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CAPÍTULO VII
日期:2023-06-21 15:09  点击:277
CÓMO TELLAGORRI SUPO PROTEGER A LOS SUYOS
A la muerte de la madre de Martín, Tellagorri, con gran asombro del pueblo, recogió a sus sobrinos y se los llevó a su casa. La señora de Ohando dijo que era una lástima que aquellos niños fuesen a vivir con un hombre desalmado, sin religión y sin costumbres, capaz de decir que saludaba con más respeto a un perro de aguas que al señor párroco.
 
La buena señora se lamentó, pero no hizo nada, y Tellagorri se encargó de cuidar y alimentar a los huérfanos.
 
La Ignacia entró en la posada de Arcale de niñera y hasta los catorce años trabajó allí.
 
Martín frecuentó la escuela durante algunos meses, pero le tuvo que sacar Tellagorri antes del año porque se pegaba con todos los chicos y hasta quiso zurrar al pasante.
 
Arcale, que sabía que el muchacho era listo y de genio vivo, le utilizó para recadista en el coche de Francia, y cuando aprendió a guiar, de recadista le ascendieron a cochero interino y al cabo de un año le pasaron a cochero en propiedad.
 
Martín, a los diez y seis años, ganaba su vida y estaba en sus glorias. Se jactaba de ser un poco bárbaro y vestía un tanto majo, con la elegancia garbosa de los antiguos postillones. Llevaba chalecos de color, y en la cadena del reloj colgantes de plata. Le gustaba lucirse los domingos en el pueblo; pero no le gustaba menos los días de labor marchar en el pescante por la carretera restallando el látigo, entrar en las ventas del camino, contar y oir historias y llevar encargos.
 
La señora de Ohando y Catalina se los hacían con mucha frecuencia, y le recomendaban que les trajese de Francia telas, puntillas y algunas veces alhajas.
 
—¿Qué tal, Martín?—le decía Catalina en vascuence.
 
—Bien—contestaba él rudamente, haciéndose más el hombre—. ¿Y en vuestra casa?
 
—Todos buenos. Cuando vayas a Francia, tienes que comprarme una puntilla como la otra. ¿Sabes?
 
—Sí, sí, ya te compraré.
 
—¿Ya sabes francés?
 
—Ahora empiezo a hablar.
 
Martín se estaba haciendo un hombretón, alto, fuerte, decidido. Abusaba un poco de su fuerza y de su valor, pero nunca atacaba a los débiles. Se distinguía también como jugador de pelota y era uno de los primeros en el trinquete.
 
Un invierno hizo Martín una hazaña, de la que se habló en el pueblo. La carretera estaba intransitable por la nieve y no pasaba el coche. Zalacaín fué a Francia y volvió a pie, por la parte de Navarra, con un vecino de Larrau. Pasaron los dos por el bosque de Iraty y les acometieron unos cuantos jabalíes.
 
Ninguno de los hombres llevaba armas, pero a garrotazos mataron tres de aquellos furiosos animales, Zalacaín dos y el de Larrau otro.
 
Cuando Martín volvió triunfante, muerto de fatiga y con sus dos jabalíes, el pueblo entero le consideró como un héroe.
 
Tellagorri también fué muy felicitado por tener un sobrino de tanto valor y audacia. El viejo, muy contento, aunque haciéndose el indiferente, decía:
 
Este sobrino mío va a dar mucho que hablar. De casta le viene al galgo.
Porque yo no sé si vosotros habréis oído hablar de López de Zalacaín.
¿No? Pues preguntadle a ese viejo Soraberri, ya veréis lo que os
cuenta…
—¿Y qué tiene que ver ese López con tu sobrino?—le replicaban.
 
—Pues que es antepasado de Martín. No comprendéis nada.
 
Tellagorri pagó caro el triunfo obtenido por su sobrino en la caza de los jabalíes, porque de tanto beber se puso enfermo.
 
La Ignacia y Martín, por consejo del médico, obligaron al viejo a que suprimiese toda bebida, fuese vino o licor; pero Tellagorri, con tal procedimiento de abstinencia, languidecía y se iba poniendo triste.
 
—Sin vino y sin patharra soy un hombre muerto—decía Tellagorri—; y, viendo que el médico no se convencía de esta verdad, hizo que llamaran a otro más joven.
 
Éste le dió la razón al borracho, y no sólo le recomendó que bebiera todos los días un poco de aguardiente, sino que le recetó una medicina hecha con ron. La Ignacia tuvo que guardar la botella del medicamento, para que el enfermo no se la bebiera de un trago. A medida que entraba el alcohol en el cuerpo de Tellagorri, el viejo se erguía y se animaba.
 
A la semana de tratamiento se encontraba tan bien, que comenzó a levantarse y a ir a la posada de Arcale, pero se creyó en el caso de hacer locuras, a pesar de sus años, y anduvo de noche entre la nieve y cogió una pleuresía.
 
—De esta no sale usted—le dijo el médico incomodado, al ver que había faltado a sus prescripciones.
 
Tellagorri lo comprendió así y se puso serio, hizo una confesión rápida, arregló sus cosas y, llamando a Martín, le dijo en vascuence:
 
—Martín, hijo mío, yo me voy. No llores. Por mí lo mismo me da. Eres fuerte y valiente y eres buen chico. No abandones a tu hermana, ten cuidado con ella. Por ahora, lo mejor que puedes hacer es llevarla a casa de Ohando. Es un poco coqueta; pero Catalina la tomará. No le olvides tampoco a Marquesch; es viejo, pero ha cumplido.
 
—No, no le olvidaré—dijo Martín sollozando.
 
—Ahora—prosiguió Tellagorri—te voy a decir una cosa y es que antes de poco habrá guerra. Tú eres valiente, Martín, tú no tendrás miedo de las balas. Vete a la guerra, pero no vayas de soldado. Ni con los blancos, ni con los negros. ¡Al comercio, Martín! ¡Al comercio! Venderás a los liberales y a los carlistas, harás tu pacotilla y te casarás con la chica de Ohando. Si tenéis un chico, llamadle como yo, Miguel, o José Miguel.
 
—Bueno—dijo Martín, sin fijarse en lo extravagante de la recomendación.
 
—Dile a Arcale—siguió diciendo el viejo—dónde tengo el tabaco y las setas. Ahora acércate más. Cuando yo me muera, registra mi jergón y encontrarás en esta punta de la izquierda un calcetín con unas monedas de oro. Ya te he dicho, no quiero que las emplees en tierras, sino en géneros de comercio.
 
—Así lo haré.
 
—Creo que te lo he dicho todo. Ahora dame la mano. Firmes, ¿eh?
 
—Firmes.
 
El pobre Tellagorri se olvido de decir Pirmes, como hubiera dicho estando sano.
 
—A esa sosa de la Ignacia—añadió poco después el viejo—le puedes dar lo que te parezca cuando se case.
 
A todo dijo Martín que sí. Luego acompañó al viejo, contestando a sus preguntas, algunas muy extrañas, y por la madrugada dejó de vivir Miguel de Tellagorri, hombre de mala fama y de buen corazón.

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