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CAPÍTULO IV
日期:2023-06-21 15:20  点击:330
LA BATALLA CERCA DEL MonTE AQUELARRE
Martín llegó al alto de Maya al amanecer, subió un poco por la carretera y vió que venía la tropa. Se reunió con Briones y ambos se pusieron a la cabeza de la columna.
 
Al llegar a Zugarramurdi, comenzaba a clarear. Sobre el pueblo, las cimas del monte, blancas y pulidas por la lluvia, brillaban con los primeros rayos del sol.
 
De esta blancura de las rocas precedía el nombre del monte Arrizuri (piedra blanca) en vasco y Peñaplata en castellano.
 
Martín tomó el sendero que bordea un torrente. Una capa de arcilla humedecida cubría el camino, por el cual los caballos y los hombres se resbalaban. El sendero tan pronto se acercaba a la torrentera, llena de malezas y de troncos podridos de árboles, como se separaba de ella. Los soldados caían en este terreno resbaladizo. A cierta altura, el torrente era ya un precipicio, por cuyo fondo, lleno de matorrales, se precipitaba el agua brillante.
 
Mientras marchaban Martín y Briones a caballo, fueron hablando amistosamente. Martín felicitó a Briones por sus ascensos.
 
—Sí, no estoy descontento—dijo el comandante—; pero usted, amigo Zalacaín, es el que avanza con rapidez, si sigue así; si en estos años adelanta usted lo que ha adelantado en los cinco pasados, va usted a llegar donde quiera.
 
—¿Creerá usted que yo ya no tengo casi ambición?
 
—¿No?
 
—No. Sin duda, eran los obstáculos los que me daban antes bríos y fuerza, el ver que todo el mundo se plantaba a mi paso para estorbarme. Que uno quería vivir, el obstáculo; que uno quería a una mujer y la mujer le quería a uno, el obstáculo también. Ahora no tengo obstáculos, y ya no se qué hacer. Voy a tener que inventarme otras ocupaciones y otros quebraderos de cabeza.
 
—Es usted la inquietud personificada, Martín—dijo Briones.
 
—¿Qué quiere usted? He crecido salvaje como las hierbas y necesito la acción, la acción continua. Yo, muchas veces pienso que llegará un día en que los hombres podrán aprovechar las pasiones de los demás en algo bueno.
 
—¿También es usted soñador?
 
—También.
 
—La verdad es que es usted un hombre pintoresco, amigo Zalacaín.
 
—Pero la mayoría de los hombres son como yo.
 
—Oh, no. La mayoría somos gente tranquila, pacífica, un poco muerta.
 
—Pues yo estoy vivo, eso sí; pero la misma vida que no puedo emplear se me queda dentro y se me pudre. Sabe usted, yo quisiera que todo viviese, que todo comenzara a marchar, no dejar nada parado, empujar todo al movimiento, hombres, mujeres, negocios, máquinas, minas, nada quieto, nada inmóvil…
 
—Extrañas ideas—murmuró Briones.
 
Concluía el camino y comenzaban las sendas a dividirse y a subdividirse, escalando la altura.
 
Al llegar a este punto, Martín avisó a Briones que era conveniente que sus tropas estuviesen preparadas, pues al final de estas sendas se encontrarían en terreno descubierto y desprovisto de árboles.
 
Briones mandó a los tiradores de la vanguardia preparasen sus armas y fueran avanzando despacio en guerrilla.
 
—Mientras unos van por aquí—dijo Martín a Briones—otros pueden subir por el lado opuesto. Hay allá arriba una explanada grande. Si los carlistas se parapetan entre las rocas van a hacer una mortandad terrible.
 
Briones dió cuenta al general de lo dicho por Martín, y aquél ordenó que medio batallón fuera por el lado indicado por el guía. Mientras no oyeran los tiros del grueso de la fuerza no debían atacar.
 
Zalacaín y Briones bajaron de sus caballos y tomaron por una senda, y durante un par de horas fueron rodeando el monte, marchando entre helechos.
 
—Por esta parte, en una calvera del monte, en donde hay como una plazuela formada por hayas—dijo Martín—deben tener centinelas los carlistas; sino por ahí podemos subir hasta los altos de Peñaplata sin dificultad.
 
Al acercarse al sitio indicado por Martín, oyeron una voz que cantaba.
Sorprendidos, fueron despacio acortando la distancia.
—No serán las brujas—dijo Martín.
 
—¿Por qué las brujas?—preguntó Briones.
 
—¿No sabe usted que estos son los montes de las brujas? Aquel es el monte Aquelarre—contestó Martín.
 
—¿El Aquelarre? ¿Pero existe?
 
—Sí.
 
—¿Y quiere decir algo en vascuence, ese nombre?
 
—¿Aquelarre?… Sí, quiere decir Prado del macho cabrío.
 
—¿El macho cabrío será el demonio?
 
—Probablemente.
 
La canción no la cantaban las brujas, sino un muchacho que en compañía de diez o doce estaba calentándose alrededor de una hoguera.
 
Uno cantaba canciones liberales y carlistas y los otros le coreaban.
 
No habían comenzado a oirse los primeros tiros, y Briones y su gente esperaron tendidos entre los matorrales.
 
Martín sentía como un remordimiento al pensar que aquellos alegres muchachos iban a ser fusilados dentro de unos momentos.
 
La señal no se hizo esperar y no fué un tiro, sino una serie de descargas cerradas.
 
—¡Fuego!—gritó Briones.
 
Tres o cuatro de los cantores cayeron a tierra y los demás, saltando entre breñales, comenzaron a huir y a disparar.
 
La acción se generalizaba; debía de ser furiosa a juzgar por el ruido de fusilería. Briones, con su tropa, y Martín subían por el monte a duras penas. Al llegar a los altos, los carlistas, cogidos entre dos fuegos, se retiraron.
 
La gran explanada del monte estabasembrada de heridos y de muertos. Iban recogiéndolos en camillas. Todavía seguía la acción, pero poco después una columna de ejército avanzaba por el monte por otro lado, y los carlistas huían a la desbandada hacia Francia.

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