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CAPÍTULO II
日期:2023-06-21 15:16  点击:230
CÓMO MARTÍN, BAUTISTA Y CAPISTUN PASARON UNA NOCHE EN EL MONTE
Una noche de invierno marchaban tres hombres con cuatro magníficas mulas cargadas con grandes fardos. Salidos de Zaro por la tarde, se dirigían hacia los altos del monte Larrun.
 
Costeando un arroyo que bajaba a unirse con la Nivelle y cruzando prados, llegaron a una borda, donde se detuvieron a cenar.
 
Los tres hombres eran Martín Zalacaín, Capistun el gascón y Bautista
Urbide. Llevaban una partida de uniformes y de capotes.
El alijo iba consignado a Lesaca, en donde lo recogerían los carlistas.
 
Después de cenar en la borda, los tres hombres sacaron las mulas y continuaron el viaje subiendo por el monte Larrun.
 
Era la noche fría, comenzaba a nevar. En los caminos y sendas, llenos de lodo, se resbalaban los pies; a veces una mula entraba en un charco hasta el vientre y a fuerza de fuerzas se lograba sacarla del aprieto.
 
Los animales llevaban mucho peso. Era preciso seguir el camino largo, sin utilizar las veredas, y la marcha se hacía pesada. Al llegar a la cumbre y al entrar en el puerto de Ibantelly, les sorprendió a los viandantes una tempestad de viento y de nieve.
 
Se encontraban en la misma frontera. La nieve arreciaba; no era fácil seguir adelante. Los tres hombres detuvieron las mulas, y mientras quedaba Capistun con ellas, Martín y Bautista se echaron uno a un lado y el otro al otro, para ver si encontraban cerca algún refugio, cabaña o choza de pastor.
 
Zalacaín vió a pocos pasos una casucha de carabineros cerrada.
 
—¡Eup! ¡Eup!—gritó.
 
No contestó nadie.
 
Martín empujó la puerta, sujeta con un clavo, y entró dentro del chozo. Inmediatamente corrió a dar parte a los amigos de su descubrimiento. Los fardos que llevaban las mulas tenían mantas, y extendiéndolas y sujetándolas por un extremo en la choza de los carabineros y por otro en unas ramas, improvisaron un cobertizo para las caballerías.
 
Puestas en seguridad la carga y las mulas, entraron los tres en la casa de los carabineros y encendieron una hermosa hoguera. Bautista fabricó en un momento, con fibras de pino, una antorcha para alumbrar aquel rincón.
 
Esperaron a que pasara el temporal y se dispusieron los tres a matar el tiempo junto a la lumbre. Capistun llevaba una calabaza llena de aguardiente de Armagnac y, mezclándolo con agua que calentaron, bebieron los tres.
 
Luego, como era natural, hablaron de la guerra. El carlismo se extendía y marchaba de triunfo en triunfo. En Cataluña y en el país vasco-navarro iba haciendo progresos. La República española era una calamidad. Los periódicos hablaban de asesinatos en Málaga, de incendios en Alcoy, de soldados que desobedecían a los jefes y se negaban a batirse. Era una vergüenza.
 
Los carlistas se apoderaban de una porción de pueblos abandonados por los liberales. Habían entrado en Estella.
 
En las dos orillas del Bidasoa, lo mismo en la frontera española que en la francesa, se sentía un gran entusiasmo por la causa del Pretendiente.
 
Capistun y Bautista señalaron sus conocidos alistados ya en la facción. La mayoría eran mozos, pero no faltaban tampoco los viejos. Los fueron citando.
 
Allá estaban Juan Echeberrigaray, de Espeleta; Tomás Albandos, de Añoa; el herrero Lerrumburo, de Zaro; Echebarría, de Irisarri; Galparzasoro, el alpargatero de Urruña; Mearuberry, el carnicero de Ostabat, Miguel Larralde, el de Azcain; Carricaburo, el mozo de un caserío de Arhamus; Chaubandidegui, el hijo del confitero de Azcarat; Peyrohade y Lafourchette, los dos mozos del bazar de Hasparren.
 
—¡Valientes granujas!—murmuró Martín, que escuchaba.
 
Capistun y Bautista siguieron su enumeración. Estaban también Bordagorri, el de Meharín; Achucarro, de Urdax; Etchehun, el versolari de Chacxu; Gañecoechia, de Osses; Bishiño, de Azparrain, Listurria, de Briscus; Rebenacq, de Pourtalés; el propietario de Saint Palais con el barón Lesbas d'Armagnac, de Mauleon; Detchesarry, el sacristán de Biriatu; Guibeleguieta, de Barcus; Iturbide, de Hendaya; Echemendi, el minero de Articuza; Chocoa, el cantero de San Estéban de Baigorri; Garraiz, el cazador de palomas de Echalar; Setoain, el leñador de Esterensuby; Isuribere, el pastor de Urepel; y Chiquierdi, el de Zugarramurdi.
 
Los vascos, siguiendo las tendencias de su raza, marchaban a defender lo viejo contra lo nuevo. Así habían peleado en la antigüedad contra el romano, contra el godo, contra el árabe, contra el castellano, siempre a favor de la costumbre vieja y en contra de la idea nueva.
 
Estos aldeanos y viejos hidalgos de Vasconia y de Navarra, esta semiaristocracia campesina de las dos vertientes del Pirineo, creía en aquel Borbón, vulgar extranjero y extranjerizado, y estaban dispuestos a morir para satisfacer las ambiciones de un aventurero tan grotesco.
 
Los legitimistas franceses se lo figuraban como un nuevo Enrique IV; y como de allí, del Bearn, salieron en otro tiempo los Borbones para reinar en España y en Francia, soñaban con que Carlos VII triunfaría en España, acabaría con la maldita República Francesa, daría fueros a Navarra, que sería el centro del mundo y, además, restablecería el poder político del Papa en Roma.
 
Zalacaín se sentía muy español y dijo que los franceses eran unos cochinos, porque debían hacer la guerra en su tierra, si querían.
 
Capistun, como buen republicano, afirmó que la guerra en todas partes era una barbaridad.
 
—Paz, paz es lo que se necesita—añadió el gascón—; paz para poder trabajar y vivir.
 
—¡Ah, la paz!—replicó Martín contradiciéndole—; es mejor la guerra.
 
—No, no—repuso Capistun—. La guerra es la barbarie nada más.
 
Discutieron el asunto; el gascón, como más ilustrado, aducía mejores argumentos, pero Bautista y Martín replicaban:
 
—Sí, todo eso es verdad, pero también es hermosa la guerra.
 
Y los dos vascos especificaron lo que ellos consideraban como hermosura. Ambos guardaban en el fondo de su alma un sueño cándido y heroico, infantil y brutal. Se veían los dos por los montes de Navarra y de Guipúzcoa al frente de una partida, viviendo siempre en acecho, en una continua elasticidad de la voluntad, atacando, huyendo, escondiéndose entre las matas, haciendo marchas forzadas, incendiando el caserío enemigo…
 
¡Y qué alegrías! ¡Qué triunfos! Entrar en las aldeas a caballo, la boina sobre los ojos, el sable al cinto, mientras las campanas tocan en la iglesia. Ver, al huir de una fuerza mayor, cómo aparece, entre el verde de las heredades, el campanario de la aldea donde se tiene el asilo; defender una trinchera heroicamente y plantar la bandera entre las balas que silban; conservar la serenidad mientras las granadas caen, estallando a pocos pasos, y caracolear en el caballo delante de la partida, marchando todos al compás del tambor…
 
¡Qué emociones debían de ser aquéllas! Y Bautista y Martín soñaban con el placer de atacar y de huir, de bailar en las fiestas de los pueblos y de robar en los Ayuntamientos, de acechar y de escapar por los senderos húmedos y dormir en una borda sobre una cama de hierbaseca…
 
—¡Barbarie! ¡Barbarie!—replicaba a todo esto el gascón.
 
—¡Que barbarie!—exclamó Martín—. ¿Se ha de estar siempre hecho un esclavo, sembrando patatas o cuidando cerdos? Prefiero la guerra.
 
—¿Y por qué prefieres la guerra? Para robar.
 
—No hables, Capistun, que eres comerciante.
 
—¿Y qué?
 
—Que tú y yo robamos con el libro de cuentas. Entre robar en el camino, o robar con el libro de cuentas, prefiero a los que roban en el camino.
 
—Si el comercio fuera un robo, no habría sociedad—repuso el gascón.
 
—¿Y qué?—dijo Martín.
 
—Que acabarían las ciudades.
 
—Para mí las ciudades están hechas por miserables y sirven para que las saqueen los hombres fuertes—dijo Martín con violencia.
 
—Eso es ser enemigo de la Humanidad.
 
Martín se encogió de hombros.
 
Poco después de media noche, la nieve comenzó a cesar y Capistun dió la orden de marcha. El cielo había quedado estrellado. Los pies se hundían en la nieve y se sentía un silencio de muerte.
 
—Cantats, amics—dijo el gascón, a quien tanta tristeza y tanto reposo imponían.
 
—No nos vayan a oir—advirtió Bautista.
 
—¡Ca!—y el gascón cantó:
 
¡Oan! ¡Oan! lus de deuan lus de darrer que seguirán. Lus de darrer oan, oan, que seguirán a trot de can.
 
(¡Adelante! Adelante, los de delante y los de atrás que seguirán. Los de atrás, adelante, adelante, que seguirán al trote de can!)
 
Era esta una vieja canción gascona para medir la marcha; muy buena para el llano, pero poco oportuna en aquellos vericuetos.
 
Bautista, animado por el ejemplo del gascón, cantó un zortzico vasco francés, que decía así:
 
Gau erdi da errico orenean iñon ez da arguiric lurrean ez diteque mendian adi deuzic aicearen arrabotza baicic.
 
(Es media noche en el reloj del pueblo, en ninguna parte hay luz, en la tierra; no se puede, en el monte, oir más que el rumor estruendoso del viento.)
 
La canción de Bautista era de una salvaje melancolía; Martín lanzó un grito, el irrintzi, como una larga carcajada, o un relincho salvaje terminado en una risa burlona. Capistun, como protestando, cantó:
 
Del castelet a l'aube sort Isabeu, es blanquette sa raube como la neu.
 
(Del castillete, al alba, sale Isabel; es blanquita su ropa como la nieve.)
 
A Martín y a Bautista no les gustaban las canciones del gascón que les parecían empalagosas, y a éste tampoco las de sus amigos, a las cuales encontraba siniestras. Discutieron acerca de las excelencias de sus respectivos países, pasando de los cantos populares a hablar de las costumbres y de la riqueza.
 
Iba a amanecer; comenzaban a acercarse a Vera, cuando se oyeron a lo lejos varios tiros.
 
—¿Qué pasa aquí?—se preguntaron.
 
Tras de un instante se volvieron a oir nuevos tiros y un lejano sonido de campanas.
 
—Hay que ver lo que es.
 
Decidieron como más práctico que Capistun, con las cuatro mulas, se volviera y se encaminara despacio hacia la choza de carabineros donde habían pasado la noche. Si no ocurría nada en Vera, Bautista y Zalacaín retornarían inmediatamente. Si en dos horas no estaban allá, Capistun debía ganar la frontera y refugiarse en Francia: en Biriatu, en Zaro, donde pudiese.
 
Las mulas volvieron de nuevo camino del puerto, y Zalacaín y su cuñado comenzaron a bajar del monte en línea recta, saltando, deslizándose sobre la nieve, a riesgo de despeñarse. Media hora después, entraban en las calles de Alzate, cuyas puertas se veían cerradas.
 
Llamaron en una posada conocida. Tardaron en abrir, y al último el posadero, amedrentado, se presentó en la puerta.
 
—¿Qué pasa?—preguntó Zalacaín.
 
—Que ha entrado en Vera otra vez la partida del Cura.
 
Bautista y Martín sabían la reputación del Cura y su enemistad con algunos generales carlistas y convinieron en que era peligroso llevar el alijo a Vera o a Lesaca, mientras anduvieran por allí las gentes del ensotanado cabecilla.
 
—Vamos en seguida a darle el aviso a Capistun—dijo Bautista.
 
—Bueno, vete tú—repuso Martín—yo te alcanzo en seguida.
 
—¿Qué vas a hacer?
 
—Voy a ver si veo a Catalina.
 
—Yo te esperaré.
 
Catalina y su madre vivían en una magnífica casa de Alzate. Llamó
Martín en ella, y a la criada, que ya le conocía, la dijo:
—¿Está Catalina?
 
—Sí… Pasa.
 
Entró en la cocina. Era ésta grande y espaciosa y algo obscura. Alrededor de la ancha campana de la chimenea colgaba una tela blanca planchada, sujeta por clavos. Del centro de la campana bajaba una gruesa cadena negra, en cuyo garfio final se enganchaba un caldero. A un lado de la chimenea, había un banquillo de piedra, sobre el cual estaban en fila tres herradas con los aros de hierro brillantes, como si fueran de plata. En las paredes se veían cacerolas de cobre rojizo y lodos los chismes de la cocina de la casa, desde las sartenes y cucharas de palo, hasta el calentador, que también figuraba colgado en la pared como parte integrante de la batería de cocina.
 
Aquel orden parecía algo absurdo y extraordinario, contrastado con la agitación exterior.
 
La criada había subido la escalera y, tras de algún tiempo, bajó
Catalina envuelta en un mantón.
—¿Eres tú?—dijo sollozando.
 
—Sí, ¿qué pasa?
 
Catalina, llorando, contó que su madre estaba muy enferma, su hermano se había ido con los carlistas y a ella querían meterla en un convento.
 
—¿A dónde te quieren llevar?
 
—No sé, todavía no se ha decidido.
 
—Cuando lo sepas, escríbeme.
 
—Sí, no tengas cuidado. Ahora vete, Martín, porque mi madre habrá oído que estamos hablando y, como ha sentido los tiros hace poco, está muy alarmada.
 
Efectivamente, se oyó poco después una voz débil que exclamaba:
 
—¡Catalina! ¡Catalina! ¿Con quién hablas?
 
Catalina tendió la mano a Martín, quien la estrechó en sus brazos. Ella apoyó la cabeza en el hombro de su novio y, viendo que la volvían a llamar subió la escalera. Zalacaín la contempló absorto y luego abrió la puerta de la casa, la cerró despacio y, al encontrarse en la calle, se vió con un espectáculo inesperado. Bautista discutía a gritos con tres hombres armados, que no parecían tener para él muy buenas disposiciones.
 
—¿Qué pasa?—preguntó Martín.
 
Pasaba, sencillamente, que aquellos tres individuos eran de la partida del Cura y habían presentado a Bautista Urbide este sencillo dilema:
 
«O formar parte de la partida o quedar prisionero y recibir además, de propina, una tanda de palos.»
 
Martín iba a lanzarse a defender a su cuñado cuando vió que a un extremo de la calle aparecían cinco o seis mozos armados. En el otro esperaban diez o doce. Con su rápido instinto de comprender la situación, Martín se dió cuenta de que no había más remedio que someterse y dijo a Bautista, en vascuence, aparentando gran jovialidad:
 
—¡Qué demonio, Bautista! ¿No querías tú entrar en una partida? ¿No somos carlistas? Pues ahora estamos a tiempo.
 
Uno de los tres hombres, viendo como se explicaba Zalacaín, exclamó satisfecho:
 
—¡Arrayua! Este es de los nuestros. Venid los dos.
 
El tal hombre era un aldeano alto, flaco, vestido con un uniforme destrozado y una pipa de barro en la boca. Parecía el jefe y le llamaban Luschía.
 
Martín y Bautista siguieron a los mozos armados, pasaron de Alzate a
Vera y se detuvieron en una casa, en cuya puerta había un centinela.
—¡Bajadlos! ¡Bajadlos!—dijo Luschía a su gente.
 
Cuatro mozos entraron en el portal y subieron por la escalera.
 
Luschía, mientras tanto, preguntó a Martín:
 
—¿Vosotros de dónde sois?
 
—De Zaro.
 
—¿Sois franceses?
 
—Sí—dijo Bautista.
 
Martín no quiso decir que él no lo era, sabiendo que el decir que era francés podía protegerle.
 
—Bueno, bueno—murmuró el jefe.
 
Los cuatro aldeanos de la partida que habían entrado en la casa trajeron a dos viejos.
 
—¡Atadlos!—dijo Luschía, el aldeano de la pipa.
 
Sacaron a la calle un tambor de regimiento y un cesto, y a los dos viejos los ataron.
 
—¿Qué es lo que han hecho?—preguntó Martín a uno de la partida que llevaba una boina a rayas.
 
—Que son traidores—contestó éste.
 
El uno era un maestro de escuela y el otro un expartidario de la guerrilla del Cura.
 
Cuando estuvieron las dos víctimas atadas y con las espaldas desnudas, el ejecutor de la justicia, el mozo de la boina a rayas, se remangó el brazo y cogió una vara.
 
El maestro de escuela, suplicante, imploró:
 
—¡Pero si todos somos unos!
 
El exguerrillero no dijo nada.
 
No hubo apelación ni misericordia. Al primer golpe, el maestro de escuela perdió el sentido; el otro, el antiguo lugarteniente del Cura, calló y comenzó a recibir los palos con un estoicismo siniestro.
 
Luschía se puso a hablar con Zalacaín. Este le contó una porción de mentiras. Entre ellas le dijo que él mismo había guardado cerca de Urdax, en una cueva, más de treinta fusiles modernos. El hombre oía y, de cuando en cuando, volviéndose al ejecutor de sus órdenes, decía con voz gangosa: ¡Jo! ¡Jo! (Pega, pega).
 
Y volvía a caer la vara cobre las espaldas desnudas.
 

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