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Capítulo XXV ¿Suicidio o asesinato?(1)
日期:2023-10-13 08:34  点击:306

Capítulo XXV

¿Suicidio o asesinato?

No tuve tiempo de preguntar a Poirot qué era lo que quería decir, pues el capitán Maitland nos llamó, rogándonos que bajáramos.

Descendimos a saltos la escalera.

—Oiga, Poirot —barbotó—, hay otra complicación. El fraile no aparece.

—¿El padre Lavigny?

—Sí. Nadie se ha dado cuenta hasta ahora. Alguien ha notado que era el único de la expedición que faltaba y ha ido a buscarlo a su habitación. La cama estaba sin deshacer y no había rastro de él.

Todo aquello parecía cosa de pesadilla. Primero la muerte de la señorita Johnson y luego la desaparición del padre Lavigny.

Llamaron a los criados y se les Interrogó, pero no pudieron aclarar nada. Al parecer, se le había visto por última vez alrededor de las ocho de la noche anterior. Entonces dijo que iba a dar un paseo antes de acostarse. Nadie le vio regresar de aquel paseo. El portalón, como de costumbre, se había cerrado a las nueve. No obstante, no había quien recordara haber descorrido los cerrojos por la mañana. Cada uno de los criados creía que era el otro el que los había descorrido.

¿Volvió el padre Lavigny la noche anterior? ¿Había descubierto, en el curso de su primer paseo, algo sospechoso, y al ir a investigar más tarde había acabado por ser la tercera víctima?

El capitán dio la vuelta al oír acercarse al doctor Reilly, quien llevaba tras de sí al señor Mercado.

—Hola, Reilly. ¿Averiguó algo?

—Sí. El ácido procedía del laboratorio. Acabo de comprobar las existencias con Mercado.

—El laboratorio... ¿verdad? ¿Estaba cerrado?

El señor Mercado sacudió la cabeza. Le temblaban las manos y su cara se contraía en espasmos. Tenía el aspecto de un hombre deshecho fisica y moralmente.

—No solíamos cerrarlo —tartamudeó——, pues... precisamente ahora... lo utilizábamos constantemente. Yo... nadie pensó...

—¿Lo cierran todo por las noches?

—Sí... se cierran las habitaciones. Las llaves quedan colgadas en la sala.

—Por lo tanto, si alguien posee la llave de la sala de estar, puede coger todas las demás.

—Sí.

—Supongo que será una llave corriente.

—Sí.

—¿No hay nada que indique si fue ella misma la que cogió el veneno del laboratorio? —preguntó el capitán Maitland.

—Ella no fue —dije en voz alta, con tono firme.

Sentí que alguien me daba un golpecito en el brazo. Poirot estaba junto a mí. Entonces ocurrió algo espeluznante.

No espeluznante en sí; fue su incongruencia, en realidad, lo que le hizo parecer así. Entró en el patio un coche y un hombrecillo saltó de él. Llevaba un salacot y una gabardina corta y gruesa. Fue directo hacia el doctor Leidner, que estaba al lado del doctor Reilly, y le estrechó la mano calurosamente.

—Vous, voilá. mon cher —exclamó—. Encantado de verle. Pasé por aquí el sábado por la tarde, camino de Fugima, donde excavan los italianos. Pero cuando llegué al Tell no encontré ni un solo europeo y, por desgracia, no sé una palabra de árabe. No tuve tiempo de venir hasta la casa. Salí de Fugima esta mañana a las cinco. Estaré dos horas con usted y luego me uniré al convoy. Eh bien, ¿qué tal va la temporada?

Fue horrible.

Aquella voz alegre: aquellas maneras positivas y toda la agradable cordura de un mundo cotidiano, tan lejano ahora. Llegó alegremente, sin saber nada y sin darse cuenta de lo que en aquellos momentos pasaba; lleno de cordial afabilidad.

No fue extraño que el doctor Leidner diera un respingo y mirara, en muda súplica, al doctor Reilly.


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