Las adversidades se estrellaban ya en el corazón de Benina, como las vagas olas en el robusto cantil. Rompíanse con estruendo, se quebraban, se deshacían en blancas espumas, y nada más. Rechazada por la familia que había sustentado en días tristísimos de miseria y dolores sin cuento, no tardó en rehacerse de la profunda turbación que ingratitud tan notoria le produjo; su conciencia le dio inefables consuelos: miró la vida desde la altura en que su desprecio de la humana vanidad la ponía; vio en ridícula pequeñez a los seres que la rodeaban, y su espíritu se hizo fuerte y grande. Había alcanzado glorioso triunfo; sentíase victoriosa, después de haber perdido la batalla en el terreno material. Mas las satisfacciones íntimas de la victoria no la privaron de su don de gobierno, y atenta a las cosas materiales, acudió, al poco rato de apartarse de Juliana, a resolver lo más urgente en lo que a la vida corporal de ambos se refería. Era indispensable buscar albergue; después trataría de curar a Mordejai de su sarna o lo que fuese, pues abandonarle en tan lastimoso estado no lo haría por nada de este mundo, aunque ella se viera contagiada del asqueroso mal. Dirigiose con él a Santa Casilda, y hallando desocupado el cuartito que antes ocupó el moro con la Petra, lo tomó. Felizmente, la borracha se había ido con Diega a vivir en la Cava de San Miguel, detrás de la Escalerilla. Instalados en aquel escondrijo, que no carecía de comodidades, lo primero que hizo la anciana alcarreña fue traer agua, toda el agua que pudo, y lavarse bien y jabonarse el cuerpo; costumbre antigua en ella, que siempre que podía practicaba en casa de Doña Francisca. Luego se vistió de limpio. El bienestar que el aseo y la frescura daban a su cuerpo, se confundía en cierto modo con el descanso de su conciencia, en la cual también sentía algo como absoluta limpieza y frescor confortante.
Dedicose luego al arreglo de la casa, y con el poquito dinero que tenía hizo su compra, y le preparó a Mordejai una buena comida. Pensaba llevarlo a la consulta al día siguiente, y así se lo dijo, mostrándose el ciego conforme en todo con lo que la voluntad de ella quisiese determinar. Mientras comían, le entretuvo y alentó con esperanzas y palabras dulces, ofreciéndole ir, como él deseaba, a Jerusalén o un poquito más allá, en cuanto recobrara la salud. Mientras no se le quitara el sarpullo, no había que pensar en viajes. Se estarían quietos, él en casa, ella saliendo a pedir sola todos los días para ver de sacar con qué vivir, que seguramente Dios no les dejaría morir de hambre. Tan contento se puso el ciego con el plan concebido y propuesto por su inteligente amiga, y con sus afectuosas expresiones, que rompió a cantar la melopea arábiga que ya le oyó Benina en el vertedero; pero como al huir de la pedrea había perdido el guitarrillo, no pudo acompañarse del son de aquel tosco instrumento. Después propuso a su compañera que echase el sahumerio, y ella lo hizo de buena gana, pues el humazo saneaba y aromatizaba la pobre habitación.
Salieron al día siguiente para la consulta; pero como les designaran para esta una hora de la tarde, entretuvieron la primera mitad del día pordioseando en varias calles, siempre con mucho cuidado de los guindillas, por no caer nuevamente en poder de los que echan el lazo a los mendigos, cual si fueran perros, para llevarlos al depósito, donde como a perros les tratan. Debe decirse que el ingrato proceder de Doña Paca no despertaba en Nina odio ni mala voluntad, y que la conformidad de esta con la ingratitud no le quitaba las ganas de ver a la infeliz señora, a quien entrañablemente quería, como compañera de amarguras en tantos años. Ansiaba verla, aunque fuese de lejos, y llevada de esta querencia, se llegó a la calle de la Lechuga para atisbar a distancia discreta si la familia estaba en vías de mudanza, o se había mudado ya. ¡Qué a tiempo llegó! Hallábase en la puerta el carro, y los mozos metían trastos en él con la bárbara presteza que emplean en esta operación. Desde su atalaya reconoció Benina los muebles decrépitos, derrengados, y no pudo reprimir su emoción al verlos. Eran casi suyos, parte de su existencia, y en ellos veía, como en un espejo, la imagen de sus penas y alegrías; pensaba que si se acercase, los pobres trastos habían de decirle algo, o que llorarían con ella. Pero lo que la impresionó vivamente fue ver salir por el portal a Doña Paca y a Obdulia, con Polidura y Juliana, como si se fueran a la casa nueva, mientras las criadas elegantes se quedaban en la antigua, disponiendo la recogida y transporte de las menudencias, y de toda la morralla casera.
Turbada y confusa, Nina se escondió en un portal, para ver sin ser vista. ¡Qué desmejorada encontró a Doña Francisca! Llevaba un vestido nuevo; pero de tan nefanda hechura, como cortado y cosido de prisa, que parecía la pobre señora vestida de limosna. Cubría su cabeza con un manto, y Obdulia ostentaba un sombrerote con disformes ringorrangos y plumas. Andaba Doña Paca lentamente, la vista fija en el suelo, abrumada, melancólica, como si la llevaran entre guardias civiles. La niña reía, charlando con Polidura. Detrás iba Juliana arreándolos a todos, y mandándoles que fueran de prisa por el camino que les marcaba. No le faltaba más que el palo para parecerse a los que en vísperas de Navidad conducen por las calles las manadas de pavos. ¡Cómo se clareaba el despotismo hasta en sus menores movimientos! Doña Paca era la res humilde que va a donde la llevan, aunque sea al matadero; Juliana el pastor que guía y conduce. Desaparecieron en la Plaza Mayor, por la calle de Botoneras... Benina dio algunos pasos para ver el triste ganado, y cuando lo perdió de vista, se limpió las lágrimas que inundaban su rostro.
«¡Pobre señora mía!—dijo al ciego en cuanto se reunió con él—. La quiero como hermana, porque juntas hemos pasado muchas penas. Yo era todo para ella, y ella todo para mí. Me perdonaba mis faltas, y yo le perdonaba las suyas... ¡Qué triste va, quizás pensando en lo mal que se ha portado con la Nina! Parece que está peor del reúma, por lo que cojea, y su cara es de no haber comido en cuatro días. Yo la traía en palmitas, yo la engañaba con buena sombra, ocultándole nuestra miseria, y poniendo mi cara en vergüenza por darle de comer conforme a lo que era su gusto y costumbre... En fin, lo pasado, como dijo el otro, pasó. Vámonos, Almudena, vámonos de aquí, y quiera Dios que te pongas bueno pronto para tomar el caminito a Jerusalén, que no me asusta ya por lejos. Andando, andando, hijo, se llega de una parte del mundo a otra, y si por un lado sacamos el provecho de tomar el aire y de ver cosas nuevas, por otro sacamos la certeza de que todo es lo mismo, y que las partes del mundo son, un suponer, como el mundo en junto; quiere decirse, que en donde quiera que vivan los hombres, o verbigracia, mujeres, habrá ingratitud, egoísmo, y unos que manden a los otros y les cojan la voluntad. Por lo que debemos hacer lo que nos manda la conciencia, y dejar que se peleen aquellos por un hueso, como los perros; los otros por un juguete, como los niños, o estos por mangonear, como los mayores, y no reñir con nadie, y tomar lo que Dios nos ponga delante, como los pájaros... Vámonos hacia el Hospital, y no te pongas triste.
—Mí no triste—dijo Almudena—; estar tigo contentado... tú saber como Dios cosas tudas, y yo quirier ti como ángela bunita... Y si no quierer tú casar migo, ser tú madra mía, y yo niño tuyo bunito.
—Bueno, hombre; me parece muy bien.
—Y tú com palmera D'sierto granda, bunita; tú com zucena branca... llirio tú... Mí dicier ti amri: alma mía».
Mientras iba la infeliz pareja camino del Hospital, Doña Paca y su séquito, en dirección distinta, se aproximaban a su nueva casa, calle de Orellana: un tercero limpio, con los papeles y estucos nuevecitos, buenas luces, ventilación, cocina excelente, y precio acomodado a las circunstancias. Pareciole muy bien a Doña Francisca, cuando arriba llegó, sofocada de la interminable escalera; y si le parecía mal, cuidaba de no manifestarlo, abdicando en absoluto su voluntad y sus opiniones. El flexible, más que flexible, blanducho carácter de la viuda, se adaptaba al sentir y al pensar de Juliana; y viendo esta que se le metía entre los dedos aquella miga de pan, hacía bolitas con ella. No respiraba Doña Paca sin permiso de la tirana, quien para los más insignificantes actos de la vida, tenía no pocas órdenes que dictar a la infeliz señora. Esta llegó a tenerle un miedo infantil; se sentía miga blanda dentro de la mano de bronce de la ribeteadora, y en verdad que no era sólo miedo, pues con él se mezclaba algo de respeto y admiración.
Descansaba la dama del ajetreo de aquel día, ya metidos todos los muebles, trastos y macetas en la nueva casa, y atacada de una intensísima tristeza que le devoraba el alma, llamó a su tirana para decirle: «No me has explicado bien por el camino lo que hablasteis. ¿Qué historias cuenta Nina de su moro? ¿Es este bien parecido?».
Dio Juliana las explicaciones que su súbdita le pedía, sin herir a Nina ni ponerla en mal lugar, demostrando en esto finísimo tacto.
«Y quedasteis... en que no puede venir a verme, por temor a que nos contagie de esa peste asquerosa. Has hecho bien. Si no es por ti, me vería expuesta, sabe Dios, a que se nos pegara la pestilencia... Quedasteis también en que recogería las sobras de la comida. Pero esto no basta, y yo tendría mucho gusto en señalarle una cantidad, por ejemplo, una peseta diaria. ¿Qué dices?
—Digo que si empezamos con esas bromas, señora Doña Paca, pronto volveremos a Peñaranda. No, no: una peseta es una peseta... Bastante tiene la Nina con dos reales. Así lo he pensado, y si usted dispone otra cosa, yo me lavo las manos.
—Dos reales, dos... tú lo has dicho... y basta, sí. ¿Sabes tú los milagros que hace Nina con media peseta?».
En esto llegó Daniela muy alarmada, diciendo que llamaba a la puerta Frasquito; y Obdulia, que por la mirilla le había visto, opinó que no se abriera, a fin de evitar otro escándalo como el de la calle Imperial. Pero ¿quién le había dicho las señas del nuevo domicilio? Sin duda fue Polidura el soplón, y Juliana hizo juramento de arrancarle una oreja. Ocurrió el contratiempo grave de que mientras Ponte llamaba con nerviosa furia, decidido a romper la campanilla, subió Hilaria de la calle y abrió con el llavín, y ya no fue posible cortar el paso al intruso, que se precipitó dentro, presentándose ante las asustadas señoras con el sombrero metido hasta las orejas, blandiendo el bastón, la ropa en gran detrimento y manchada de tierra y lodo. Se le había torcido la boca, y arrastraba penosamente la pierna derecha.
«Por Dios, Frasquito—le dijo Doña Paca suplicante—, no nos alborote. Está usted malo, y debe meterse en cama».
Y salió también Obdulia declamando enfáticamente: «Frasquito: ¡una persona como usted, tan fina, de buena sociedad, decirnos esas cosas!... Tenga juicio, vuelva en sí.
—Señora y madama—dijo Ponte desencasquetándose el sombrero con gran dificultad—. Caballero soy y me precio de saber tratar con damas elegantes; pero como de aquí ha salido la absurda especie, yo vengo a pedir explicaciones. Mi honor lo exige...
—¿Y qué tenemos que ver nosotras con el honor de usted, so espantajo?—gritó Juliana—. ¡Ea, no es persona decente quien falta a las señoras! El otro día eran para usted emperatrices, y ahora...
—Y ahora—dijo Ponte temblando ante el enérgico acento de Juliana, como caña batida del viento—. Y ahora... yo no falto al respeto a las señoras. Obdulia es una dama; Doña Francisca otra dama. Pero estas señoras damas... me han calumniado, me han herido en mis sentimientos más puros, sosteniendo que yo hice la corte a la Benina... y que la requerí de amores deshonestos, para que por mí y conmigo faltase a la fidelidad que debe al caballero de la Arabia...
—¡Si nosotras no hemos dicho semejante desatino!
—Todo Madrid lo repite... De aquí, de estos salones salió la indigna especie. Me acusan de un infame delito: de haber puesto mis ojos en un ángel, de blancas alas célicas, de pureza inmaculada. Sepan que yo respeto a los ángeles: si Nina fuese criatura mortal, no la habría respetado, porque soy hombre... yo he catado rubias y morenas, casadas, viudas y doncellas, españolas y parisienses, y ninguna me ha resistido, porque me lo merezco... belleza permanente que soy... Pero yo no he seducido ángeles, ni los seduciré... Sépalo usted, Frasquita; sépalo, Obdulia... la Nina no es de este mundo... la Nina pertenece al cielo... Vestida de pobre ha pedido limosna para mantenerlas a ustedes y a mí... y a la mujer que eso hace, yo no la seduzco, yo no puedo seducirla, yo no puedo enamorarla... Mi hermosura es humana, y la de ella divina; mi rostro espléndido es de carne mortal, y el de ella de celeste luz... No, no, no la he seducido, no ha sido mía, es de Dios... Y a usted se lo digo, Curra Juárez, de Ronda; a usted, que ahora no puede moverse, de lo que le pesa en el cuerpo la ingratitud... Yo, porque soy agradecido, soy de pluma, y vuelo... ya lo ve... Usted, por ser ingrata, es de plomo, y se aplasta contra el suelo... ya lo ve...».
Consternadas hija y madre, gritaban pidiendo socorro a los vecinos. Pero Juliana, más valerosa y expeditiva, no pudiendo sufrir con calma los impertinentes desvaríos del desdichado Ponte, se fue hacia él furiosa, le cogió por las solapas, y comiéndoselo con la mirada y la voz le dijo: «Si no se marcha usted pronto de esta casa, so mamarracho, le tiro a usted por el balcón».
Y seguramente lo habría hecho, si la Hilaria y la Daniela no cogieran al pobre hijo de Algeciras, poniéndole en dos tirones fuera de la puerta. Presentáronse los porteros y algunos vecinos, atraídos del alboroto, y al ver reunida tanta gente, salieron las cuatro mujeres al rellano de la escalera para explicar que aquel sujeto había perdido el juicio, trocándose de la más atenta y comedida persona del mundo, en la más importuna y desvergonzada. Bajó Frasquito renqueando hasta la meseta próxima: allí se paró, mirando para arriba, y dijo: «Ingrata, ingrrr...». Quiso concluir la palabra, y una violenta contorsión denunció la inutilidad de sus esfuerzos. De su boca no salió más que un bramido ronco, como si mano invisible le estrangulara. Vieron todos que se le descomponían horrorosamente las facciones, los ojos se le salían del casco, la boca se aproximaba a una de las orejas... Alzó los brazos, exhaló un ¡ay! angustioso, y se desplomó de golpe. A la caída de su cuerpo se estremeció de arriba abajo toda la endeble escalera.
Subiéronle entre cuatro a la casa para prestarle socorro, que ya no necesitaba el infeliz. Reconociole Juliana, y secamente dijo: «Está más muerto que mi abuelo».