para sacarla de la cocina. Y al extremo del pasillo, entraron en la única habitación vividera de la casa: una alcoba con cama camera de hierro, colcha de punto de gancho, espejos torcidos, láminas de odaliscas, cómoda derrengada, y un San Antonio en su peana, con flores de trapo y lamparilla de aceite. El diálogo fue rápido y nervioso:
 
«¿Qué se le ofrece?
 
—Pues poca cosa. Que me prestes diez duros.
 
—Señá Benina, ¿está usted en sus cabales?
 
—En ellos estoy, Teresa Conejo, como lo estaba cuando te presté los mil reales, y te salvé de ir a la cárcel... ¿No te acuerdas? Fue el año y el día del ciclón, que arrancó los árboles del Botánico... Tú habitabasen la calle del Gobernador; yo en la de San Agustín, donde servía...
 
—Sí que me acuerdo. Yo la conocí a usted de que comprábamos juntas...
 
—Te viste en un fuerte compromiso.
 
—Empezaba yo a rodar por el mundo...
 
—Y rodando, rodando, caíste en una tentación...
 
—Y como servía usted en casa grande, yo calculé y dije: 'Pues esta, si quiere, podrá sacarme'.
 
—Te llegaste a mí con mucho miedo... lo que pasa... no querías levantarte el faldón, y que yo te dejara destapada.
 
—Pero usted me tapó... ¡Cuánto se lo agradecí, Benina!
 
—Y sin réditos... Luego tú, en cuanto hiciste las paces con el del almacén de vinos, me pagaste...
 
—Duro sobre duro.
 
—Pues bien: ahora soy yo la que se ha caído: necesito doscientos reales, y tú me los vas a dar.
 
—¿Cuándo?
 
—Ahora mismo.
 
—¡Mecachis... San Dios! ¡Como no se me vuelva dinero la chimenea de los garbanzos!
 
—¿No los tienes? ¿Ni tu Comadreja tampoco?
 
—Estamos como el gallo de Morón... ¿Y para qué quiere los diez duros?
 
—Para lo que a ti no te importa. Di si me los das o no me los das. Yo te los pagaré pronto; y si quieres real por duro, no hay incomeniente.
 
—No es eso: es que no tengo ni un cuarto partido por medio. Este ganado indecente no trae más que miseria.
 
—¡Válgate Dios! ¿Y...?
 
—No, no tengo alhajas. Si las tuviera...
 
—Busca bien, maestra.
 
—Pues bueno. Hay dos sortijas. No son mías: son del Rey de Bastos, un amigo de Rumaldo, que se las dio a guardar, y Rumaldo me las dio a mí.
 
—Pues...
 
—Si usted me da su palabra de desempeñarlas dentro de ocho días y traérmelas, pero palabra formal, ¡San Dios! lléveselas... Darán los diez por largo, pues una de ellas tiene un brillante que da la catarata».
 
Poco más se habló. Cerraron bien la puerta, para que nadie pudiera fisgonear desde el pasillo. Si alguien lo hiciera, no habría oído más que un abrir y cerrar de los cajones de la cómoda, un cuchicheo de Benina, y roncas gárgaras de la otra.
 

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