En mis recientes crisis, muy dolorosas, el médico me recetó una ligera dosis de cloral para
dormir.
Había suprimido este soporífero y lo guardaba hasta que tuve una cantidad suficiente para poder
matar a una persona.
Cuando Rogers trajo el coñac para su mujer, lo dejó sobre la mesa.
En esos momentos, las sospechas no habían nacido en nuestro grupo y me fue fácil echarlo en el
vaso cuando pasaba al lado de la mesa.
El general MacArthur murió sin sufrimientos. Escogí el momento oportuno para irme de la
terraza y deslizarme sin ruido detrás de él.
Como estaba ensimismado en sus pensamientos no me oyó llegar.
Tal como lo había previsto, registraron la isla de arriba abajo. Todos convinieron en que no
éramos más que siete en la isla, lo que provocó entre ellos un ambiente de sospechas.
Según el plan trazado debía procurarme un cómplice cuando las sospechas hubiesen aparecido.
Escogí al doctor Armstrong para desempeñar este papel. Todas sus sospechas se dirigían sobre
Lombard y yo pretendí compartir su punto de vista. Le expuse una estratagema con el fin de coger al
criminal en la trampa. Armstrong no vio con claridad mi juego.
El diez de agosto por la mañana mataba a Rogers cuándo cortaba leña para encender el fuego,
golpeándole por detrás. Rebusqué en sus bolsillos y encontré la llave del comedor, que había cerrado
por la noche.
Aprovechando la emoción suscitada por el encuentro del cadáver me deslicé en el cuarto de
Lombard y le sustraje el revólver. Sabía que tenía uno, pues según mis instrucciones a Morris, éste
debía sugerirle que llevase un arma.
Cuando el desayuno, al llenar la taza de miss Brent, eché en ella lo que quedaba del cloral. Nos
fuimos del comedor todos menos la solterona. Más tarde entré de puntillas en el comedor. Emily
Brent parecía inconsciente y me fue muy fácil ponerle una inyección de cianuro. El soltar la abeja me
pareció pueril, pero me divirtió. Me esforzaba lo más posible por seguir las estrofas de la canción de
cuna.
Después de la muerte de miss Brent, sugerí que debíamos registrarnos y así se hizo
minuciosamente. Yo había ocultado en un lugar seguro el revólver y no tenía ya ni cianuro ni cloral.
Propuse en seguida al doctor poner en práctica nuestro proyecto. Se trataba solamente de
simular mi muerte. A los ojos de los demás —le dije al doctor— debía pasar por la próxima víctima,
lo cual haría que el asesino se alarmase y a mi me permitiría ir y venir tranquilamente para espiar al
criminal desconocido.
Esta idea entusiasmó al tonto de Armstrong y fue todo preparado. Un emplaste de barro
colocado en la frente, la cortina escarlata del cuarto de baño y los ovillos de lana de miss Brent eran
los accesorios para la decoración. Nos iluminaríamos con velas y el doctor no dejaría acercarse a
nadie.
Todo ocurrió como esperaba. Miss Claythorne dio unos gritos de pánico al contacto con la
cuerda de algas. Todos se lanzaron a la escalera y yo me aproveché para tomar la actitud de un juez
asesinado.
El efecto producido sobrepasó todas mis esperanzas. Armstrong desempeñó soberbiamente su
papel. Me llevaron a mi cuarto y me dejaron en la cama, no cuidándose ya más de mi persona. Cada
uno tuvo miedo indecible de sus compañeros.
Había dado cita al doctor fuera de la casa a las dos de la madrugada. Le llevé a lo alto de los
acantilados que hay tras la casa, al abrigo de miradas indiscretas — pues las ventanas de las
habitaciones daban sobre la fachada—, y desde donde veríamos si venía alguien por nuestro lado.
De repente lancé una exclamación e invité al doctor a que se acercase al borde para darse cuenta
de si había una cueva más abajo. Sin desconfiar, se inclinó y no tuve más que empujarle para
precipitarle al mar.
Volví a la casa y sin duda mis pisadas las oyó Blove. Entré en el cuarto de Armstrong para
volver a salir y producir esta vez ruido suficiente para que me oyesen.
Una puerta se abrió y bajé la escalera. Debieron verme cuando salía. Un minuto o dos pasaron
antes de que los dos hombres se lanzaran a mi captura. Di la vuelta a la casa y entré por la ventana
del comedor, que había dejado abierta. Después de cerrarla rompí el cristal y subí a echarme en mi
cama «para hacer el muerto».
Era fácil prever que de nuevo registrarían la casa para ver si se escondía el doctor, pero sin
examinar detenidamente los cadáveres. Lo necesario para asegurarse que Armstrong no les jugaba
una mala pasada al sustituirse por una de las víctimas.
Olvidaba decir que el revólver lo puse en la mesilla de noche de Lombard. Lo tuve escondido en
el armario de la cocina que contenía muchas conservas, dentro de un bote de bizcochos de los que
estaban debajo, pues pensaba que no iban a abrirlos todos.
La cortina, muy bien doblada, la puse debajo del tapiz persa que recubría el asiento de una de las
sillas del salón y la lana en el cojín de la butaca después de haberle hecho una abertura.
Llegó entonces el momento que esperaba con más ansiedad; quedaban sólo tres personas en la
isla, horrorizadas las unas de las otras y podía ocurrir lo peor… y una tenía revólver.
Los espiaba desde las ventanas de la casa y cuando vi a Blove acercarse solo, cogí el bloque de
mármol dispuesto al borde de la ventana. Así acabé con Blove.
Vi cómo Vera Claythorne descargaba el revólver sobre Lombard. Estabaseguro que esa joven
audaz era de la talla de Lombard para enfrentarse con él.
Inmediatamente dispuse la decoración en el cuarto de Vera y esperaba ansiosamente el resultado
de esta experiencia psicológica. La tensión nerviosa producida por el homicidio que acababa de
realizar, la fuerza hipnótica del ambiente y los remordimientos de su falta, ¿serian suficientes?
No me engañé. Se ahorcó delante de mis ojos, pues estaba escondido en la oscuridad del armario
y seguí todos sus movimientos.
Y ahora llega el último acto del drama. Salí del escondite y quité la silla, poniéndola contra la
pared.
Cogí el revólver que la joven había dejado caer en la escalera, teniendo cuidado de no borrar sus
huellas digitales.
Ha terminado mi misión, voy a introducir estas páginas en una botella y confiarla al mar. ¿Por
qué?
Ambicionaba cometer un crimen misterioso que dejase al autor en el anonimato.
Pero todos los artistas tienen sed de gloria. También yo siento esa necesidad de dar a conocer a
mis semejantes mi astucia y mi ingenio haciendo esta confesión.
Conservo la esperanza de que el misterio de la isla del Negro continúe insoluble. Puede ser que
la policía demuestre más inteligencia de la que creo. No tendría nada de extraordinario que sacasen la
consecuencia que uno de los diez cadáveres no ha sido asesinado. Además, la señal que dejará en mi
frente la bala del revólver, ¿no es el signo de Caín?
Me queda poco que decir. Después de haber lanzado la botella al mar subiré a mi cuarto
echándome en la cama. A mis lentes está atado un cordón negro. Con todo mi peso me apoyaré en
mis lentes que estarán debajo de mí… y pondré el revólver al otro lado del cordón enrollado en el
puño de la puerta.
Pasará lo siguiente: Mi mano, protegida por el pañuelo, habiendo apretado el gatillo, caerá sobre
mi cuerpo. El revólver lanzado por el cordón elástico saltará hasta el pasillo y el pañuelo en el suelo
no despertará sospechas.
Me verán tumbado en la cama con una bala en la cabeza, lo mismo que dicen las notas de mis
compañeros. Cuando descubran nuestros cadáveres será imposible determinar la hora de nuestra
muerte.
Cuando se calme la marejada, vendrán en nuestro socorro. Encontrarán sobre la isla del Negro
diez cadáveres y un problema indescifrable.
LAURENCE WARGRAVE