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CAPÍTULO VIII
日期:2023-06-21 15:17  点击:273
VARIAS ANÉCDOTAS DE FERNANDO DE AMEZQUETA Y LLEGADA A ESTELLA
En Amezqueta entraron en la posada próxima al juego de pelota. Llovía, hacía frío y se refugiaron al lado de la lumbre.
 
Había entre los reunidos en la venta un campesino chusco, que se puso a contar historias. El campesino, al entrar otros dos en la cocina, sacó su gran pañuelo a cuadros y comenzó a dar con él en las mesas y en las sillas, como si estuviera espantando moscas.
 
—¿Qué hay?—le dijo Martín—. ¿Qué hace usted?
 
—Estas moscas fastidiosas—contestó el campesino seriamente.
 
—Pero si no hay moscas.
 
—Sí las hay, sí—replicó el hombre, dando de nuevo con el pañuelo.
 
El posadero advirtió, riendo, a Martín y a Bautista que, como en Amezqueta había tantas moscas de macho, a los del pueblo les llamaban, en broma, euliyac (las moscas), y que por eso el tipo aquel chistoso sacudía las mesas y las sillas con el pañuelo, al entrar dos amezquetanos.
 
Rieron Martín y Bautista, y el campesino contó una porción de historias y de anécdotas.
 
—Yo no sé contar nada—dijo el hombre varias veces—. ¡Si estuviera Pernando!
 
—¿Y quién era Pernando?—preguntó Martín.
 
—No habéis oído vosotros hablar de Pernando de Amezqueta?
 
—No.
 
—¡Ah! Pues era el hombre más gracioso de toda esta provincia. ¡Las cosas que contaba aquel hombre!
 
Martín y Bautista le instaron para que contara alguna historia de Fernando de Amezqueta, pero el campesino se resistía, porque aseguraba que oirle a él contar estas chuscadas no daba más que una pálida idea de las salidas de Fernando.
 
Sin embargo, a instancias de los dos, el campesino contó esta anécdota en vascuence:
 
«Un día Fernando fué a casa del señor cura de Amezqueta, que era amigo suyo y le convidaba a comer con frecuencia. Al entrar en la casa, husmeó desde la cocina y vió que el ama estaba limpiando dos truchas: una, hermosa, de cuatro libras lo menos, y la otra, pequeñita, que apenas tenía carne. Pasó Fernando a ver al señor cura, y éste, según su costumbre, le convidó a comer. Se sentaron a la mesa el señor cura y Fernando. Sacaron dos sopas y Fernando comió de las dos; luego sacaron el cocido, después una fuente de berzas con morcilla y, al llegar al principio, Fernando se encontró con que, en vez de poner la trucha grande, la condenada del ama había puesto la pequeña, que no tenía más que raspa.
 
—Hombre, trucha—exclamó Fernando—le voy a hacer una pregunta.
 
—¿Qué le vas a preguntar?—dijo el cura riendo, en espera de un chiste.
 
—Le voy a preguntar a ver si por los demás peces que ha conocido se ha enterado algo de cómo están mis parientes al otro lado del mar, allí en América. Porque estas truchas saben mucho.
 
—Hombre, sí, pregúntale.
 
Cogió Fernando la fuente en donde estaba la trucha y se la puso delante, luego acercó el oído muy serio y escuchó.
 
—¿Qué, contesta algo?—dijo burlonamente el ama del cura.
 
—Sí, ya va contestando, ya va contestando.
 
—¿Y qué dice? ¿Qué dice?—preguntó el cura.
 
—Pues dice—contestó Fernando—que es muy pequeña, pero que ahí, en esa despensa, hay guardada una trucha muy grande y que ella debe de saber mejores noticias de mis parientes.»
 
Una muchacha que estaba en la cocina, al oir la anécdota, se echó a reir con una risa aguda y comunicó su risa a todos.
 
Rieron también de buena gana Martín y Bautista la manera de señalar del truhán, pero el campesino aseguró que él no tenía arte para estos cuentos.
 
Le instaron para que siguiera y el hombre contó una nueva ocurrencia de Pernando.
 
«—Otra vez—dijo—fué a Idiazabal, donde había un partido de pelota, y llegó tarde a la posada, cuando ya todos estaban sentados. El amo le dijo:
 
—No hay sitio para ti, Fernando, ni probablemente tampoco habrá comida.
 
—¡Bah!—replicó él—. ¡Si me diérais de balde lo que sobre!
 
—Pues nada, todo lo que sobre para ti.
 
Se paseó Fernando por el comedor.
 
En la mesa redonda se habían sentado los dos bandos que habían jugado a la pelota, separados. Fernando, viendo que traían en una fuente piernas de carnero, dijo a dos o tres en voz baja:
 
—Yo no sé de dónde saca el amo estas piernas de perro tan hermosas y con tanta carne.
 
—¿Pero son de perro?—dijeron ellos.
 
—Sí, de perro; pero no se lo digáis a esos, que se fastidien.
 
—¿Pero de veras, Fernando?
 
—Sí, hombre; yo mismo he visto la cabeza en la cocina. ¡Era un perro de aguas más hermoso!
 
Dicho esto salió del comedor, y al volver tenían una cazuela con liebre.
Fué al otro extremo de la mesa y dijo a los del bando contrario:
—¡Vaya unos gatos más buenos que compra este fondista a los carabineros!
 
—¡Ah!, ¿pero es gato eso?
 
—Sí, no se lo digáis a esos, pero yo he visto las colas en la cocina.
 
Poco después, Fernando comía solo y tenía liebre y carnero de sobra. Al anochecer, salieron del pueblo todos, algo borrachos, y alguno se paró a echar la papilla en el camino.
 
—Es el perro, que le ha hecho daño—decían unos, burlándose.
 
—Es el gato—decían los otros.
 
Y nadie quería decir que era el vino.
 
—Compañeros—dijo Fernando—, cuando se come gato y perro juntos no pasa nada. Ellos riñen en el interior como perros y gatos, pero le dejan a uno en paz.»
 
La muchacha de la risa aguda rió de nuevo y el campesino comenzó a contar otra anécdota, diciendo:
 
—No estuvo mal tampoco la manera como Fernando deshizo la boda entre un zapatero rico de Tolosa y una novia suya.
 
—A ver, a ver cómo fué—dijeron todos.
 
«—Pues estaba Fernando de aprendiz en la zapatería del difunto Ichtaber, el Chato de Tolosa, y no sé si vosotros sabréis, pero Ichtaber era un zapatero viejo y muy rico. Tenía Fernando de novia una chica muy guapa, pero Ichtaber, el Chato, al verla la empezó a cortejar y a decir si se quería casar con él, y, como era rico, ella aceptó. Solían verse la muchacha y el viejo en la zapatería, y el granuja de Ichtaber, para estar más libre, mandaba a Fernando, con cualquier pretexto, a la trastienda. El hacía como que no se incomodaba, pero se vengó. Fué a ver a su novia y habló con ella.
 
—Sí—la dijo—. Ichtaber es buena persona y hombre de fortuna, es verdad, pero como es zapatero y chato y ha andado toda la vida con pieles, huele muy mal.
 
—¡Mentiroso!—dijo ella.
 
—No, no, fíjate. Ya verás.
 
Fernando fué a la zapatería, cogió un fuelle grande y lo rellenó de esa casca que queda después de curtidos los pellejos y que huele que apesta; luego hizo un agujero en el tabique de la trastienda y esperó la ocasión oportuna. Por la tarde llegó la chica, é Ichtaber dijo a su aprendiz:
 
—Oye, Fernando, vete a la trastienda un momento a arreglar esas hormas que hay en la caja.
 
Salió Fernando; tomó el fuelle. Miró por el agujero. Ichtaber estaba besando la mano de la chica; entonces le apuntó a ella con el fuelle y metió por el agujero del tabique una corriente de aire de mal olor. Cuando Fernando miró después, Ichtaber el Chato estaba con la mano en sus diminutas narices y la muchacha lo mismo.
 
Luego Fernando siguió dándole al fuelle con intermitencias, hasta que se cansó.
 
Dos días después, fué de nuevo la chica y le pasó lo mismo; y ya no volvió más, porque decía que Ichtaber el Chato olía a muerto.
 
Ichtaber hizo el amor a otra; pero Fernando le jugó la misma pasada con el fuelle, y el zapatero decía a sus amigos:
 
—¡Arrayua! En mi tiempo era otra cosa; las chicas estaban sanas. Ahora, la que más y la que menos huele a perros.»
 
Volvió a oirse la risa alegre y chillona de la muchacha.
 
Celebraron los demás circunstantes las granujerías de Fernando el de
Amezqueta y fueron a acostarse.
A la mañana siguiente, Martín y Bautista dejaron a Amezqueta y por un sendero llegaron a Ataun, lugar en donde Dorronsoro, el jefe civil carlista, había sido escribano.
 
Se encontraron en el camino a un muchacho de este pueblo que iba a Echarri-Aranaz y en su compañía tomaron por un camino de herradura que bordeaba la sierra de Aralar.
 
Hablaron los tres de la marcha de la guerra, y el chico contó una anécdota de Dorronsoro, que no dejaba de tener gracia. Se había presentado a él un señorito de San Sebastián, de familia carlista, de los que llamaban hojalateros, muy gordo y muy lucio.
 
—Mire usted, don Miguel—había dicho al ex escribano—, yo soy muy carlista y mi familia también lo es; quisiera servir a don Carlos, pero, ya ve usted, no estoy para andar por el monte y desearía entrar en las oficinas.
 
—Bueno, ya veré si encuentro algo—le dijo Dorronsoro—; vuelva usted mañana.
 
Volvió al día siguiente el señorito y preguntó:
 
—¿Qué, ha encontrado usted algo?
 
—Sí, ya comprendo que no puede usted salir al monte; de manera que entrará usted en las oficinas… y pagará usted tres pesetas al día.
 
Celebraron Martín y Bautista la decisión de Dorronsoro. Por la noche llegaron al valle de Araquil y se detuvieron en Echarri-Aranaz.
 
Entraron en la cocina de la venta a calentarse al fuego. Allí, en vez de las historias del buen truhán Fernando de Amezqueta, tuvieron que oir, contada por una vieja, la historia de don Teodosio de Goñi, un caballero navarro que, después de haber matado a su padre y a su madre, engañado por el Diablo, se fué de penitencia al monte con una cadena al pie, hasta que, pasados muchos años y siendo don Teodosio viejo, se le presentó un dragón, y ya iba a devorarle, cuando apareció el arcángel San Miguel y mató al dragón y rompió las cadenas al caballero.
 
A Bautista y a Martín les parecieron más entretenidas que esta tonta historia de dragones y de santos las ocurrencias del buen Fernando de Amezqueta.
 
Estaban oyendo los comentarios a la vida de don Teodosio, cuando se presentó en la venta un señor rubio, que, al ver a Bautista y a Martín, se les quedó mirando atentamente.
 
—¡Pero son ustedes!
 
—Usted es el de…
 
—El mismo.
 
Era el extranjero a quien habían libertado de las garras del cura.
 
—¿A qué vienen ustedes por aquí?—preguntó el extranjero.
 
—Vamos a Estella.
 
—¿De veras?
 
—Sí.
 
—Yo también. Iremos juntos. ¿Conocen ustedes el camino?
 
—No.
 
—Yo sí. He estado ya una vez.
 
—Pero, ¿qué hace usted andando siempre por estos parajes?—le preguntó
Martín.
—Es mi oficio—le dijo el extranjero.
 
—Pues, ¿qué es usted, si se puede saber?
 
—Soy periodista. La fuga aquella me sirvió para hacer un artículo interesantísimo. Hablaba de ustedes dos y de aquella señorita morena. ¡Qué chica más valiente, eh!
 
—Ya lo creo.
 
—Pues, si no tienen ustedes reparo, iremos juntos a Estella.
 
—¿Reparo? Al revés. Satisfacción y grande.
 
Quedaron de acuerdo en marchar juntos.
 
A las siete de la mañana, hora en que empezó a aclarar, salieron los tres, atravesaron el túnel de Lizárraga y comenzaron a descender hacia la llanada de Estella. El extranjero montaba en un borriquillo, que marchaba casi más deprisa que los matalones en que iban Martín y Bautista. El camino serpenteaba subiendo el desnivel de la sierra de Andía.
 
Atravesaron posiciones ocupadas por batallones carlistas. Entre los jefes había muchos extranjeros con flamantes uniformes austríacos, italianos y franceses, un tanto carnavalescos.
 
A media tarde comieron en Lezaun y, arreando las caballerías, pasaron por Abarzuza. El extranjero explicó al paso la posición respectiva de liberales y carlistas en la batalla de Monte Muru y el sitio donde se desarrolló lo más fuerte de la acción, en la que murió el general Concha.
 
Al anochecer llegaron cerca de Estella.
 
Mucho antes de entrar en la corte carlista encontraron una compañía con un teniente que les ordenó detenerse. Mostraron los tres su pasaporte.
 
Al llegar cerca del convento de Recoletos, era ya de noche.
 
—¿Quién vive?—gritó el centinela.
 
—España.
 
—¿Qué gente?
 
—Paisanos.
 
—Adelante.
 
Volvieron a mostrar sus documentos al cabo de guardia y entraron en la ciudad carlista.

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