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CAPÍTULO XI
日期:2023-06-21 15:18  点击:266
CÓMO LOS AConTECIMIENTOS SE ENREDARON, HASTA EL PUNTO DE QUE MARTÍN DURMIÓ EL TERCER DÍA DE ESTELLA EN LA CÁRCEL.
Al día siguiente, por la noche, iba a acostarse Martín, cuando la posadera le llamó y le entregó una carta, que decía:
 
«Preséntese usted mañana de madrugada en la ermita del Puy, en donde se le devolverán las letras ya firmadas. El General en Jefe.» Debajo había una firma ilegible.
 
Martín se metió la carta en el bolsillo, y viendo que la posadera no se marchaba de su cuarto, le preguntó:
 
—¿Quería usted algo?
 
—Sí; nos han traído dos militares heridos y quisiéramos el cuarto de usted para uno de ellos. Si usted no tuviera inconveniente, le trasladaríamos abajo.
 
—Bueno, no tengo inconveniente.
 
Bajó a un cuarto del piso principal, que era una sala muy grande con dos alcobas. La sala tenía en medio un altar, iluminado con unas lámparas tristes de aceite. Martín se acostó; desde su cama veía las luces oscilantes, pero estas cosas no influían en su imaginación, y quedó dormido.
 
Era más de media noche, cuando se despertó algo sobresaltado. En la alcoba próxima se oían quejas, alternando con voces de ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Jesús mío!
 
—¡Qué demonio será esto!—pensó Martín.
 
Miró el reloj. Eran las tres. Se volvió a tender en la cama, pero con los lamentos no se pudo dormir y le pareció mejor levantarse. Se vistió y se acercó a la alcoba próxima, y miró por entre las cortinas. Se veía vagamente a un hombre tendido en la cama.
 
—¿Qué le pasa a usted?—preguntó Martín.
 
—Estoy herido—murmuró el enfermo.
 
—¿Quiere usted alguna cosa?
 
—Agua.
 
A Martín le dió la impresión de conocer esta voz. Buscó por la sala una botella de agua, y como no había en el cuarto, fué a la cocina. Al ruido de sus pasos, la voz de la patrona preguntó:
 
—¿Qué pasa?
 
—El herido que quiere agua.
 
—Voy.
 
La patrona apareció en enaguas, y dijo, entregando a Martín una lamparilla:
 
—Alumbre usted.
 
Tomaron el agua y volvieron a la sala. Al entrar en la alcoba, Martín levantó el brazo, con lo que iluminó el rostro del enfermo y el suyo. El herido tomó el vaso en la mano, é incorporándose y mirando a Martín comenzó a gritar:
 
—¿Eres tú? ¡Canalla! ¡Ladrón! ¡Prendedle! ¡Prendedle!
 
El herido era Carlos Ohando.
 
Martín dejó la lamparilla sobre la mesa de noche.
 
—Márchese usted—dijo la patrona—. Está delirando.
 
Martín sabía que no deliraba; se retiró a la sala y escuchó, por si Carlos contaba alguna cosa a la patrona. Martín esperó en su alcoba. En la sala, debajo del altar, estaba el equipaje de Ohando, consistente en un baúl y una maleta. Martín pensó que quizá Carlos guardara alguna carta de Catalina, y se dijo:
 
—Si esta noche encuentro una buena ocasión, descerrajaré el baúl.
 
—No la encontró. Iban a dar las cuatro de la mañana, cuando Martín, envuelto en su capote, se marchó hacia la ermita del Puy. Los carlistas estaban de maniobras. Llegó al campamento de don Carlos, y, mostrando su carta, le dejaron pasar.
 
—El Señor está con dos Reverendos Padres—le advirtió un oficial.
 
—Vayan al diablo el Señor y los Reverendos Padres—refunfuñó
Zalacaín—. La verdad es que este rey es un rey ridículo.
Esperó Martín a que despachara el Señor con los Reverendos, hasta que el rozagante Borbón, con su aire de hombre bien cebado, salió de la ermita, rodeado de su Estado Mayor. Junto al Pretendiente iba una mujer a caballo, que Martín supuso sería doña Blanca.
 
—Ahí está el Rey. Tiene usted que arrodillarse y besarle la mano—dijo el oficial.
 
Zalacaín no replicó.
 
—Y darle el título de Majestad.
 
Zalacaín no hizo caso.
 
Don Carlos no se fijó en Martín y éste se acercó al general, quien le entregó las letras firmadas. Zalacaín las examinó. Estaban bien.
 
En aquel momento, un fraile castrense, con unos gestos de energúmeno, comenzó a arengar a las tropas.
 
Martín, sin que lo notara nadie, se fué alejando de allí y bajó al pueblo corriendo. El llevar en su bolsillo su fortuna, le hacía ser más asustadizo que una liebre.
 
A la hora en que los soldados formaban en la plaza, se presentó Martín y, al ver a Bautista, le dijo:
 
—Vete a la iglesia y allí hablaremos.
 
Entraron los dos en la iglesia, y en una capilla obscura se sentaron en un banco.
 
—Toma las letras—le dijo Martín a Bautista—. ¡Guárdalas!
 
—¿Te las han dado ya firmadas?
 
—Sí.
 
—Hay que prepararse a salir de Estella en seguida.
 
—No sé si podremos—dijo Bautista.
 
—Aquí estamos en peligro. Además del Cacho, se encuentra en Estella
Carlos Ohando.
—¿Cómo lo sabes?
 
—Porque le he visto.
 
—¿En dónde?
 
—Está en mi casa herido.
 
—¿Y te ha visto él?
 
—Sí.
 
—Claro, están los dos—exclamó Bautista.
 
—¿Cómo los dos? ¿Qué quieres decir con eso?
 
—¿Yo? Nada.
 
—¿Tú sabes algo?
 
—No, hombre, no.
 
—O me lo dices, o se lo pregunto al mismo Carlos Ohando. ¿Es que está aquí Catalina?
 
—Sí, está aquí.
 
—¿De veras?
 
—Sí.
 
—¿En dónde?
 
—En el convento de Recoletas.
 
—¡Encerrada! ¿Y cómo lo sabes tú?
 
—Porque la he visto.
 
—¡Qué suerte! ¿La has visto?
 
—Sí. La he visto y la he hablado.
 
—¡Y eso querías ocultarme! Tú no cres amigo mío, Bautista.
 
Bautista protestó.
 
—¿Y ella sabe que estoy aquí?
 
—Sí, lo sabe.
 
—¿Cómo se puede verla?—dijo Zalacaín.
 
—Suele bordar en el convento, cerca de la ventana, y por la tarde sale a pasear a la huerta.
 
—Bueno. Me voy. Si me ocurre algo, le diré a ese señor extranjero que vaya a avisarte. Mira a ver si puedes alquilar un coche para marcharnos de aquí.
 
—Lo veré.
 
—Lo más pronto que puedas.
 
—Bueno.
 
—Adiós.
 
—Adiós y prudencia.
 
Martín salió de la iglesia, tomó por la calle Mayor hacia el convento de las Recoletas, paseó arriba y abajo, horas y horas sin llegar a ver a Catalina. Al anochecer tuvo la suerte de verla asomada a una ventana. Martín levantó la mano, y su novia, haciendo como que no le conocía, se retiró de la ventana. Martín quedó helado; luego Catalina volvió a aparecer y lanzó un ovillo de hilo casi a los pies de Martín. Zalacaín lo recogió; tenía dentro un papel que decía: «A las ocho podemos hablar un momento. Espera cerca de la puerta de la tapia.» Martín volvió a la posada, comió con un apetito extraordinario y a las ocho en punto estaba en la puerta de la tapia esperando. Daban las ocho en el reloj de las iglesias de Estella, cuando Martín oyó dos golpecitos en la puerta, Martín contestó del mismo modo.
 
—¿Eres tu, Martín?—preguntó Catalina en voz baja.
 
—Sí, soy yo. ¿No nos podemos ver?
 
—Imposible.
 
—Yo me voy a marchar de Estella. ¿Querrás venir conmigo?—pregunto
Martín.
—Sí; pero ¡cómo salir de aquí!
 
—¿Estás dispuesta a hacer todo lo que yo te diga?
 
—Si.
 
—¿A seguirme a todas partes?
 
—A todas partes.
 
—¿De veras?
 
—Aunque sea a morir. Ahora, vete. ¡Por Dios! No nos sorprendan.
 
Martín se había olvidado de todos sus peligros; marchó a su casa y sin pensar en espionajes entró en la posada a ver a Bautista y le abrazó con entusiasmo.
 
—Pasado mañana—dijo Bautista—tenemos el coche.
 
—¿Lo has arreglado todo?
 
—Sí.
 
Martín salió de casa de su cuñado silbando alegremente. Al llegar cerca de su posada, dos serenos que parecían estar espiándole se le acercaron y le mandaron callar de mala manera.
 
—¡Hombre! ¿No se puede silbar?—preguntó Martín.
 
—No, señor.
 
—Bueno. No silbaré.
 
—Y si replica usted, va usted a la cárcel.
 
—No replico.
 
—¡Hala! ¡Hala! A la cárcel.
 
Zalacaín vió que buscaban un pretexto para encerrarle y aguantó los empellones que le dieron, y en medio de los dos serenos entró en la cárcel.
 

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