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Capítulo 6 - La indagatoria(5)
日期:2023-12-18 13:58  点击:292

—Me parece que no nos ayuda gran cosa —dijo el fiscal, suspirando—. No menciona en ella

los acontecimientos de la tarde.

—Para mí, está claro como la luz del día —dijo la señorita Howard brevemente—. Esta carta

demuestra que mi pobre amiga acababa de darse cuenta de cómo había hecho el ridículo.

—No hay nada por el estilo en la carta — señaló el fiscal.

—No, porque Emily nunca reconocería haber obrado mal. Pero yo la conocía. Quería que

volviera. Claro que no iba a reconocer que yo había tenido razón. Andaba con rodeos. Como la

mayoría de la gente. Yo no soy así.

El señor Wells sonrió débilmente, y lo mismo hicieron algunos miembros del jurado. La

señorita Howard debía ser una figura muy conocida.

—De todos modos, toda esta payasada es perder el tiempo —continuó la señora, mirando al

jurado de arriba abajo, con desprecio —. ¡Hablar, hablar, hablar! Cuando todos sabemos

perfectamente... El fiscal la interrumpió, angustiado:

— Gracias, señorita Howard; eso es todo. Me figuro que suspiraría aliviado al ver que la

señorita Howard obedecía.

Entonces llegó la sensación del día. El fiscal llamó a Albert Mace, el ayudante de la farmacia.

Era nuestro excitado joven de rostro pálido. Contestando a las preguntas del fiscal, explicó que

era farmacéutico graduado y que trabajaba en esa farmacia desde hacía poco tiempo, por haber

sido llamado a filas el ayudante anterior. Concluidos los preliminares, el fiscal no perdió tiempo.

—Señor Mace, ¿ha vendido usted últimamente estricnina a alguna persona desautorizada?

—Sí, señor.

—¿Cuándo fue eso?

—El lunes pasado, por la noche.

—¿El lunes? ¿No fue el martes?

—No, señor fue el lunes 16.

—¿Quiere hacer el favor de decirme a quién se la vendió?

Se hubiera podido oír el vuelo de una mosca.

—Sí, señor. Se la vendí al señor Inglethorp. Todas las miradas se volvieron simultáneamente

al lugar donde se sentaba Alfred Inglethorp inexpresivo e impasible.

—¿Está usted seguro de lo que dice? — preguntó el fiscal.

—Completamente seguro, señor.

—Tiene usted la costumbre de despachar estricnina así a la ligera? El desventurado joven

desfallecía a ojos vistas ante el ceño del fiscal.

—No, señor. ¡Claro que no! Pero tratándose del señor Inglethorp, de la Casa, creí que no había

peligro. Dijo que era para envenenar un perro.

Comprendí su actitud. Era muy humano tratar de ayudar a «la Casa», especialmente si de ahí

podía resultar que dejaran de ser clientes de Coots para serlo del establecimiento local.

—¿No es costumbre que todo el que compre un veneno firme en un libro?

—Sí, señor, y el señor Inglethorp firmó.

—¿Tiene usted aquí el libro?

—Sí, señor.

El libro fue mostrado, y con unas palabras de severa censura del fiscal despidió al desdichado

señor Mace.

Entonces, en medio del silencio más absoluto, fue llamado el señor Inglethorp. Me pregunté si

se daría cuenta de cómo iba apretándose la soga alrededor de su cuello. El fiscal fue derecho al

asunto.

—En la tarde del último lunes, ¿compró estricnina con el propósito de envenenar un perro?

Inglethorp replicó con perfecta calma:

—No, no lo hice. No hay ningún perro en Styles, con excepción de un perro pastor que tiene

excelente salud.

—¿Niega usted haber comprado estricnina a Albert Mace el pasado lunes?

—Lo niego.

—¿También niega usted eso?

El fiscal le entregó el registro en el que figuraba su firma.


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