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CAPÍTULO V
日期:2023-06-21 15:17  点击:222
CÓMO LA PARTIDA DEL CURA DETUVO LA DILIGENCIA CERCA DE ANDOAIN
Al tercer día de estar en la venta, la inacción era grande, y entre el Jabonero y Luschía acordaron detener aquella mañana la diligencia que iba desde San Sebastián a Tolosa.
 
Se dispuso la gente a lo largo del camino, de dos en dos; los más lejanos irían, avisando cuando apareciera la diligencia y replegándose junto a la venta.
 
Martín y Bautista se quedaron con el Cura y el Jabonero, porque el cabecilla y su teniente no tenían bastante confianza en ellos.
 
A eso de las once de la mañana, avisaron la llegada del coche. Los hombres que espiaban el paso fueron acercándose a la venta, ocultándose por los lados del camino.
 
El coche iba casi lleno. El Cura, el Jabonero y los siete u ocho hombres que estaban con ellos se plantaron en medio de la carretera.
 
Al acercarse el coche, el Cura levantó su garrote y gritó:
 
—¡Alto!
 
Anchusa y Luschía se agarraron a la cabezada de los caballos y el coche se detuvo.
 
—¡Arrayua! ¡El Cura!—exclamó el cochero en voz alta—. Nos hemos fastidiado.
 
—Abajo todo el mundo—mandó el Cura.
 
Egozcue abrió la portezuela de la diligencia. Se oyó en el interior un coro de exclamaciones y de gritos.
 
—Vaya. Bajen ustedes y no alboroten—dijo Egozcue con finura.
 
Bajaron primero dos campesinos vascongados y un cura; luego, un hombre rubio, al parecer extranjero, y después saltó una muchacha morena, que ayudó a bajar a una señora gruesa, de pelo blanco.
 
—Pero Dios mío, ¿adónde nos llevan?—exclamó ésta.
 
Nadie le contestó.
 
—¡Anchusa! ¡Luschía! Desenganchad los caballos—gritó el Cura—. Ahora, todos a la posada.
 
Anchusa y Luschía llevaron los caballos y no quedaron con el cura más que unos ocho hombres, contando con Bautista, Zalacaín y Joshé Cracasch.
 
—Acompañad a éstos—dijo el cabecilla a dos de sus hombres, señalando a los campesinos y al cura.
 
—Vosotros—é indicó a Bautista, Zalacaín, Joshé Cracasch y otros dos hombres armados—id con la señora, la señorita y este viajero.
 
La señora gruesa lloraba afligida.
 
—Pero, ¿nos van a fusilar?—preguntó gimiendo.
 
—¡Vamos! ¡Vamos!—dijo uno de los hombres armados, brutalmente.
 
La señora se arrodilló en el suelo, pidiendo que la dejaran libre.
 
La señorita, pálida, con los dientes apretados, lanzaba fuego por los ojos. Sin duda, sabía los procedimientos usados por el cura con las mujeres.
 
A algunas solía desnudarlas de medio cuerpo arriba, les untaba con miel el pecho y la espalda y las emplumaba; a otras les cortaba el pelo o lo untaba de brea y luego se lo pegaba a la espalda.
 
—Ande usted, señora—dijo Martín—, que no les pasará nada.
 
—Pero, ¿adónde?—preguntó ella.
 
—A la posada, que está aquí cerca.
 
La joven nada dijo, pero lanzó a Martín una mirada de odio y de desprecio.
 
Las dos mujeres y el extranjero comenzaron a marchar por la carretera.
 
—Atención, Bautista—dijo Martín en francés—, tú al uno, yo al otro.
Cuando no nos vean.
El extranjero, extrañado, en el mismo idioma preguntó:
 
—¿Qué van ustedes a hacer?
 
—Escaparnos. Vamos a quitar los fusiles a estos hombres. Ayúdenos usted.
 
Los dos hombres armados, al oir que se entendían en una lengua que ellos no comprendían, entraron en sospechas.
 
—¿Qué habláis?—dijo uno, retrocediendo y preparando el fusil.
 
No tuvo tiempo de hacer nada, porque Martín le dió un garrotazo en el hombro y le hizo tirar el fusil al suelo, Bautista y el extranjero forcejearon con el otro y le quitaron el arma y los cartuchos. Joshé Cracasch estaba como en babia.
 
Las dos mujeres, viéndose libres, echaron a correr por la carretera, en dirección a Hernani. Cracasch las siguió. Éste llevaba una mala escopeta, que podía servir en último caso. El extranjero y Martín tenían cada uno su fusil, pero no contaba más que con pocos cartuchos. A uno le habían podido quitar la cartuchera, al otro fué imposible. Éste volaba corriendo a dar parte a los de la partida.
 
El extranjero, Martín y Bautista corrieron y se reunieron con las dos mujeres y con Joshé Cracasch.
 
La ventaja que tenían era grande, pero las mujeres corrían poco; en cambio, la gente del cura en cuatro saltos se plantaría junto a ellos.
 
—¡Vamos! ¡Animo!—decía Martín—. En una hora llegamos.
 
—No puedo—gemía la señora—. No puedo andar más.
 
—¡Bautista!—exclamó Martín—. Corre a Hernani, busca gente y tráela.
Nosotros nos defenderemos aquí un momento.
—Iré yo—dijo Joshé Cracasch.
 
—Bueno, entonces deja el fusil y las municiones.
 
Tiró el músico el fusil y la cartuchera y echó a correr, como alma que lleva el diablo.
 
—No me fío de ese músico simple—murmuró Martín—. Vete tú, Bautista.
La lástima es que quede un arma inútil.
—Yo dispararé—dijo la muchacha.
 
Se volvieron a hacer frente, porque los hombres de la partida se iban acercando.
 
Silbaban las balas. Se veía una nubecilla blanca y pasaba al mismo tiempo una bala por encima de las cabezas de los fugitivos. El extranjero, la señorita y Martín se guarecieron cada uno detrás de un árbol y se repartieron los cartuchos. La señora vieja, sollozando, se tiró en la hierba, por consejo de Martín.
 
—¿Es usted buen tirador?—preguntó Zalacaín al extranjero.
 
—¿Yo? Sí. Bastante regular.
 
—¿Y usted, señorita?
 
—También he tirado algunas veces.
 
Seis hombres se fueron acercando a unos cien metros de donde estaban guarecidos Martín, la señorita y el extranjero. Uno de ellos era Luschía.
 
—A ese ciudadano le voy a dejar cojo para toda su vida—dijo el extranjero.
 
Efectivamente, disparó y uno de los hombres cayó al suelo dando gritos.
 
—Buena puntería—dijo Martín.
 
—No es mala—contestó fríamente el extranjero.
 
Los otros cinco hombres recogieron al herido y lo retiraron hacia un declive. Luego, cuatro de ellos, dirigidos por Luschía, dispararon al árbol de dónde había salido el tiro. Creían, sin duda, que allí estaban refugiados Martín y Bautista y se fueron acercando al árbol. Entonces disparó Martín é hirió a uno en una mano.
 
Quedaban solo tres hábiles, y, retrocediendo y arrimándose a los árboles, siguieron haciendo disparos.
 
—¿Habrá descansado algo su madre?—preguntó Martín a la señorita.
 
—Sí.
 
—Que siga huyendo. Vaya usted también.
 
—No, no.
 
—No hay que perder tiempo—gritó Martín, dando una patada en el suelo—. Ella sola o con usted. ¡Hala! En seguida.
 
La señorita dejó el fusil a Martín y, en unión de su madre, comenzó a marchar por la carretera.
 
El extranjero y Martín esperaron, luego fueron retrocediendo sin disparar, hasta que, al llegar a una vuelta del camino, comenzaron a correr con toda la fuerza de sus piernas. Pronto se reunieron con la señora y su hija. La carrera terminó a la media hora, al oir que las balas comenzaban a silbar por encima de sus cabezas.
 
Allí no había árboles donde guarecerse, pero sí unos montes de piedra machacada para el lecho de la carretera, y en uno de ellos se tendió Martín y en el otro el extranjero. La señora y su hija se echaron en el suelo.
 
Al poco tiempo, aparecieron varios hombres; sin duda, ninguno quería acercarse y llevaban la idea de rodear a los fugitivos y de cogerlos entre dos fuegos.
 
Cuatro hombres fueron a campo traviesa por entre maizales, por un lado de la carretera, mientras otros cuatro avanzaban por otro lado, entre manzanos.
 
Si Bautista no viene pronto con gente, creo que nos vamos a ver apurados—exclamó Martín.
 
La señora, al oirle, lanzó nuevos gemidos y comenzó a lamentarse, con grandes sollozos, de haber escapado.
 
El extranjero sacó un reloj y murmuró:
 
—Tenía tiempo. No habrá encontrado nadie.
 
—Eso debe ser—dijo Martín.
 
—Veremos si aquí podemos resistir algo—repuso el extranjero.
 
—¡Hermoso día!—murmuró Martín.
 
La verdad es que un día tan hermoso convida a todo, hasta que le peguen a uno un tiro.
 
—Por si acaso, habrá que evitarlo en lo posible.
 
Dos o tres balas pasaron silbando y fueron a estrellarse en el suelo.
 
—¡Rendíos!—dijo la voz de Belcha, por entre unos manzanos.
 
—Venid a cogernos—gritó Martín, y vió que uno le apuntaba en el monte, desde cerca de un árbol; él apuntó a su vez, y los dos tiros sonaron casi simultáneamente. Al poco tiempo, el hombre volvió a aparecer más cerca, escondido entre unos helechos, y disparó sobre Martín.
 
Éste sintió un golpe en el muslo y comprendió que estaba herido. Se llevó la mano al sitio de la herida y notó una cosa tibia. Era sangre. Con la mano ensangrentada cogió el fusil y, apoyándose en las piedras, apuntó y disparó. Luego sintió que se le iban las fuerzas, al perder la sangre, y cayó desmayado.
 
El extranjero aguardó un momento, pero, en aquel instante, una compañía de miqueletes avanzaba por la carretera, corriendo y haciendo disparos, y la gente del Cura se retiraba.
 

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