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CAPÍTULO X
日期:2023-06-21 15:18  点击:324
CÓMO TRANSCURRIÓ EL SEGUNDO DÍA EN ESTELLA
Conformes Martín y Bautista, se encontraron en la plaza. Martín consideró que no convenía que le viesen hablar con su cuñado, y para decir lo hecho por él la noche anterior escribió en un papel su entrevista con el general.
 
Luego se fué a la plaza. Tocaba la charanga. Había unos soldados formados. En el balcón de una casa pequeña, enfrente de la iglesia de San Juan, estaba don Carlos con algunos de sus oficiales.
 
Esperó Martín a ver a Bautista y cuando le vió le dijo:
 
—Que no nos vean juntos—y le entregó el papel.
 
Bautista se alejó, y poco después se acercó de nuevo a Martín y le dió otro pedazo de papel.
 
—¿Qué pasará?—se dijo Martín.
 
Se fué de la plaza, y cuando se vió solo, leyó el papel de Bautista que decía:
 
Ten cuidado. Está aquí el Cacho de sargento. No andes por el centro del pueblo.
 
La advertencia de Bautista la consideró Martín de gran importancia. Sabía que el Cacho le odiaba y que colocado en una posición superior, podía vengar sus antiguos rencores con toda la saña de aquel hombre pequeño, violento y colérico.
 
Martín pasó por el puente del Azucarero contemplando el agua verdosa del río. Al llegar a la plazoleta donde comienza la Rua Mayor del pueblo viejo, Martín se detuvo frente al palacio del duque de Granada, convertido en cárcel, a contemplar una fuente con un león tenante en medio, en cuyas garras sujeta un escudo de Navarra.
 
Estaba allí parado, cuando vió que se le acercaba el extranjero.
 
—¡Hola, querido Martín!—le dijo.
 
—¡Hola! ¡Buenos días!
 
—¿Va usted a echar un vistazo por este viejo barrio?
 
—Sí.
 
—Pues iré con usted.
 
Tomaron por la Rua Mayor, la calle principal del pueblo antiguo. A un lado y a otro se levantaban hermosas casas de piedra amarilla, con escudos y figuras tallados.
 
Luego, terminada la Rua, siguieron por la calle de Curtidores. Las antiguas casas solariegas mostraban sus grandes puertas cerradas; en algunos portales, convertidos en talleres de curtidores, se veían filas de pellejos colgados y en el fondo el agua casi inmóvil del río Ega, verdosa y turbia.
 
Al final de esta calle se encontraron con la iglesia del Santo Sepulcro y se pararon a contemplarla. A Martín le pareció aquella portada de piedra amarilla, con sus santos desnarigados a pedradas, una cosa algo grotesca, pero el extranjero aseguró que era magnífica.
 
—¿De veras?—preguntó Martín.
 
—¡Oh! ¡Ya lo creo!
 
—¿Y la habrá hecho la gente de aquí?—preguntó Martín.
 
—¿Le parece a usted imposible que los de Estella hagan una cosa buena?—preguntó riendo el extranjero.
 
—¡Qué sé yo! No me parece que en este pueblo se haya inventado la pólvora.
 
En una calle transversal, las paredes de las antiguas casas hidalgas derrumbadas servían de cerca para los jardines. No se alejaron más porque a pocos pasos estaba ya la guardia. Volvieron y subieron a San Pedro de la Rua, iglesia colocada en un alto, a la cual se llegaba por unas escaleras desgastadas, entre cuyas losas crecía la hierba.
 
—Sentémonos aquí un momento—dijo el extranjero.
 
—Bueno, como usted quiera.
 
Desde allí se veía casi todo Estella, y los montes que le rodean, abajo el tejado de la cárcel y en un alto la ermita del Puy. Una vieja limpiaba las escaleras de piedra de la iglesia con una escoba y cantaba a voz en grito:
 
        ¡Adiós los Llanos de Estella.
        San Benito y Santa Clara,
        Convento de Recoletos
        donde yo me paseaba!
—Ya ve usted—dijo el extranjero—que, aunque a usted le parezca este pueblo tan desagradable, hay gente que le tiene cariño.
 
—¿Quién?—dijo Martín.
 
—El que ha inventado esa canción.
 
—Era un hombre de mal gusto.
 
La vieja se acercó al extranjero y a Martín y entabló conversación con ellos. Era una mujer pequeña, de ojos vivos y tez tostada.
 
—¿Usted será carlista? ¿Eh?—le preguntó el extranjero.
 
—Ya lo creo. En Estella todos somos carlistas y tenemos la seguridad de que vendrá don Carlos con ayuda de Dios.
 
—Sí, es muy probable.
 
—¿Cómo probable?—exclamó la vieja—. Es seguro. ¿Usted no será de aquí?
 
—No, no soy español.
 
—Ah, vamos.
 
Y la vieja, después de mirarle con curiosidad, siguió barriendo las escaleras.
 
—Creo que le ha tenido a usted lástima al saber que no es usted español—dijo Martín.
 
—Sí, parece que sí—contestó el extranjero—. La verdad es que es triste que por ese estúpido hombre guapo se mate esta pobre gente.
 
—¿Por quién lo dice usted, por don Carlos?—preguntó Martín.
 
—Sí.
 
—¿Usted también cree que no es hombre de talento?
 
—¡Qué va a ser! Es un tipo vulgar sin ninguna condición. Luego, no tiene idea de nada. Hablé con él cuando el bombardeo de Irún, y no se puede usted figurar nada más plano y más opaco.
 
—Pues no lo diga usted por ahí, porque le hacen a usted pedazos. Estos bestias están dispuestos a morir por su rey.
 
—Oh, no lo diría. Además ¿para qué? No había de convencer a nadie; unos son fanáticos y otros aventureros y ninguno está dispuesto a dejarse persuadir. Pero no crea usted que todos tienen un gran respeto ni por don Carlos ni por sus generales. ¿No ha oído usted en la posada que hablan algunas veces de don Bobo? pues se refieren al Pretendiente.
 
Vieron el extranjero y Martín las otras iglesias del pueblo, la Peña de los Castillos y la parroquia de Santa María, y volvieron a comer.
 
Afortunadamente, el viejecillo antipático no se sentaba a la mesa y en cambio estaban un legitimista francés, el conde de Haussonville, de la legación extranjera, y un joven comandante carlista llamado Iceta.
 
El conde de Haussonville fué la alegría de la mesa. El conde, hombre de unos cuarenta años, alto, grueso, derecho, rubio, hablaba en un castellano grotesco.
 
Lo verdaderamente gracioso de Haussonville era su apetito voraz. Todo lo que le daban de comer no le servía más que de aperitivo. Había venido desde Caspe llevando prisionero a un brigadier valenciano carlista a que conpareciera ante el Estado Mayor de don Carlos, y contaba su expedición de tal manera que hacía morirse de risa a todos.
 
Explicó su estancia en un pueblo, con el batallón metido en una iglesia, sin poder moverse por estar los caminos intransitables por la nieve, no comiendo más que habichuelas y teniendo por retrete un confesionario, y dió tales detalles, que todo el mundo reía a carcajadas.
 
—Un día, sobre todo, nos trajeron sidra—dijo el francés—y entre la sidra y las habichuelas se nos armó una, que tuvimos que hacer cola delante del confesionario. Pocas veces se ha visto una congregación de fieles tan apenados para entrar en el confesionario como nosotros. Jefes y soldados íbamos con gran dolor de corazón a cantar nuestra canción de las habichuelas a la pequeña garita del señor cura.
 
Después de maldecir de la alimentación leguminosa y de la alimentación patatosa, habló del resto del viaje.
 
Cada pueblo del tránsito le parecía una estación de calvario para su estómago hambriento; recordaba las aldeas por lo que había comido, o mejor dicho, por lo que había ayunado; aquí habían dado por toda comida un caldo de berzas, allá por cena una colación de verduras cocidas; y para colmo de desdichas, estaba alojado en Estella en casa de unas viejas solteronas y por la mañana le daban chocolate con agua, por la tarde cocido, y de noche una sopa de ajo infame.
 
—Y siempre, siempre, poco—decía Haussonville, levantando los brazos al cielo.
 
Iceta era un aventurero. Había estado al principio en la guerra, luego se fué a una república americana, tomó parte en una revolución y después, expulsado de allí por rebelde, volvía al ejército carlista, en donde estaba ya violento y deseando marcharse.
 
Siguiéndole a todas partes como amigo y asesor, iba un antiguo criado suyo que se llamaba Asensio, pero a quien se le conocía por estos dos motes: Asensio Lapurrá (Asensio el Ladrón) y Asenchio Araguiarrapatzallia (Asensio el decomisador de carne).
 
Este mote lo debía Asensio a haber sido consumero en su pueblo.
 
Asensio era graciosísimo hablando castellano; no había palabra que empleara bien.
 
Siempre que tenía que decir andamos, decía andemos; y al contrario, empleaba vaiga por vaya, y hagáis por haced.
 
La conversación entre el conde de Haussonville y Asenchio Lapurrá era de lo más dislocada y pintoresca.
 
—Si aquí hubiera un buen quenerral—decía Haussonville—la querra estaba resuelta.
 
—Pueda, pueda que sí—contestaba Asensio.
 
—No saben manecar un grande equercito, amigo Asensio.
 
—Si supieseis de tática, otra cosa sería.
 
Martín y el extranjero intimaron con Haussonville, con Iceta y con Asenchio Lapurrá y se rieron a carcajadas con los mil quidprocuos que resultaban en la conversación del francés y del vasco.
 
Asensio había estado en Cuba algún tiempo, de soldado, y contó anécdotas de aquella tierra. Lo que más le gustaba era hablar de los chinos.
 
—Son de mal intención, pero buenos cocineros, eso si. Digáis a un chino que os haga un arroz. Os hace una cosa manífica. Es gente raro. Luego se ponen a chun, chun, chun. ¿Y entenderles? nada. ¿A nosotros? Rabia nos tenían. Y al que cogían la martirizaban. ¡Pse! Nosotros tamíen algunos matemos.
 
Martín se reía a carcajadas con las explicaciones de Asenchio Lapurrá.
 
Después de comer en la posada, Martín, el extranjero, Iceta, Haussonville y Asensio fueron a un café de la plaza, donde estuvieron hablando. Había ejercicios espirituales en la iglesia de San Juan, y una porción de beatos y de oficiales carlistas iban a la iglesia.
 
—¡Qué país!—dijo Haussonville—la gente no hace más que ir a la iglesia. Todo es para el señor cura: las buenas comidas, las buenas chicas… Aquí no hay nada que hacer, todo para el señor cura.
 
Iceta y Haussonville contemplaban con desprecio aquel tropel de gente que se encaminaba hacia la iglesia.
 
—¡Bestias!—exclamaba Iceta dando puñetazos en la mesa—. No quisiera más que poder ametrallarlos.
 
El francés murmuraba como diciéndoselo a sí mismo:
 
—¡España! ¡España! ¡Jamais de la vie! Mucha hidalguía, mucha misa, mucha jota, pero poco alimento.
 
—La guerra—añadía Asensio, metiendo la cucharada—es cosa nada bueno.

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