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CAPÍTULO VIII
日期:2023-06-21 15:09  点击:328
CÓMO AUMENTÓ EL ODIO ENTRE MARTÍN ZALACAÍN Y CARLOS OHANDO
Cuando murió Tellagorri, Catalina de Ohando, ya una señorita, habló a su madre para que recogiera a la Ignacia, la hermana de Martín. Era ésta, según se decía, un poco coqueta y estaba acostumbrada a los piropos de la gente de casa de Arcale.
 
La suposición de que la muchacha, siguiendo en la taberna, pudiese echarse a perder, influyó en la señora de Ohando para llevarla a su casa de doncella. Pensabasermonearla hasta quitarla todos los malos resabios y dirigirla por la senda de la más estrecha virtud.
 
Con el motivo de ver a su hermana, Martín fué varias veces a casa de Ohando y habló con Catalina y doña Águeda. Catalina seguía hablándole de tú y doña Águeda manifestaba por él afecto y simpatía, expresados en un sin fin de advertencias y de consejos.
 
El verano se presentó Carlos Ohando, que venía de vacaciones del colegio de Oñate.
 
Pronto notó Martín que, con la ausencia, el odio que le profesaba Carlos más había aumentado que disminuído. Al comprobar este sentimiento de hostilidad, dejó de presentarse en casa de Ohando.
 
—No vas ahora a vernos—le dijo alguna vez que le encontró en la calle,
Catalina.
—No voy, porque tu hermano me odia—contestó claramente Martín.
 
—No, no lo creas.
 
—¡Bah! Yo sé lo que me digo.
 
El odio existía. Se manifestó primeramente en el juego de pelota.
 
Tenía Martín un rival en un chico navarro, de la Ribera del Ebro, hijo de un carabinero.
 
A este rival le llamaban el Cacho, porque era zurdo.
 
Carlos de Ohando y algunos condiscípulos suyos, carlistas que se las echaban de aristócratas, comenzaron a proteger al Cacho y a excitarlo y a lanzarlo contra Martín.
 
El Cacho tenía un juego furioso de hombre pequeño é iracundo; el juego de Martín, tranquilo y reposado, era del que está seguro de sí mismo. El Cacho, si comenzaba a ganar, se exaltaba, llevaba el partido al vuelo; en cambio, desanimado, no tiraba una pelota que no fuese falta.
 
Eran dos tipos, Zalacaín y el Cacho, completamente distintos; el uno, la serenidad y la inteligencia del montañés, el otro, el furor y el brío del ribereño.
 
Semejante rivalidad, explotada por Ohando y los señoritos de su cuerda, terminó en un partido que propusieron los amigos del Cacho. El desafío se concertó así; el Cacho é Isquiña, un jugador viejo de Urbia, contra Zalacaín y el compañero que éste quisiera tomar. El partido sería a cesta y a diez juegos.
 
Martín eligió como zaguero a un muchacho vasco francés que estaba de oficial en la panadería de Archipi y que se llamaba Bautista Urbide.
 
Bautista era delgado, pero fuerte, sereno y muy dueño de sí mismo.
 
Se apostó mucho dinero por ambas partes. Casi todo el elemento popular y liberal estaba por Zalacaín y Urbide; los señoritos, el sacristán y la gente carlista de los caseríos por el Cacho.
 
El partido constituyó un acontecimiento en Urbia; el pueblo entero y mucha gente de los alrededores se dirigió al juego de pelota a presenciar el espectáculo.
 
La lucha principal iba a ser entre los dos delanteros, entre Zalacaín y el Cacho. El Cacho ponía de su parte su nerviosidad, su furia, su violencia en echar la pelota baja y arrinconada; Zalacaín se fiaba en su serenidad, en su buena vista y en la fuerza de su brazo, que le permitía coger la pelota y lanzarla a lo lejos.
 
La montaña iba a pelear contra la llanura.
 
Comenzó el partido en medio de una gran expectación; los primeros juegos fueron llevados a la carrera por el Cacho, que tiraba las pelotas como balas unas líneas solamente por encima de la raya, de tal modo que era imposible recogerlas.
 
A cada jugada maestra del navarro, los señoritos y los carlistas aplaudían entusiasmados; Zalacaín sonreía, y Bautista le miraba con cierto mal disimulado pánico.
 
Iban cuatro juegos por nada, y ya parecía el triunfo del navarro casi seguro cuando la suerte cambió y comenzaron a ganar Zalacaín y su compañero.
 
Al principio, el Cacho se defendía bien y remataba el juego con golpes furiosos, pero luego, como si hubiese perdido el tono, comenzó a hacer faltas con una frecuencia lamentable y el partido se igualó.
 
Desde entonces se vió que el Cacho é Isquiña perdían el juego. Estaban desmoralizados. El Cacho se tiraba contra la pelota con ira, hacía una falta y se indignaba; pegaba con la cesta en la tierra enfurecido y echaba la culpa de todo a su zaguero.
 
Zalacaín y el vasco francés, dueños de la situación, guardaban una serenidad completa, corrían elásticamente y reían.
 
—Ahí, Bautista—decía Zalacaín—. ¡Bien!
 
—Corre, Martín—gritaba Bautista—. ¡Eso es!
 
El juego terminó con el triunfo completo de Zalacaín y de Urbide.
 
—¡Viva gutarrac. (¡Vivan los nuestros!)—gritaron los de la calle de Urbia aplaudiendo torpemente.
 
Catalina sonrió a Martín y le felicitó varias veces.
 
—¡Muy bien! ¡Muy bien!
 
—Hemos hecho lo que hemos podido—contestó él sonriente.
 
Carlos Ohando se acerco a Martín, y le dijo con mal ceño:
 
—El Cacho te juega mano a mano.
 
—Estoy cansado—contestó Zalacaín.
 
—¿No quieres jugar?
 
—No. Juega tú si quieres.
 
Carlos, que había comprobado una vez mas la simpatía de su hermana por
Martín, sintió avivarse su odio.
Había venido aquella vez Carlos Ohando de Oñate más sombrío, más fanático y más violento que nunca.
 
Martín sabía el odio del hermano de Catalina y, cuando lo encontraba por casualidad, huía de él, lo cual a Carlos le producía más ira y más furor.
 
Martín estaba preocupado, buscando la manera de seguir los consejos de Tellagorri y de dedicarse al comercio; había dejado su oficio de cochero y entrado con Arcale en algunos negocios de contrabando.
 
Un día, una vieja criada de casa de Ohando, chismosa y murmuradora, fué a buscarle y le contó que la Ignacia, su hermana, coqueteaba con Carlos, el señorito de Ohando.
 
Si doña Águeda lo notaba iba a despedir a la Ignacia, con lo cual el escándalo dejaría a la muchacha en una mala situación.
 
Martín, al saberlo, sintió deseos de presentarse a Carlos y de insultarle y desafiarle. Luego, pensando que lo esencial era evitar las murmuraciones, ideó varias cosas, hasta que al último le pareció lo mejor ir a ver a su amigo Bautista Urbide.
 
Había visto al vasco francés muchas veces bailando con la Ignacia y creía que tenía alguna inclinación por ella.
 
El mismo día que le dieron la noticia se presentó en la tahona de Archipi en donde Urbide trabajaba. Lo encontró al vasco francés desnudo de medio cuerpo arriba en la boca del horno.
 
—Oye, Bautista—le dijo.
 
—¿Qué pasa?
 
—Te tengo que hablar.
 
—Te escucho—dijo el francés mientras maniobraba con la pala.
 
—¿A ti te gusta la Iñasi, mi hermana?
 
—¡Hombre!… sí. ¡Qué pregunta!—exclamó Bautista—.¿Para eso vienes a verme?
 
—¿Te casarías con ella?
 
—Si tuviera dinero para establecerme ya lo creo.
 
—¿Cuánto necesitarías?
 
—Unos ochenta o cien duros.
 
—Yo te los doy.
 
—¿Y por qué es esa prisa? ¿Le pasa algo a la Ignacia?
 
—No, pero he sabido que Carlos Ohando la está haciendo el amor. ¡Y como la tiene en su casa!…
 
—Nada, nada. Hablale tú y, si ella quiere, ya está. Nos casamos en seguida.
 
Se despidieron Bautista y Martín, y éste, al día siguiente, llamó a su hermana y le reprochó su coquetería y su estupidez. La Ignacia negó los rumores que habían llegado hasta su hermano, pero al último confesó que Carlos la pretendía, pero con buen fin.
 
—¡Con buen fin!—exclamó Zalacaín—. Pero tú eres idiota, criatura.
 
—¿Por qué?
 
—Porque te quiere engañar, nada mas.
 
—Me ha dicho que se casará conmigo.
 
—¿Y tú le has creído?
 
—¡Yo! Le he dicho que espere y que te preguntaré a ti, pero él me ha contestado que no quiere que te diga a ti nada.
 
—Claro. Porque yo echaría abajo sus planes. Te quiere engañar, y quiere deshonrarnos, y que el pueblo entero nos desprecie porque me odia a mí. Yo no te digo más que una cosa, que si pasa algo entre ese sacristán y tú, te despellejo a ti y a él, y le pego fuego a la casa, aunque me lleven a presidio para toda la vida.
 
La Ignacia se echó a llorar, pero cuando Martín le dijo que Bautista se quería casar con ella y que tenía dinero, se secaron pronto sus lágrimas.
 
—¿Bautista quiere casarse?—preguntó la Ignacia asombrada.
 
—Sí.
 
—¡Pero si no tiene dinero!
 
—Pues ahora lo ha encontrado.
 
La idea del casamiento con Bautista no soló consoló a la muchacha, sino que pareció ofrecerle un halagador porvenir.
 
—¿Y qué quieres que haga? ¿Salir de la casa?—preguntó la Ignacia, secándose las lágrimas y sonriendo.
 
—No, por de pronto sigue ahí, es lo mejor, y dentro de unos días
Bautista irá a ver a doña Águeda y a decirla que se casa contigo.
Se hizo lo acordado por los dos hermanos. En los días siguientes, Carlos Ohando vió que su conquista no seguía adelante, y el domingo, en la plaza, pudo comprobar que la Ignacia se inclinaba definitivamente del lado de Bautista. Bailaron la muchacha y el panadero toda la tarde con gran entusiasmo.
 
Carlos esperó a que la Ignacia se encontrara sola y la insultó y la echó en cara su coquetería y su falsedad. La muchacha, que no tenía gran inclinación por Carlos, al verle tan violento cobró por él desvío y miedo.
 
Poco después, Bautista Urbide se presentó en casa de Ohando, habló a doña Águeda, se celebró la boda, y Bautista y la Ignacia fueron a vivir a Zaro, un pueblecillo del país vasco francés.

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