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Capítulo XVIII Una taza de té en casa del doctor Reilly(1)
日期:2023-10-07 17:06  点击:234

Capítulo XVIII

Una taza de té en casa del doctor Reilly

Antes de marcharse, Poirot dio una vuelta alrededor de la casa y sus dependencias. Hizo también unas cuantas preguntas a los criados; es decir, el doctor Reilly tradujo las preguntas y las respuestas del inglés al árabe y viceversa.

Las preguntas se referían principalmente al aspecto del desconocido que la señora Leidner y yo habíamos visto tratando de mirar por la ventana, y con quien había hablado el padre Lavigny al día siguiente.

—¿Cree usted, en realidad, que ese individuo tiene algo que ver con este asunto? —preguntó el doctor Reilly cuando íbamos dando tumbos en su coche, hasta Hassanieh.

—Me gusta reunir toda la información posible —fue la respuesta de Poirot.

Y en efecto, aquello describía muy bien su método. Me di cuenta más tarde de que no había nada, por pequeño que fuera, que no le interesara. Los hombres, por lo general, no son tan dados al chismorreo.

He de confesar que vino muy bien la taza de té, que tomé cuando llegamos a casa del doctor Reilly. Me fijé en la suya.

Mientras revolvía el té con la cucharilla, dijo:

—Ahora podremos hablar, ¿verdad? Podremos determinar quién es el que probablemente cometió el crimen.

—¿Lavigny, Mercado, Emmott o Reiter? —preguntó el médico.

—No, no... esa es la teoría número tres. Quiero concentrarme ahora en la número dos; dejando a un lado todo lo referente a un misterioso marido o a un cuñado que vuelve del pasado. Hablemos ahora sencillamente sobre cuál de los componentes de la expedición tuvo ocasión y medios de asesinar a la señora Leidner y quién posiblemente lo hizo.

—Creí que no le había dado mucha importancia a esa teoría.

—Nada de eso. Pero tengo cierta delicadeza natural —dijo Poirot, con acento de reproche—. ¿Podría discutir en presencia del doctor Leidner los motivos que pudiera tener uno de los de la expedición para asesinar a su esposa? Eso hubiera sido tener muy poca delicadeza. Tuve que mantener la ficción de que su esposa era adorable, y de que todos estaban prendados de ella. Pero, como es natural, no ocurriría nada de eso. Ahora podemos ser crueles e impersonales, y decir lo que pensemos. No hemos de tener en cuenta para nada los sentimientos de los demás. Y para ayudarnos a ello ha venido la enfermera Leatheran. Estoy seguro de que es una buena observadora.

i Oh! No lo estoy yo tanto —dije.

El doctor Reilly me ofreció un plato de apetitosas tortitas calientes.

—Para que recupere fuerzas —dijo.

Las tortitas estaban muy ricas.

—Vamos a ver —empezó Poirot con tono amistoso y de confianza— Cuénteme usted, ma soeur, qué es lo que exactamente sentía cada uno de los miembros de la expedición hacia la señora Leidner.

—Sólo estuve allí una semana, monsieur Poirot

—Lo suficiente para alguien que tenga una inteligencia como la suya. Una enfermera pronto se hace cargo de todo. Se forma sus opiniones y se atiene a ellas. Vamos, empecemos. El padre Lavigny, por ejemplo.

—Pues... en realidad, no sé qué decir. Al parecer, él y la señora Leidner eran muy aficionados a conversar. Pero hablaban casi siempre en francés y yo no lo entiendo bien del todo, aunque lo estudié en el colegio. Creo que, la mayor parte de las veces, hablaban de libros.

—Puede decirse, entonces, que ambos se llevaban bien.

—Pues sí. Puede considerarlo así. Mas, a pesar de ello, creo que el padre Lavigny no la entendía del todo... y, bueno... casi estaba incomodado con ella. Supongo que me entenderá.

Le conté la conversación que había sostenido con él en las excavaciones el primer día, cuando calificó a la señora Leidner de "mujer peligrosa"

—Eso es muy interesante —dijo monsieur Poirot—. ¿Y ella...? ¿Qué pensaba de él?

—Eso es también muy dificil de decir. No era sencillo saber lo que pensaba la señora Leidner de los demás. Me imagino que ella tampoco comprendía al padre Lavigny. Recuerdo que una vez le dijo a su marido que no se parecía a ninguno de los religiosos que había conocido hasta entonces. —Traigan una cuerda de cáñamo para el padre Lavigny —comentó chistosamente el doctor Reilly.

—Mi querido amigo —observó Poirot—. ¿No tendrá, quizá, ningún enfermo que visitar? Por nada del mundo quisiera estorbarle en sus deberes profesionales.

—Tengo el hospital lleno —replicó el médico.

Se levantó, soltó algunas indirectas, y salió riendo de la habitación.

 
 

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