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Capítulo 1(3)
日期:2024-04-12 09:44  点击:247

Después de todo le agradaría ver aquella isla del Negro que tanto gasto hizo en las crónicas periodísticas. Seguramente algo habría de verdad en el ruido que se produjo, según el cual el Almirantazgo, la Guerra o la Aviación se posesionaron de aquélla.

El joven Elmer Robson, el millonario americano, había construido efectivamente una magnífica morada que hubo de costarle unos miles de libras esterlinas. Un lujo difícil de imaginar.

¡Exeter! ¡Una hora de parada! ¡Exeter! ¡Una hora de parada! Impaciente, el general MacArthur hubiera querido continuar.

El doctor Armstrong conducía su auto a través de la llanura de Salisbury. Sentíase fatigado… La gloria se paga. Un tiempo hubo en que tranquilamente sentado en un gabinete de consulta de Harley Street, correctamente vestido, rodeado de los más modernos aparatos y los muebles más lujosos, esperaba… esperaba a lo largo de las horas el éxito o el fracaso de un esfuerzo.

¡Pero ya había triunfado! ¡La suerte le había sonreído! La suerte, secundada por su saber, vale decirlo. Conocía admirablemente su oficio… pero esto no era siempre suficiente para triunfar. Era preciso también el factor suerte. ¡Y ésa llegó! Un diagnóstico exacto y la gratitud de los clientes, dos ricas damas de la mejor sociedad… crearon su reputación.

—Debéis ir a consultar al doctor Armstrong, un joven médico, pero sumamente inteligente y hábil. Pam ha sido visitada por toda clase de médicos durante dos años y sólo él vio inmediatamente la causa de su mal.

Y así había empezado la bola de nieve.

Actualmente el doctor Armstrong era el médico de moda. No tenía un minuto para él. Todos sus días estaban empleados. Así en esta deliciosa mañana de agosto se divertía dejando Londres para ir a pasar algunos días en una isla situada a lo largo de la ribera del Devon. No le fue preciso un permiso.

La carta que recibió estaba redactada en términos excesivamente vagos, pero nada de vago tenia el cheque que la acompañaba. ¡Unos honorarios fabulosos! Decididamente esos Owen rodaban sobre oro. El marido, al parecer, se atormentaba a causa de la salud de su esposa y quería saber a qué atenerse respecto a la naturaleza de la enfermedad sin que la señora Owen concibiese ninguna alarma.

Ella rehusabaser visitada por un médico… Sus nervios…

¡Los nervios! El médico levantó las cejas. ¡Las mujeres y sus nervios! Al fin y al cabo, desde el punto de vista comercial él cometería una tontería si las compadeciese. La mitad de las mujeres que iban a consultarle no sufrían otra enfermedad que el aburrimiento… ¡Pero iba a decírselo! Se puede siempre achacar a cualquier otra cosa.

Un estado ligeramente anormal, debido a (aquí una larga palabra científica), nada de importancia, pero es preciso remediarlo. Un tratamiento de los más sencillos. En medicina lo corriente es la fe la que salva. Y el doctor Armstrong conocía el mejor sistema: inspiraba confianza y esperanza.

Tras un toque estridente de claxon, un enorme «Super Sports Daimler» le pasó a una velocidad de ciento treinta por hora. Le faltó poco al doctor Armstrong para no ser lanzado a la cuneta… uno de esos jóvenes imbéciles que devoran el camino. El médico no podía sufrirlos… Cretinos, idiotas…

Tony Marston, pasando como una tromba por el pueblecito de Mere, pensaba: «¡Es espantoso el número de bañistas que se arrastran por los caminos y os impiden desfilar! ¡Es el colmo que circulen por el centro de la calzada! ¡Así se hace imposible conducir un auto en Inglaterra! ¡Habladme de Francia, donde realmente se puede correr a gran velocidad!»

¿Sería preciso detenerse allí para tomar un refresco o proseguiría su camino? Tenía aún mucho tiempo y sólo le faltaba por recorrer un centenar de kilómetros. Pediría una ginebra y una gaseosa…

¡Qué calor más sofocante! Iría a divertirse en aquella isla, si persistía el buen tiempo. Pero ¿quiénes serían esos Owen?, se preguntaba Tony Marston. ¡Probablemente unos infectos nuevos ricos!

¡Con tal que tuvieran una buena bodega! Nada es seguro en las casas de los ricos improvisados.

Lástima que estos rumores concernientes a la compra de la isla por Gabrielle Turl no tuviesen fundamento. Era preferible juntarse a los adoradores de la hermosa artista. Quizá también se encontrarían algunas lindas muchachas entre los invitados de los Owen. Salió del mesón, estiró las piernas, los brazos, bostezó, contempló el cielo azul y subió de nuevo en su «Daimler».

Varias muchachas le observaban. Su alta estatura (un metro ochenta), sus cabellos rizados, su bronceada faz y sus ojos azules intenso, suscitaban la admiración.

Se apoyó sobre la palanca, rugió el motor y el auto trepó de un brinco la estrecha calleja. Las viejas mujeres y los chicos de la escuela se apartaban a su paso como medida de precaución y los pilluelos, subyugados, se desviaban del camino para seguir con los ojos al soberbio auto.

Anthony Marston continuaba su marcha triunfal.

Mister Blove viajaba en el tren ómnibus que venía de Plymouth. En su departamento tan sólo se encontraba otra persona, un señor viejo con trazas de marino y ojos legañosos. Entonces dormía.

Mister Blove escribía con cuidado en un pequeño cuaderno de notas.

—Esta vez mi lista está completa: Emily Brent, Vera Claythorne, doctor Armstrong, Anthony Marston, el viejo juez Wargrave, Philip Lombard y el general MacArthur, C.M.G. [2] , D.S.O. [3] . El criado y su mujer: mister y mistress Rogers.

Cerró su cuaderno de notas y lo guardó en su bolsillo. Echó una mirada hacia el rincón donde dormía su compañero de viaje.

—Contaba uno de más —dijo muy bajo.

Reflexionó un instante y terminó:

—El trabajo será de los más fáciles. No hay modo de equivocarse. Confío que mi aspecto no deja nada que desear.

Se levantó y examinóse meticulosamente en el espejo del departamento. La imagen reflejada presentaba un aspecto militar. Había cierta expresión en su cara de ojos grises y labios adornados con un corto bigote.

—¡Palabra! Se me tomaría por un comandante —observó mister Blove—. ¡Ah, no!, olvidaba al general. Aquel viejo desperdicio no tardaría en desenmascararme.

«África del Sur —siguió monologando mister Blove—. Este, éste es mi rayo. Ninguna de esas personas ha estado en África del Sur, y como yo acabo de leer estos prospectos del viaje, podré hablar del país con conocimiento de causa.

La isla del Negro. Recordaba haber estado allí durante su infancia, una especie de rocas nauseabundas, frecuentadas por las gaviotas, a mil quinientos metros de la costa. Esta isla debía su nombre a su parecido con una cabeza de hombre… con los labios negros.

¡Graciosa idea de edificar allí una morada! Es horrible vivir en un islote cuando sopla el temporal. ¡Pero los millonarios son tan caprichosos!

El viejo buen hombre del rincón se despertó diciendo:

—En el mar no se puede nunca prever nada…, ¡nunca!

A manera de consuelo replicó mister Blove:

—Exacto. No se sabe jamás qué os espera.

Sacudido por el hipo, el viejo continuó, con voz lastimera:

—Algo se espera.

—No, no, amigo. Hace un tiempo espléndido —respondió mister Blove.

El viejo se enfadó.

—Le digo que la tormenta está en el aire. La percibo.

—Quizá tenga razón —le dijo mister Blove pacíficamente.

El tren se detuvo en una estación y el viejo se levantó penosamente.

—Yo bajo aquí.

Sacudió la portezuela para abrirla. Mister Blove acudió en su ayuda.

Antes de bajar al andén, el viejo levantó una mano con gesto solemne y guiñó los ojos.

—¡Velad y orad! —conjuró—. ¡Velad y orad! ¡El día del Juicio se aproxima!

Ganando, por fin, el andén, se enderezó, levantó los ojos hacia mister Blove y le dijo con acento digno y severo:

—Es a usted a quien me dirijo, joven. El día del Juicio está muy cercano.

Arrinconado en la esquina de su departamento, mister Blove pensó en lo mismo:

—Es cierto; él está más cerca que yo del día del Juicio.

Pero mister Blove se equivocó.


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09/29 15:26