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CAPÍTULO VII
日期:2023-06-21 15:17  点击:305
CÓMO MARTÍN ZALACAÍN BUSCÓ NUEVAS AVENTURAS
Una noche de invierno llovía en las calles de San Juan de Luz; algún mechero de gas temblaba a impulsos del viento, y de las puertas de las tabernas salían voces y sonido de acordeones.
 
En Socoa, que es el puerto de San Juan de Luz, en una taberna de marineros, cuatro hombres, sentados en una mesa, charlaban. De cuando en cuando, uno de ellos abría la puerta de la taberna, avanzaba en el muelle silencioso, miraba al mar y al volver decía:
 
—Nada, la Fleche no viene aún.
 
El viento silbaba en bocanadas furiosas sobre la noche y el mar negros, y se oía el ruido de las olas azotando la pared del muelle.
 
En la taberna, Martín, Bautista, Capistun y un hombre viejo, a quien llamaban Ospitalech, hablaban; hablaban de la guerra carlista, que seguía como una enfermedad crónica sin resolverse.
 
—La guerra acaba—dijo Martín.
 
—¿Tú crees?—preguntó el viejo Ospitalech.
 
—Sí, esto marcha mal, y yo me alegro—dijo Capistun.
 
—No, todavía hay esperanza—repuso Ospitalech.
 
—El bombardeo de Irún ha sido un fracaso completo para los carlistas—dijo Martín—. ¡Y qué esperanzas tenían todos estos legitimistas franceses! Hasta los hermanos de la Doctrina Cristiana habían dado vacaciones a los niños para que fuesen a la frontera a ver el espectáculo. ¡Canallas! Y ahí vimos a ese arrogante don Carlos, con sus terribles batallones, echando granadas y granadas, para tener luego que escaparse corriendo hacia Vera.
 
—Si la guerra se pierde, nos arruinamos—murmuró Ospitalech.
 
Capistun estaba tranquilo, pensaba retirarse a vivir a su país; Bautista, con las ganancias del contrabando, había extendido sus tierras. De los tres, Zalacaín no estaba contento. Si no le hubiese retenido el pensamiento de encontrar a Catalina, se hubiera ido a América.
 
Llevaba ya más de un año sin saber nada de su novia; en Urbia se ignoraba su paradero, se decía que doña Águeda había muerto, pero no se hallaba confirmada la noticia.
 
De estos cuatro hombres de la taberna de Socoa, los dos contentos, Bautista y Capistun, charlaban; los otros dos rabiaban y se miraban sin hablarse. Afuera llovía y venteaba.
 
—¿Alguno de vosotros se encargaría de un negocio difícil, en que hay que exponer la pelleja?—preguntó de pronto Ospitalech.
 
—Yo no—dijo Capistun.
 
—Ni yo—contestó distraídamente Bautista.
 
—¿De qué se trata?—preguntó Martín.
 
—Se trata de hacer un recorrido por entre las filas carlistas y conseguir que varios generales y, además, el mismo don Carlos, firmen unas letras.
 
—¡Demonio! No es fácil la cosa—exclamó Zalacaín.
 
—Ya lo sé que no; pero se pagaría bien.
 
—¿Cuánto?
 
—El patrón ha dicho que daría el veinte por ciento, si le trajeran las letras firmadas.
 
—¿Y a cuánto asciende el valor de las letras?
 
—¿A cuánto? No sé de seguro la cantidad. ¿Pero es que tú irías?
 
—¿Por qué no? Si se gana mucho…
 
—Pues entonces espera un momento. Parece que llega el barco, luego hablaremos.
 
Efectivamente, se había oído en medio de la noche un agudo silbido. Los cuatro salieron al puerto y se oyó el ruido de las aguas removidas por una hélice, y luego aparecieron unos marineros en la escalera del muelle, que sujetaron la amarra en un poste.
 
—¡Eup! Manisch—gritó Ospitalech.
 
—¡Eup!—contestaron desde el mar.
 
—¿Todo bien?
 
—Todo bien—respondió la voz.
 
—Bueno, entremos—añadió Ospitalech—que la noche está de perros.
 
Volvieron a meterse en la taberna los cuatro hombres, y poco después se unieron a ellos Manisch, el patrón del barco la Fleche, que al entrar se quitó el sudeste, y dos marineros más.
 
—¿De manera que tú estás dispuesto a encargarte de ese asunto?—preguntó Ospitalech a Martín.
 
—Sí.
 
—¿Solo?
 
—Solo.
 
—Bueno, vamos a dormir. Por la mañana iremos a ver al principal y te dirá lo que se puede ganar.
 
Los marineros de la Fleche comenzaban a beber, y uno de ellos cantaba, entre gritos y patadas, la canción de Les matelot de la Belle Eugenie.
 
Al día siguiente, muy temprano, se levantó Martín y con Ospitalech tomó el tren para Bayona. Fueron los dos a casa de un judío que se llamaba Levi-Alvarez. Era este un hombre bajito, entre rubio y canoso, con la nariz arqueada, el bigote blanco y los anteojos de oro. Ospitalech era dependiente del señor Levi-Alvarez y contó a su principal cómo Martín se brindaba a realizar la expedición difícil de entrar en el campo carlista para volver con las letras firmadas.
 
—¿Cuánto quiere usted por eso?—preguntó Levi-Alvarez.
 
—El veinte por ciento.
 
—¡Caramba! Es mucho.
 
—Está bien, no hablemos, me voy.
 
—Espere usted. ¿Sabe usted que las letras ascienden a ciento veinte mil duros? El veinte por ciento sería una cantidad enorme.
 
—Es lo que me ha ofrecido Ospitalech. Eso o nada.
 
—¡Qué barbaridad! No tiene usted consideración…
 
—Es mi última palabra. Eso o nada.
 
—Bueno, bueno. Está bien. ¿Sabe usted que si tiene suerte se va usted a ganar veinticuatro mil duros…?
 
—Y si no me pegarán un tiro.
 
—Exacto. ¿Acepta usted?
 
—Sí, señor, acepto.
 
—Bueno. Entonces estamos conformes.
 
—Pero yo exijo que usted me formalice este contrato por escrito—dijo
Martín.
—No tengo inconveniente.
 
El judío quedó un poco perplejo y, después de vacilar un poco, preguntó:
 
—¿Cómo quiere usted que lo haga?
 
—En pagarés de mil duros cada uno.
 
El judío, después de vacilar, llenó los pagarés y puso los sellos.
 
—Si cobra usted—advirtió—de cada pueblo me puede usted ir enviando las letras.
 
—¿No las podría depositar en los pueblos en casa del notario?
 
—Sí, es mejor. Un consejo. En Estella no vaya usted donde el ministro de la guerra. Preséntese usted al general en jefe y le entrega usted las cartas.
 
—Eso haré.
 
—Entonces, adiós, y buena suerte.
 
Martín fué a casa de un notario de Bayona, le preguntó si los pagarés estaban en regla y, habiéndole dicho que sí, los depositó bajo recibo.
 
El mismo día se fué a Zaro.
 
—Guardadme este papel—dijo a Bautista y a su hermana—dándoles el recibo.
 
Yo me voy.
 
—¿Adónde vas?—preguntó Bautista.
 
Martín le explicó sus proyectos.
 
—Eso es un disparate—dijo Bautista—te van a matar.
 
—¡Ca!
 
—Cualquiera de la partida del Cura que te vea te denuncia.
 
—No está ninguno en España. La mayoría andan por Buenos Aires. Algunos los tienes por aquí, por Francia, trabajando.
 
—No importa, es una barbaridad lo que quieres, hacer.
 
—¡Hombre! Yo no obligo a nadie a que venga conmigo—dijo Martín.
 
—Es que si tú crees que eres el único capaz de hacer eso, estás equivocado—replicó Bautista—. Yo voy donde otro vaya.
 
—No digo que no.
 
—Pero parece que dudas.
 
—No, hombre, no.
 
—Sí, sí, y para que veas que no hay tal cosa, te voy a acompañar. No se dirá que un vasco francés no se atreve a ir donde vaya un vasco español.
 
—Pero hombre, tú estás casado—repuso Martín.
 
—No importa.
 
—Bueno, ya veo que lo tú quieres es acompañarme. Iremos juntos, y, si conseguimos traer las letras firmadas te daré algo.
 
—¿Cuánto?
 
—Ya veremos.
 
—¡Qué granuja eres!—exclamó Bautista—¿para qué quieres tanto dinero?
 
—¿Qué sé yo? Ya veremos. Yo tengo en la cabeza algo. ¿Qué? No lo sé, pero sirvo para alguna cosa. Es una idea que se me ha metido en la cabeza hace poco.
 
—¿Qué demonio de ambición tienes?
 
—No sé, chico, no sé—contestó Martín—pero hay gente que se considera como un cacharro viejo, que lo mismo puede servir de taza que de escupidera. Yo no, yo siento en mí, aquí dentro, algo duro y fuerte… no sé explicarme.
 
A Bautista le extrañaba esta ambición obscura de Martín, porque él era claro y ordenado y sabía muy bien lo que quería.
 
Dejaron esta cuestión y hablaron del recorrido que tenían que hacer.
 
Este comenzaría yendo en el vaporcito la Fleche a Zumaya y siguiendo de aquí a Azpeitia, de Azpeitia a Tolosa y de Tolosa a Estella. Para no llevar la lista de todas las personas a quien tenían que ver y estar consultando a cada paso lo que podía comprometerles, Bautista, que tenía magnífica memoria, se la aprendió de corrido; cosieron las letras entre el cuero de las polainas y por la noche se embarcaron.
 
Entraron en el vaporcito de la Fleche en Socoa y se echaron al mar. Bautista y Zalacaín pasaron la travesía metidos en un camarote pequeño dando tumbos.
 
Al amanecer, el piloto vió hacia el cabo de Machichaco un barco que le pareció de guerra, y forzando la marcha entró en Zumaya.
 
Varias compañías carlistas salieron al puerto dispuestas a comenzar el fuego, pero cuando reconocieron el barco francés se tranquilizaron. Después de desembarcar, la memoria admirable de Bautista indicó las personas a quienes tenían que visitar en este pueblo. Eran tres o cuatro comerciantes. Los buscaron, firmaron las letras, compraron los viajeros dos caballos, se agenciaron un salvo-conducto; y por la tarde, después de comer, Martín y Bautista se encaminaron por la carretera de Cestona.
 
Pasaron por el pueblecito de Oiquina, constituído por unos cuantos caseríos colocados al borde del río Urola, luego por Aizarnazabal y en la venta de Iraeta, cerca del puente, se detuvieron a cenar.
 
La noche se echó pronto encima. Cenaron Martín y Bautista y discutieron si sería mejor quedarse allí o seguir adelante, y optaron por esto último.
 
Montaron en sus jamelgos, y al echar a andar vieron que de una casa próxima al puente de Iraeta salía un coche arrastrado por cuatro caballos. El coche comenzó a subir el camino de Cestona al trote. Este trozo de camino, desde Iraeta a Cestona, pasa entre dos montes y tiene en el fondo el río. De noche, sobre todo, el tal paraje es triste y siniestro.
 
Martín y Bautista, por ese sentimiento de fraternidad que se siente en las carreteras solitarias, quisieron acercarse al coche y ponerse al habla con el cochero, pero sin duda el cochero tenía razones para no querer compañía, porque, al notar que le seguían, puso los caballos al trote largo y luego los hizo galopar.
 
Así, el coche delante y Martín y Bautista detrás, subieron a Cestona, y al llegar aquí el coche dió una vuelta rápida y poco después echó un fardo al suelo.
 
—Es algún contrabandista—dijo Martín.
 
Efectivamente, lo era; hablaron con él y el hombre les confesó que había estado dispuesto a dispararles al ver que le perseguían. Marcharon los tres a la posada, ya hechos amigos, y Martín fué a ver a un confitero carlista de la calle Mayor.
 
Durmieron en la posada de Blas y muy de mañana Zalacaín y Bautista se prepararon a seguir su camino.
 
Era el día lluvioso y frío, la carretera, amarillenta, llena de baches, ondulaba por entre campos verdes; no se veía el monte Itzarroiz, envuelto entre la bruma. El río, crecido, iba de color de ocre. Se detuvieron en Lasao, en la posesión de un barón carlista, a hacer que su administrador firmara un documento y siguieron bordeando el Urola hasta Azpeitia.
 
Aquí el trabajo era bastante grande y tardaron en terminarle. Al anochecer, estuvieron ya libres, y, como preferían no quedarse en pueblos grandes, tomaron un camino de herradura que subía al monte Hernio y fueron a dormir a una aldea llamada Regil.
 
El tercer día, de Regil cogieron el camino de Vidania, y llegaron a
Tolosa, en donde estuvieron unas horas.
De Tolosa fueron a dormir a un pueblo próximo. Les dijeron que por allá andaba una partida, y prefirieron seguir adelante. Esta partida, días antes, había apaleado bárbaramente a unas muchachas, porque no quisieron bailar con unos cuantos de aquellos foragidos. Dejaron el pueblo, y, unas veces al trote y otras al paso, llegaron hasta Amezqueta, en donde se detuvieron.
 

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