Sentía Ponte Delgado vivas ganas de pedir explicaciones al tipo aquel por su mirar impertinente. La causa de este no podía ser otra que la novedad que Frasquito ofrecía al público con el despintado de su rostro, y el buen caballero se decía: «¿Pero qué le importa a nadie que yo me arregle o deje de arreglarme? Yo hago de mi fisonomía lo que me da la gana, y no estoy obligado a dar gusto a los señores, presentándoles siempre la misma cara. Con la vieja, lo mismo que con la joven, sé yo hacerme respetar y dejar bien puesto mi decoro». Ya se proponía contraponer al mirar cargantísimo de aquel punto una ojeada de desprecio, cuando el de los caracoles, vaciado, comido y chupado el último, y puesta la cáscara en su sitio, pagó el gasto; se colocó en los hombros la capa, que se le había caído; encasquetose la gorrilla, y levantándose se fue derecho al desteñido caballero, y con muy buen modo le dijo: «Sr. de Ponte, perdóneme que le haga una pregunta».
Por el tono cordial del individuo, comprendió Frasquito que era un infeliz, de estos que expresan con el modo de mirar todo lo contrario de lo que son.
«Usted dirá...
—Perdóneme, Sr. de Ponte... Quería saber, siempre que usted no lo lleve a mal, si es verdad que Antonio Zapata y su hermana han tenido una herencia de tantismos millones.
—Hombre, tanto como de millones, no creo... Diré a usted: mi parte en la herencia, como la que también disfruta Doña Francisca Juárez, no pasa de una pensión, cuya cuantía no sabemos aún a punto fijo. Pero podré darle a usted dentro de poco noticias exactas. ¿Por casualidad es usted periodista?
—No, señor: soy pintor heráldico.
—¡Ah! Yo creí que era usted de estos que averiguan cosas para ponerlas en los periódicos.
—Lo que yo pongo es anuncios. Porque como el arte heráldico está tan por los suelos, me dedico al corretaje de reclamos y avisos... Antonio y yo trabajamos en competencia, y nos hacemos una guerra espantosa. Por eso, al saber que Zapata es rico, quiero que usted influya con él para que me traspase sus negocios. Soy viudo y tengo seis hijos».
Al decir esto, poniendo en su tono tanta sinceridad como hombría de bien, clavaba en el rostro de su interlocutor una mirada semejante a la del asesino en el momento de dar el golpe a su víctima. Antes de que Ponte le contestara, prosiguió diciendo: «Yo sé que usted es amigo de la familia, y que habla con Doña Obdulia... Y a propósito: Doña Obdulia, o su señora madre, ahora que son ricas, querrán sacar título. Yo que ellas lo sacaría, siendo, como son, de la Grandeza de España. Pues que no se olvide usted de mí, Sr. de Ponte... Aquí tiene mi tarjeta. Yo les compongo el escudo y el árbol genealógico, y la ejecutoria en letra antigua, con iniciales en purpurina, a menor precio que se lo haría el pintor más pintado. Puede usted juzgar de mi trabajo por los modelos que tengo en casa.
—Yo no puedo asegurarle a usted—dijo Frasquito dándose mucha importancia, con un palillo entre los dientes—, que saquen título ni que no saquen título. Nobleza les sobra para ello por los cuatro costados, pues así los Juárez, como los Zapatas, y los Delgados y Pontes, son de lo más alcurniado de Andalucía.
—Los Pontes tienen una puente sínople sobre gules, y cuarteles de azur y oro...
—Verdad... Por mi parte no pienso sacar título, ni mi herencia es para tanto... Esas señoras, no sé... Obdulia merece ser Duquesa, y lo es por la figura y el tono, aunque no se decida a ponerse la corona. De Emperatriz le corresponde, como hay Dios. En fin, yo no me meto... Y dejando a un lado la heráldica, vamos a otra cosa».
En esto, el de los caracoles se había sentado junto a Frasquito, y con su mirar siniestro era el terror de los parroquianos que les rodeaban.
«Puesto que usted se dedica al corretaje de anuncios, ¿podría indicarme una buena casa de huéspedes?...
—Precisamente hoy he hecho dos... Aquí las tengo en mi cartera para Imparcial y Liberal. Entérese usted... Son de lo bueno: 'habitaciones hermosas, comida a la francesa, cinco platos... treinta reales'.
—Me convendría más barata... de catorce o diez y seis reales.
—También las hago... Mañana podré darle una lista de seis lo menos, todas de confianza».
Les cortó el diálogo la aparición repentina de Antonio Zapata, que entró sofocado, metiendo ruido, bromeando a gritos con el dueño del establecimiento y con varios parroquianos. Subió al cuarto interior, y tirando sobre la mesa la voluminosa cartera que llevaba, y echándose atrás el sombrero, se sentó junto a Frasquito y el de los caracoles.
«¡Vaya una tarde, caballeros, vaya una tarde!—exclamó fatigado; y al chiquillo que servía le dijo—: No tomo nada. He comido ya... Mi señora madre nos ha metido en el cuerpo una gallina a mi mujer y a mí... y encima tira de Champagne... y tira de bartolillos.
—¡Chico, quién te tose ahora!...—le dijo el de los caracoles, la palabra dulce, el mirar terrorífico—. Y es preciso que me des pronto una razón: ¿me cedes o no me cedes tu negocio?
—¡Buena se puso mi mujer cuando le propuse no trabajar más! Creí que me mordía y que me sacaba los ojos. Nada: que seguiremos lo mismo, ella en su máquina, yo en mis anuncios, porque eso de la herencia no sabemos qué pateta será... Amigo Ponte, ¿conoce usted esa finca de la Almoraima? ¿Cuánto nos dará de renta?
—No puedo precisarlo—replicó Frasquito—. Sé que es una magnífica posesión, con monte, potrero, tierras de sembradura, ainda mais, el mejor puesto de Andalucía para codornices, cuando van a pasar el Estrecho.
—Allá nos iremos una temporada... Pero mi mujer, ni pa Dios quiere que deje yo este oficio de pateta. Aguántate por ahora, Polidura, que con mi Juliana no se juega: le tengo más miedo que a una leona con hambre... Y cuéntame, ¿qué has hecho hoy?... ¡Ah! ya no me acordaba: mi madre quiere comprar una araña...
—¡Una araña!
—Sí, hombre, o lámpara colgante para el comedor. Me ha dicho si sabemos de alguna buena y vistosa, de lance...
—Sí, sí—replicó Polidura—. En la almoneda de la calle de Campomanes la tenemos.
—Otra... También quiere saber si se proporcionarán alfombras de moqueta y terciopelo en buen uso.
—Eso, en la almoneda de la Plaza de Celenque. Aquí lo tengo: 'Todo el mobiliario de una casa. Horas, de una a tres. No se admiten prenderos'.
—Mi hermana, que, entre paréntesis, se zampó esta tarde media gallina, lo que quiere es un landó de cinco luces...
—¡Atiza!
—Yo he aconsejado a Obdulia—indicó Frasquito con gravedad—, que no tenga cocheras, que se entienda con un alquilador.
—Claro... Pero no dará pa tanto el cortijo de pateta. ¡Landó de cinco luces! Y que tiren de él las burras de leche del señó Jacinto».
Soltó la risa Polidura; mas notando que al algecireño le sabían mal aquellas bromas, quiso variar de conversación al instante. El desvergonzado Antonio Zapata se permitió decir a Ponte: «Con franqueza, D. Frasco: creo que está usted mejor así.
—¿Cómo?
—Sin betún. Bonita figura de caballero anciano y respetable. Convénzase de que con el tinte no consigue usted parecer joven; lo que parece es... un féretro.
—Querido Antonio—replicó Ponte haciendo repulgos con boca y nariz para disimular su ira, y figurar que seguía la broma—, nos gusta a los viejos espantar a los muchachos para que... para que nos dejen en paz. Los chicos del día, por querer saberlo todo, no saben nada...».
El pobre señor, azarado, no sabía qué decir. Sus tonterías envalentonaron a Zapata, que prosiguió mortificándole:
«Y ahora que estamos en fondos, amigo Ponte, lo primero que tiene usted que hacer es jubilar el sarcófago.
—¿Qué?
—El sombrero de copa que tiene usted para los días de fiesta, y que es de la moda que se gastaba cuando ahorcaron a Riego.
—¿Qué entiende usted de modas? Estas se renuevan, y las formas de ayer vuelven a llevarse mañana.
—Así será en la ropa; pero en las personas, el que pasó, pasado se queda. No le quedan a usted más que los pinreles. Los juanetes que debía tener en ellos, se le han subido a la cabeza... Sí, sí... yo digo que usted piensa con los callos».
Ya le faltaba poco a Frasquito para estallar en ira, y de fijo le hubiera tirado a la cabeza el plato, el vaso de vino y hasta la mesa, si Polidura no tratara de atenuar la maleante burla con estas palabras conciliadoras: «Cállate, tonto, que el Sr. de Ponte no ha entrado en Villavieja, y lleva sus añitos mejor que nosotros.
—No es viejo, no... Es de cuando Fernando VII gastaba paletot... Pero, en fin, si se ofende, me callo... Sr. de Ponte, sabe que se le quiere, y que si gasto estas bromas es por pasar el rato. No haga usted caso, maestro, y hablemos de otra cosa.
—Sus chanzas son un poco impertinentes—dijo Frasquito con dignidad—, y si quiere, irrespetuosas... Pero es usted un chiquillo, y...
—¡Pata!... Ea, se acabó. Voy a preguntarle una cosa, respetable Sr. de Ponte: ¿en qué empleará usted los primeros cuartos de la pensión?
—En una obra de justicia y de caridad. Le compraré unas botas a Benina cuando parezca, si parece, y un traje nuevo.
—Pues yo le compraré un vestido de odalisca. Es lo que le cuadra, desde que se ha dedicado a la vida mora.
—¿Qué dice usted? ¿Se sabe dónde está ese ángel?
—Ese ángel está en el Pardo, que es el Paraíso a donde son llevados los angelitos que piden limosna sin licencia.
—Bromas de usted.
—¡Humoradas de la vida, Sr. de Ponte! Yo sabía que la Nina se arrimaba a la puerta de San Sebastián, por pescar algún ochavo... La necesidad es terrible consejera. ¡Cuando la pobre Nina lo hacía!... Pero yo no supe hasta hoy que anda emparejada con un moro ciego, y que de ahí le viene su perdición.
—¿Está usted seguro de lo que dice?
—Lo he visto. A mamá no he querido decirle nada, porque no se disguste; pero... ya estoy al tanto. En una redada que echaron los policías, cogieron a Nina y al otro, y les zamparon en San Bernardino. De allí me les empaquetaron para el Pardo, de donde me mandó Nina un papelito, diciéndome que haga un empeño para que la suelten... Veréis lo que hice esta mañana: alquilé una bicicleta y me fui al Pardo... Antes que se me olvide: si sabe mi mujer que he paseado en bicicleta, tendremos bronca en casa. Tú, Polidura, ten cuidado de no venderme: ya sabes cómo las gasta Juliana... Pues sigo: me planté allá, y la vi: la pobre está descalza y con los trapitos en jirones. Da pena verla. El moro es tan celoso, ¡Dios! que cuando me oyó hablar con ella se puso frenético, y me quiso pegar... 'Galán bunito—decía—, mí matar galán bunito'. Por no escandalizar, no le di un par de morradas...
—Yo no creo que Benina, a sus años...—indicó Frasquito tímidamente.
—¿Qué ha de hacer usted más que encontrar muy naturales los pinitos de los ancianos?
—En fin—dijo Polidura, arrojando todo el furor de su mirada sobre Antonio—, haz por sacarla. Habrá que buscar un empeño en el Gobierno civil.
—Sí, sí... Gestionemos inmediatamente—propuso Ponte—. ¿Será todavía Gobernador Pepe Alcañices?
—¡Hombre, por Dios! ¿Quién dice? ¿El Duque de Sexto? Usted se empeña en no pasar del año de la Nanita.
—Si eso es del tiempo de la guerra de África, Sr. de Ponte, o poco después—afirmó el de los caracoles—. Yo me acuerdo... cuando la unión liberal... Era Ministro de la Gobernación D. José Posada Herrera. Yo estaba en La Iberia con Calvo Asensio, Carlos Rubio y D. Práxedes... Pues apenas ha llovido desde entonces...
—Sea lo que quiera, señores—añadió Frasquito poniéndose en la realidad—, hay que sacar a Nina...
—Hay que sacarla.
—Con su morito a rastras. Mañana mismo iré a ver a un amigo que tengo en la Delegación... Pero no se olviden: tú, Polidura, ten cuidado y no metas la pata... Si sabe Juliana que alquilé la bicicleta, ya tengo máquina para un semestre.
—¿Va usted a volver al Pardo?...
—Puede. ¿Y usted, maneja el pedal?
—No lo he probado. En todo caso, yo iría a caballo.
—Anda, anda, y qué calladito se lo tenía. ¿Monta usted a la inglesa o a la española?
—Yo no sé... Sólo sé que monto bien. ¿Quiere usted verlo?
—Hombre, sí... Vaya, una apuestita: si no se rompe usted la cabeza, pago el alquiler del caballo.
—Y si usted no se desnuca en la máquina, la pago yo.
—Convenido. ¿Y tú, Polidura?
—¿Yo?... en el coche de San Francisco.
—Pues allá los tres. Sus convido a caracoles.
—Yo convido a lo que quieran—dijo Frasquito levantándose—; y si conseguimos traernos a Nina y al riffeño, convite general.
—El disloque...».