—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Norman.
—No le gustará —le advirtió.
—¿De qué se trata? —insistió el muchacho, impaciente.
Delicadamente, para no ofender la sensibilidad de un inglés, Poirot se entretuvo con un mondadientes.
—Francamente, lo que necesito es un chantajista.
—¡Un chantajista! —exclamó Norman, mirando a Poirot como quien no da crédito a sus oídos.
Poirot asintió.
—Eso precisamente: un chantajista.
—¿Y para qué?
—Parbleu! Para chantajear a alguien.
—Sí, pero quiero decir ¿a quién? ¿Por qué?
—¿Por qué? Eso es cosa mía. En cuanto a quién... —hizo una pausa y luego prosiguió hablando como quien propone un negocio normal—: Le explicaré en pocas palabras cuál es mi plan. Escribirá usted una carta a la condesa de Horbury. Es decir, la escribiré yo, y usted la copiará. Debe hacer constar que es «personal». En la carta le pedirá una entrevista. Le recordará usted el viaje que hizo a Inglaterra en cierta ocasión. Se referirá también a ciertos negocios realizados con madame Giselle, negocios que han pasado a sus manos
—Y luego, ¿qué?
—Luego le concederá a usted una entrevista. Irá usted a verla y le dirá ciertas cosas. Ya le daré las debidas instrucciones. Le exigirá... déjeme pensar... diez mil libras.
—¡Está usted loco!
—En absoluto —rechazó Poirot—. Seré todo lo raro que usted quiera, pero no loco.
—Y, si lady Horbury avisa a la policía, me meterán en la cárcel.
—No llamará a la policía.
—Usted no lo sabe.
—Mon cher, hablando en plata, yo lo sé todo.
—No obstante, no me gusta.
—No hace falta que se quede usted con las diez mil libras, si es que eso lo que ha de pesar en su conciencia —señaló Poirot con un guiño.
—Sí, pero usted comprenderá, monsieur Poirot, que es una misión que puede arruinar mi vida.
—Ta... ta... ta... la dama no avisará a la policía, se lo aseguro yo.
—Puede decírselo a su marido.
—No se lo dirá.
—Esto no me gusta.