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Capítulo VII El hombre de la ventana(2)
日期:2023-09-28 17:06  点击:290

—Perdone —aduje—. Me parece que eso son bobadas.

El padre Lavigny negó con la cabeza.

—Usted no conoce a las mujeres como yo —añadió—. Sí, puede ser despiadada —continuó—. Estoy completamente convencido de ello. Y no obstante, a pesar de que es más dura que el mármol, está asustada. ¿Qué es lo que le asusta?

"Eso es lo que todos quisiéramos saber", pensé.

Era posible que su propio marido lo supiera, pero nadie más.

El padre Lavigny me miró de pronto con sus ojos negros y brillantes. —¿Encuentra algo extraño aquí? ¿O le parece todo normal?

—No lo encuentro normal del todo —repliqué, después de considerar la respuesta—. No está mal, por lo que se refiere a la forma en que lo tienen organizado... pero se nota una sensación de incomodidad.

—Yo también me siento incómodo. Tengo el presentimiento —de pronto pareció acentuarse en él su aspecto extranjero— de que algo se está preparando. El propio doctor Leidner no es el que era. Algo le inquieta.

—¿La salud de su esposa?

—Tal vez. Pero hay algo más. Hay... ¿cómo lo diría?... una especie de desasosiego.

Eso era cierto. Reinaba el desasosiego entre los componentes de la expedición.

No hablamos más porque entonces se me acercó el doctor Leidner. Me mostró la tumba de un niño que justamente acababa de ser descubierta. Era una cosa patética; aquellos huesos de reducido tamaño, un par de pucheros y unas pequeñas motitas que, según dijo el doctor Leidner, eran las cuentas de un collar.

Los peones que trabajaban en las excavaciones me hicieron reír de buena gana.

Eran una colección de espantajos, vestidos con andrajosas túnicas y con las cabezas envueltas en trapos, como SI tuvieran jaqueca. De vez en cuando, mientras iban de un lado a otro llevando cestos de tierra, empezaban a cantar. Por lo menos, yo creo que cantaban, pues era una especie de monótona cantinela que repetían infinidad de veces.

Me di cuenta de que la mayoría de ellos tenía los ojos en condiciones deplorables; todos cubiertos de legañas. Uno o dos de aquellos hombres parecían estar medio ciegos.

Meditaba sobre cuán miserable era aquella gente, cuando el doctor Leidner dijo:

—Tenemos un excelente equipo de hombres, ¿verdad?

«Qué mundo tan dispar es éste!, pensé y de qué forma tan diferente pueden ver dos personas la misma cosa. Creo que no lo he expresado bien, pero supongo que sabrán lo que quiero decir».

Al cabo de un rato, el doctor Leidner dijo que volvía a la casa para tomar una taza de té. Le acompañé y durante el camino me fue explicando algunas cosas de las que veíamos. Ahora que lo explicaba él, todo me parecía diferente. Podía verlo todo tal como había sido, por decirlo así. Las calles y las casas. Me enseñó un horno en que los asirios cocían el pan y me dijo que, en la actualidad, los árabes utilizaban unos hornos muy parecidos.

Cuando entramos en la casa encontramos a la señora Leidner que ya se había levantado. Tenía mucho mejor aspecto y no parecía tan delgada y agotada. Nos trajeron el té al cabo de un momento, y entretanto, el doctor Leidner le contó a su esposa lo que había ocurrido en las excavaciones durante la mañana. Luego volvió al trabajo y la señora Leidner preguntó si me gustaría ver algunos de los objetos que habían sido encontrados hasta entonces. Le dije que sí, y me llevó hasta el almacén.

Había en él gran variedad de cosas esparcidas, la mayoría de las cuales, según me pareció, eran cacharros rotos; y también otros que habían sido reconstruidos pegando sus diferentes fragmentos. Pensé que todos aquellos chismes hubieran estado mejor en el cubo de la basura.

—i Válgame Dios! —exclamé—. Es una lástima que estén tan rotos, ¿verdad? ¿Vale la pena guardarlos?

La señora Leidner sonrió y dijo:

Que no la oiga Eric. Los pucheros son lo que más le Interesa. Algunos de los que ve aquí son los objetos más antiguos que tenemos. Tal vez tienen siete mil años.

Y me explicó cómo algunos de ellos se podían encontrar excavando en las partes más profundas del montecillo, y cómo, millares de años antes, habían sido rotos y reparados con betún, lo cual venía a demostrar que aún entonces la gente tenía el mismo apego a sus cosas que en la actualidad.

—Y ahora —continuó— le voy a enseñar algo mucho más interesante.

Alcanzó una caja de una estantería y me mostró una daga de oro, en cuya empuñadura llevaba incrustadas unas gemas de color azul oscuro.


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09/29 19:21