西班牙语学习网
Capítulo 9(2)
日期:2024-04-12 11:11  点击:263

—Es una lástima que Fred Narracott no haya venido esta mañana. ¡Qué mala suerte!

—Sí, una verdadera mala suerte —terminó Lombard.

Miss Brent entró en el comedor. Se le había escapado el ovillo de lana y lo iba recogiendo

cuidadosamente. Sentándose a la mesa, indicó:

—El tiempo cambia, se ha levantado el viento y las olas están embravecidas.

A su vez el juez Wargrave hizo su entrada con paso lento y mesurado. Bajo sus espesas cejas sus

ojos lanzaban centelleantes miradas a los demás invitados. Tras una pausa, les dijo:

—Vuestra mañana ha sido completa.

En su voz se notaba la ironía.

Vera Claythorne hizo su aparición de golpe, parecía sofocada.

—Supongo que no me esperaban —se apresuró a decir a manera de excusa—. ¿Llego retrasada?

—No es usted la última, pues el general no ha venido todavía —respondió miss Brent.

Rogers, dirigiéndose a ésta, preguntó:

—Señorita, ¿hay que servir en seguida o quieren esperar?

—El general MacArthur está sentado en una roca contemplando el mar —respondió Vera—.

Desde ese sitio dudo mucho de que haya oído el batintín. En todo caso… no está hoy muy normal.

—Corro a anunciarle que la comida está servida —se apresuró a decir Rogers.

El doctor se levantó precipitadamente.

—Voy yo; ustedes pueden empezar.

Salió de la habitación y detrás de él se oyó la voz de Rogers.

—Señorita, ¿quiere usted lengua o jamón?

Los cinco invitados, sentados alrededor de la mesa, no sabían qué decirse.

Fuera, las ráfagas de viento se sucedían. Vera, temblorosa, suspiró.

—La tempestad se acerca.

Blove añadió, para mantener la conversación:

—En el tren de Playmouth me encontré con un viejo que no cesaba de decirme que iba a estallar

una fuerte tempestad. Es extraordinario cómo esos viejos lobos de mar predicen el tiempo.

Rogers fue quitando los platos de la mesa. Bruscamente, con la vajilla en las manos, se detuvo y

dijo con voz angustiada:

—Oigo correr a alguien.

Efectivamente, todos oyeron un ruido precipitado de pasos en la terraza. En este mismo

momento todos adivinaron instintivamente lo que pasaba y sus miradas convergieron hacia la puerta.

El doctor Armstrong apareció sin aliento.

—El general MacArthur… —balbució.

—¿Muerto?

La pregunta escapó de los labios de Vera.

—Sí, ha muerto —/confirm/ió.

Hubo un silencio… un largo silencio. Las siete personas reunidas en la habitación se miraban,

incapaces de pronunciar una sola palabra.

La tempestad estalló cuando transportaban el cuerpo del viejo general al interior de la casa.

Los invitados esperaron en el vestíbulo.

En aquel momento la lluvia caía a raudales y el viento soplaba con fuerza. Mientras Blove y

Armstrong subían las escaleras con el cuerpo del general, Vera penetró en el desierto comedor.

Estaba tal como lo habían dejado; los entremeses permanecían intactos sobre la mesa. Vera se

dirigió hacia ella y en este momento Rogers entró despacito.

Sobresaltándose al ver a la joven y, mirándola fijamente balbució:

—Miss… venía a ver…

—Usted tiene razón, Rogers. Véalo usted mismo: No quedan más que siete.

El cadáver yacía sobre la cama. Después de un breve examen, el doctor abandonó el dormitorio

y bajó a reunirse con los demás. Los encontró reunidos en el salón.

Miss Brent se entretenía con su labor. Vera, de pie cerca de la ventana, miraba la lluvia caer a

raudales. Blove estabasentado. Lombard se paseaba nervioso por la habitación.

En el fondo de la estancia estaba con los ojos cerrados, instalado en un butacón, el juez

Wargrave.

A la entrada del doctor pareció despertar y preguntó:

—¿Y qué, doctor?

Muy pálido, Armstrong respondió:

—No se trata de una crisis cardíaca ni de nada por el estilo. MacArthur fue golpeado con un

martillo o algo parecido en la cabeza.

Hubo un ligero murmullo, pero la voz del juez Wargrave lo extinguió:

—¿Ha encontrado el instrumento del crimen?

—No.

—Pero usted parece estar muy seguro de lo que dice.

—Segurísimo.

—Ahora sabemos exactamente dónde estamos —declaró, calmado, el juez.

No había lugar a duda: el juez tomaba el mando de la situación. Durante la mañana permaneció

inmóvil en el butacón de mimbre, evitando desplegar toda actividad. Pero ahora asumía la dirección

del asunto con toda la autoridad que le confería la práctica de sus largos años de magistrado.

Esclareciéndose la voz, tomó la palabra:

—Esta mañana, sentado en la terraza, les observé a ustedes. Sus intenciones no me dejaron duda

alguna. Han registrado la isla en busca y captura de un asesino desconocido.

—Es cierto —respondió Lombard.

El juez continuó:

—Ustedes están de acuerdo conmigo referente a la muerte de Marston y de la señora Rogers; no

fueron accidentales y tampoco pueden considerarse como suicidios. ¿Se han formado ustedes alguna

idea sobre las intenciones que tuvo mister Owen al traernos aquí?

—Es un loco, un desequilibrado —estalló Blove con rabia.

—Es evidente, pero eso no cambia en nada la consecuencia de sus actos, nuestros esfuerzos

deben dirigirse hacia el mismo final. Salvar nuestras vidas.

—Le aseguro que no hay nadie en la isla —aseguró Armstrong—. ¡Nadie!

El juez, acariciándose la barbilla, dijo suavemente:

—Nadie en el sentido que usted lo entiende. Yo mismo, esta mañana, saqué la misma conclusión

y hubiera podido anticiparle lo inútil de su busca. Sin embargo, estoy convencido que mister Owen,

por darle el nombre que él ha escogido, se encuentra en la isla, lo juraría por mi vida. Este hombre ha

decidido castigar a ciertos individuos por faltas cometidas que escapan a la ley. No dispone de otros

medios para su plan que el juntarse con sus invitados. Creo que mister Owen es uno de nosotros.

—¡Oh, no! ¡No!

Vera pronunció estas palabras con voz débil, como si gimiese. El juez se volvió hacia ella con

mirada penetrante.


分享到:

顶部
09/29 13:30