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Capítulo VIII Alarma nocturna(3)
日期:2023-09-28 17:09  点击:389

El otro incidente no tuvo mucha más importancia. Estaba tratando de atraer a un perrito con un trozo de pan. Era muy tímido, como todos los perros árabes, y estaba convencido de que no podía esperar nada bueno de mí. Echó a correr y yo le seguí. Salí por el portalón y di la vuelta a la esquina de la casa. Iba tan apresurada que me abalancé sobre el padre Lavigny y otro hombre que allí estaban hablando, antes de que pudiera detenerme. Al momento me di cuenta de que aquel hombre era el mismo que la señora Leidner y yo habíamos visto días pasados, tratando de mirar por una ventana. Pedí perdón y el padre Lavigny sonrió. Se despidió de su interlocutor y volvió conmigo hacia la casa.

—Sepa usted —dijo— que estoy verdaderamente avergonzado. Estudio idiomas orientales y ninguno de los hombres que trabajan en las excavaciones puede entenderme. Es humillante, ¿no le parece? Estaba conversando ahora en árabe con ese hombre, que vive en la ciudad, para ver si me entendía mejor. Pero a pesar de ello no he tenido mucho éxito. Leidner dice que mi árabe es demasiado puro.

Aquello fue todo. Pero se me puso en la cabeza que era extraño que el mismo hombre estuviera rondando todavía la casa.

Por la noche pasamos un buen susto.

Debían ser, poco más o menos, las dos de la madrugada. Tengo un sueño bastante ligero, como muchas enfermeras. Estaba ya despierta y sentada en la cama, cuando se abrió la puerta de mi habitación.

—iEnfermera, enfermera!

Era la voz de la señora Leidner, baja y apremiante.

Rasqué un fósforo y encendí la vela.

Estaba de pie en la puerta y se cubría con una bata azul. Parecía petrificada por el terror.

—Hay alguien... alguien... en la habitación contigua a la mía. Le oí... arañar la pared.

Salté de la camay fui hacia ella.

—Está bien —dije—. Aquí me tiene. No se asuste.

—Llame a Eric —murmuró.

Hice un gesto de asentimiento; salí al patio y llamé a la puerta del doctor Leidner.

Al cabo de un momento se había unido a nosotras. La señora Leidner se sentó en la cama. Respiraba con dificultad.

—Le oí... —dijo—. Le oí... arañar la pared.

—¿Hay alguien en el almacén? —exclamó el doctor.

Salió precipitadamente. Me chocó la forma tan diferente en que habían reaccionado los dos esposos. El miedo de ella era enteramente personal, mientras que el pensamiento de Leidner se había interesado en el acto por sus preciosos tesoros.

—iEl almacén! —suspiró la señora Leidner—. Desde luego. iQué estúpida he sido!

Se levantó y después de ajustarse la bata me rogó que la acompañara. Toda traza de pánico había desaparecido de ella.

Cuando llegamos al almacén encontramos al doctor Leidner y al padre Lavigny.

Este último también había oído un ruido; se levantó para investigar y le parecía haber visto una luz en el propio almacén. Se entretuvo mientras se ponía las zapatillas y cogía una linterna, y cuando llegó no vio a nadie.

No obstante, la puerta estaba cerrada, tal como se dejaba por las noches. El doctor Leidner había llegado mientras el padre Lavigny se cercioraba de que no faltaba nada.

No nos enteramos de mucho más. El portalón estaba cerrado. Los soldados de la guardia juraron que nadie pudo haber entrado desde el exterior; pero como habrían estado durmiendo, no era aquello una prueba decisiva. No se observaron señales de que un intruso hubiera penetrado en la casa, y nada faltaba en el almacén.

Era posible que lo que alarmara a la señora Leidner fuera el ruido que hizo el padre Lavigny al mover las cajas de los estantes para comprobar que todo estaba en orden.

Por otra parte, el propio padre Lavigny estabaseguro de que había oído pasos ante su puerta y que vio el reflejo de una luz, posiblemente de una antorcha, en el almacén...

Nadie más había visto ni oído nada.

El incidente reviste cierto valor para esta narración porque fue la causa de que, al día siguiente, la señora Leidner se confiara a mí.


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09/29 21:19