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9. La luz en el páramo
日期:2024-12-11 10:30  点击:272
9. La luz en el páramo
[Segundo informe del doctor Watson]
«Mansión de los Baskerville, 15 de octubre
Mi querido Holmes:
Aunque durante los primeros días de mi misión no prodigara demasiado las noticias, ahora
reconocerá usted que estoy recuperando el tiempo perdido y que los acontecimientos se suceden
sin interrupción. En mi último informe di el do de pecho con el hallazgo de Barrymore en la
ventana y ahora tengo ya una excelente segunda parte que, si no estoy muy equivocado, le
sorprenderá bastante. Los acontecimientos han tomado un sesgo que yo no podía prever. En
ciertos aspectos las cosas se han aclarado mucho durante las últimas cuarenta y ocho horas y en
otros se han complicado todavía más. Pero voy a contárselo todo, y así podrá juzgar por sí mismo.
A la mañana siguiente, antes de bajar a desayunar, examiné la habitación que Barrymore había
visitado la noche anterior. La ventana orientada al oeste por la que miraba con tanto interés, tiene,
según he podido advertir, una peculiaridad que la distingue de todas las demás ventanas de la casa:
es la que permite ver el páramo desde más cerca, gracias a una abertura entre los árboles, mientras
que desde todas las otras se vislumbra con dificultad. De ahí se sigue que Barrymore, dado que
sólo esa ventana se ajusta a sus necesidades, buscaba algo o a alguien que se encontraba en el
páramo. La noche era muy oscura, por lo que es difícil comprender cómo esperaba ver a nadie. A
mí se me ocurrió la posibilidad de que se tratara de alguna intriga amorosa. Ello explicaría el sigilo
de sus movimientos y también el desasosiego de su esposa. Barrymore es un individuo con mucho
atractivo, perfectamente capacitado para robarle el corazón a una campesina, de manera que esta
teoría parecía tener algunos elementos a su favor. La apertura de la puerta que yo había oído
después de regresar a mi dormitorio podía querer decir que Barrymore abandonaba la casa para
dirigirse a una cita clandestina. Así razonaba yo conmigo mismo por la mañana y le cuento la
dirección que tomaron mis sospechas, pese a que nuestras posteriores averiguaciones han
demostrado que carecían por completo de fundamento.
Pero, fuera cual fuese la verdadera explicación de los movimientos de Barrymore, consideré
superior a mis fuerzas la responsabilidad de guardar el secreto sobre sus actividades hasta que
pudiera explicarlas de manera satisfactoria, por lo que después del desayuno me entrevisté con el
baronet en su estudio y le conté todo lo que había visto. Sir Henry se sorprendió menos de lo que
yo esperaba.
—Sabía que Barrymore andaba de noche por la casa y había pensado hablar con él sobre ello
—me dijo—. He oído dos o tres veces sus pasos en el corredor, yendo y viniendo, más o menos a
la hora que usted menciona.
—En ese caso quizá visite precisamente esa ventana todas las noches —sugerí.
—Tal vez lo haga. Si es así, estaremos en condiciones de seguirlo y de ver qué es lo que se trae
entre manos. Me pregunto qué haría su amigo Holmes si estuviera aquí.
—Creo que haría exactamente lo que acaba usted de sugerir —le respondí—. Seguiría a
Barrymore y vería qué es lo que hace.
—Entonces lo haremos juntos.
—Pero sin duda nos oirá.
— Es bastante sordo y de todos modos hemos de correr el riesgo. Aguardaremos en mi
habitación a que pase—. Sir Henry se frotó las manos encantado, y era evidente que acogía aquella
aventura como un agradable descanso de la vida excesivamente tranquila que llevaba en el
páramo.
El baronet ha estado en contacto con el arquitecto que preparó los planos para Sir Charles y
también con el contratista londinense que se encargó de las obras, de manera que quizá muy
pronto empiecen a producirse aquí grandes cambios. También han venido de Plymouth
decoradores y ebanistas: sin duda nuestro amigo tiene grandes ideas y no quiere escatimar
esfuerzos ni gastos para restaurar el antiguo esplendor de su familia. Con la casa arreglada y
amueblada de nuevo, sólo necesitará una esposa para que todo esté en orden. Le diré, entre
nosotros, que hay signos muy evidentes de que eso no tardará en producirse si la dama consiente,
porque raras veces he visto a un hombre más prendado de una mujer de lo que lo está Sir Henry de
nuestra hermosa vecina, la señorita Stapleton. Sin embargo, el progreso del amor verdadero no
siempre se produce con toda la suavidad que cabría esperar dadas las circunstancias. Hoy, por
ejemplo, la buena marcha del idilio se ha visto perturbada por un obstáculo inesperado que ha
causado considerable perplejidad y enojo a nuestro amigo.
Después de la conversación acerca de Barrymore que ya he citado, Sir Henry se caló el
sombrero y se dispuso a salir. Como la cosa más natural, yo hice lo mismo.
—Cómo, ¿viene usted conmigo, Watson? —me preguntó, mirándome de una forma muy
peculiar.
—Eso depende de que se dirija usted al páramo —le respondí.
—Sí, eso es lo que voy a hacer.
—Bien; sabe usted cuáles son mis instrucciones. Siento entrometerme, pero sin duda recuerda
usted lo mucho que Holmes insistió en que no lo dejase solo y sobre todo en que no se internara
por el páramo sin compañía.
Sir Henry me puso la mano en el hombro acompañando el gesto de una cordial sonrisa.
—Mi querido amigo —dijo—; pese a toda su sabiduría, Holmes no previó algunas de las cosas
que han sucedido desde que llegué al páramo. ¿Me entiende? Estoy seguro de que no desea usted
convertirse en aguafiestas. He de salir solo.
Sus palabras me colocaron en una situación muy incómoda. No sabía qué hacer ni qué decir, y
antes de que tomara una decisión Sir Henry cogió el bastón y se marchó.
Pero cuando empecé a reflexionar sobre el asunto, mi conciencia me reprochó amargamente
que lo perdiera de vista, cualquiera que fuese el pretexto. Imaginé cómo me sentiría si tuviera que
presentarme ante usted y confesarle que había sucedido una desgracia por no seguir sus
instrucciones al pie de la letra. Le aseguro que se me encendieron las mejillas ante semejante idea.
Quizá no fuera aún demasiado tarde para alcanzarlo, de manera que me puse al instante en camino
hacia la casa Merripit.
Me apresuré todo lo que pude carretera adelante sin encontrar rastro alguno de Sir Henry hasta
llegar al punto en que nace el sendero del páramo. Una vez allí, temiendo que quizá, después de
todo, había seguido una dirección equivocada, trepé por una colina -utilizada en otro tiempo como
cantera de granito negro-, desde donde se divisa un panorama bastante amplio. Una vez en la cima
vi de inmediato a Sir Henry. Se hallaba en el sendero del páramo, a unos cuatrocientos o
quinientos metros de distancia, y le acompañaba una dama que sólo podía ser la señorita
Stapleton. Estaba claro que existía un entendimiento entre ellos y que se habían dado cita.
Caminaban despacio, absortos en la conversación que mantenían, y vi que ella hacía rápidos
movimientos con las manos como si pusiera mucha vehemencia en sus palabras mientras él
escuchaba con atención, y una o dos veces movía la cabeza en un gesto enérgico de desacuerdo.
Permanecí entre las rocas contemplándolos, sin saber en absoluto lo que debía hacer a
continuación. Acercarme e interrumpir una conversación tan íntima parecía inconcebible; mi
deber, sin embargo, era muy claro: no perder de vista a Sir Henry. Actuar como espía tratándose
de un amigo era una tarea odiosa. No fui capaz de encontrar mejor línea de acción que seguir
observándolos desde la colina y luego descargarme la conciencia confesando a Sir Henry lo que
había hecho. Es cierto que si le hubiera amenazado algún peligro repentino, habría estado
demasiado lejos para serle de utilidad, pero sin duda convendrá usted conmigo en que mi situación
era muy difícil y no estaba en mi mano hacer otra cosa.
Nuestro amigo el baronet y la dama se habían detenido en la senda y seguían hablando
absortos, cuando observé de repente que no era yo el único testigo de su entrevista. Una mancha
verde que flotaba en el aire atrajo mi atención y, al mirarla con más detenimiento, vi que iba sujeta
a un mango y que la llevaba un hombre que avanzaba por terreno accidentado. Era Stapleton, con
su cazamariposas. Estaba mucho más cerca de la pareja que yo, y daba la impresión de moverse
hacia ellos. En aquel instante Sir Henry atrajo de repente a la señorita Stapleton hacia sí y le pasó
la mano por la cintura, pero a mí me pareció que ella se esforzaba por separarse y que apartaba el
rostro. Nuestro amigo inclinó la cabeza y ella alzó una mano como para protestar. Un instante
después vi que se separaban y se volvían bruscamente. Stapleton, que corría velozmente hacia
ellos con el absurdo cazamariposas a la espalda, era la causa de la interrupción. Al llegar a su lado
empezó a gesticular y casi a bailar de excitación delante de los enamorados. No entendí bien el
sentido de la escena, pero me pareció que Stapleton insultaba a Sir Henry a pesar de sus
explicaciones, y que este último se enfadaba cada vez más al comprobar que el otro se negaba a
aceptarlas. La dama se mantenía a un lado en altivo silencio. Finalmente Stapleton se dio la vuelta
y llamó de manera perentoria a su hermana, quien, después de mirar indecisa a Sir Henry, se alejó
en su compañía. Los gestos coléricos del naturalista ponían de manifiesto que también la señorita
Stapleton había incurrido en su desagrado. El baronet los siguió unos momentos con la vista y
luego regresó lentamente por donde había venido con la cabeza baja, convertido en la imagen
misma del desaliento.
Yo no lograba entender lo que significaba todo aquello, pero estaba muy avergonzado por
haber presenciado una escena tan íntima sin que mi amigo lo supiera. De manera que corrí colina
abajo hasta reunirme con él. Sir Henry tenía el rostro encendido por la cólera y fruncía el ceño
como alguien que no sabe en absoluto qué hacer.
—¡Vaya, Watson! ¿De dónde sale usted? —me preguntó—. ¿No irá a decirme que me ha
seguido a pesar de todo?
Le expliqué lo sucedido: cómo me había parecido imperdonable quedarme atrás, cómo le
había seguido y cómo había presenciado todo lo ocurrido. Por un instante los ojos le echaron
llamas, pero mi franqueza lo desarmó y al final se echó a reír de una manera bastante triste.
—Cualquiera hubiera creído que el centro de esa llanura era un sitio suficientemente apartado
—dijo—, pero, voto a bríos, se diría que todos los habitantes de la zona habían salido a verme
cortejar..., ¡y además con muy poco acierto! ¿Dónde tenía usted reservado el asiento?
—Estaba en esa colina.
—Una de las últimas filas, ¿no es cierto? Pero Stapleton estaba mucho más cerca. ¿Lo vio
acercarse a nosotros?
—Efectivamente.
—¿Ha tenido alguna vez la sensación de que esté loco?
—No; nunca lo he pensado.
—Yo tampoco. Siempre me había parecido que estaba en su sano juicio hasta hoy, pero me
puede usted creer si le digo que a él o a mí deberían ponernos una camisa de fuerza. ¿Qué es lo
que me pasa, de todos modos? Usted lleva varias semanas viviendo conmigo, Watson. Dígamelo
con sinceridad ahora mismo. ¿Hay algo que me impida ser un buen esposo para la mujer que ame?
—Yo diría que no.
—Sin duda Stapleton no desaprueba mi posición social, de manera que se trata de mi persona.
Pero, ¿qué tiene contra mí? Que yo sepa nunca he hecho daño a nadie. Sin embargo, no está
dispuesto siquiera a permitir que roce la mano de su hermana.
—¿Es eso lo que ha dicho?
—Eso y mucho más. Pero le aseguro, Watson, que a pesar de las pocas semanas transcurridas,
desde el primer momento comprendí que estaba hecha para mí y que yo, también..., que la señorita
Stapleton era feliz cuando estaba conmigo, y eso puedo jurarlo. Hay un brillo en los ojos de una
mujer que habla con más claridad que las palabras. Pero Stapleton nunca nos ha dejado a solas y
hoy tenía por fin la primera oportunidad de decirle unas palabras sin testigos. Ella se ha alegrado
de verme, pero no quería hablar de amor, y me habría impedido mencionarlo si hubiera estado en
su mano. No ha hecho más que repetirme que este sitio es muy peligroso y que sólo será feliz
cuando me haya marchado. Entonces le dije que desde que la vi no tengo ninguna prisa por
marcharme y que si realmente quiere que me vaya, la única manera de lograrlo es arreglar las
cosas para acompañarme. A continuación le pedí sin más rodeos que se casara conmigo, pero
antes de que pudiera responder apareció ese hermano suyo, corriendo hacia nosotros con cara de
loco. Se le veía lívido de rabia y hasta esos ojos suyos tan claros echaban fuego. ¿Qué estaba
haciendo con Beryl? ¿Cómo me atrevía a ofrecerle unas atenciones que ella encontraba
sumamente desagradables? ¿Acaso creía que por ser baronet podía hacer lo que me viniera en
gana? De no tratarse de su hermano habría sabido mejor cómo responderle. Pero dada la situación
le dije que mis sentimientos hacia su hermana eran tales que no tenía por qué avergonzarme de
ellos y que esperaba que me hiciera el honor de casarse conmigo. Aquello no pareció contribuir a
mejorar la situación, de manera que también yo perdí la paciencia y le respondí quizá con más
acaloramiento del debido, si se piensa que estaba ella delante. Y la cosa ha terminado con
Stapleton marchándose con su hermana, como usted ha visto, y quedándome yo tan desconcertado
como el que más. Haga el favor de explicarme qué significa todo esto, Watson, y quedaré tan en
deuda con usted que nunca podré terminar de pagársela.
Intenté hallar una o dos explicaciones, pero, a decir verdad, también yo estaba desconcertado.
El título nobiliario de nuestro amigo, su fortuna, su edad, su manera de ser y su aspecto están a su
favor, y no me consta que haya nada en contra suya, si se exceptúa el triste destino que parece
perseguir a su familia. Que su propuesta de matrimonio se rechace de manera tan brusca, sin
referencia alguna a los deseos de la propia interesada, y que la dama misma acepte la situación sin
protestar es de todo punto sorprendente. Sin embargo las aguas volvieron a su cauce gracias a la
visita que Stapleton en persona hizo al baronet aquella misma tarde. Se presentó para pedir
disculpas por su comportamiento grosero de la mañana y, después de una larga entrevista privada
con Sir Henry en el estudio, la conversación concluyó con una reconciliación total; como prueba
de ello cenaremos en la casa Merripit el viernes próximo.
— Tampoco es que ahora me atreva a afirmar que está del todo en su sano juicio — me
comentó Sir Henry después de la entrevista—, porque no olvido cómo me miraba mientras corría
hacia mí esta mañana, pero tengo que reconocer que nadie podría disculparse con más elegancia.
—¿Ha dado alguna explicación por su conducta?
—Su hermana lo es todo en su vida, dice. Eso es bastante lógico, y me alegro de que se dé
cuenta de lo mucho que vale. Siempre han estado juntos y, según lo que Stapleton cuenta, siempre
ha sido un hombre muy solitario sin otra compañía que su hermana, de manera que la idea de
perderla le resulta terrible. No se había percatado, ha dicho, de mis sentimientos hacia ella, y
cuando ha visto con sus propios ojos que era efectivamente así y que podía perderla, la intensidad
del sobresalto ha hecho que durante algún tiempo no fuera responsable ni de sus palabras ni de sus
acciones. Lamenta mucho lo sucedido y reconoce lo estúpido y lo egoísta que es imaginar que
podrá retener toda la vida a una mujer como su hermana. Si ella tiene que dejarlo, prefiere que se
trate de un vecino como yo antes que de cualquier otra persona. Pero de todos modos es un golpe
para él y le llevará algún tiempo prepararse para encajarlo. Dejará por completo de oponerse si yo
le prometo mantener las cosas como están por espacio de tres meses y contentarme durante ese
tiempo con la amistad de su hermana sin exigir su amor. Eso es lo que le he prometido y así han
quedado las cosas.
De manera que eso aclara uno de nuestros pequeños misterios. Ya es algo tocar fondo en algún
sitio de esta ciénaga en la que estamos metidos. Ahora sabemos por qué Stapleton miraba con
desagrado al pretendiente de su hermana, pese a tratarse de un partido tan conveniente como Sir
Henry. Y a continuación paso a ocuparme de otro hilo que ya he separado de esta madeja tan
enredada: me refiero al misterio de los sollozos nocturnos, de las lágrimas en el rostro de la señora
Barrymore y de los viajes secretos del mayordomo a la ventana con celosía que da a occidente.
Felicíteme, mi querido Holmes, y dígame que no le he defraudado como agente suyo; que no
lamenta la confianza que me demostró al enviarme aquí. Todos estos puntos han quedado
completamente aclarados gracias al trabajo de una noche.
He dicho "el trabajo de una noche", pero, en realidad han sido dos las noches, porque la
primera nos llevamos un buen chasco. Estuve con Sir Henry en su habitación hasta cerca de las
tres de la madrugada, pero no oímos otro ruido que las campanadas del reloj en lo alto de la
escalera. Fue una velada sumamente melancólica y los dos nos quedamos dormidos en nuestras
sillas. Por fortuna no nos desanimamos y decidimos intentarlo de nuevo. A la noche siguiente
redujimos la luz de la lámpara y fumamos cigarrillos sin hacer el menor ruido. Era increíble lo
despacio que se arrastraban las horas y, sin embargo, nos ayudaba el mismo tipo de paciente
interés que debe de sentir el cazador mientras vigila la trampa en la que espera que acabe por caer
la pieza. El reloj dio la una, luego las dos y, desesperados, casi habíamos renunciado ya por
segunda vez cuando nos inmovilizamos de repente, olvidados del cansancio y una vez más en
tensión. Habíamos oído el crujido de una pisada en el corredor.
Sentimos pasar a Barrymore por delante del cuarto con mucha cautela y perderse luego en la
distancia. Después el baronet abrió la puerta sin hacer ruido y salimos en su persecución. El
mayordomo había atravesado ya la galería y nuestro lado del corredor estaba completamente a
oscuras. Nos deslizamos en silencio hasta la otra ala. Llegamos a tiempo de vislumbrar la alta
figura de barba negra y hombros arqueados que avanzaba de puntillas hasta entrar por la misma
puerta donde yo le había visto dos noches antes, y también cómo la vela, con su luz, hacía que el
marco destacara en la oscuridad, al tiempo que un único rayo amarillo iluminaba la oscuridad del
corredor. Nos acercamos cautelosamente, probando las tablas del suelo antes de apoyarnos con
todo nuestro peso. Habíamos tenido la precaución de quitarnos las botas, pero incluso así el viejo
entarimado crujía y chascaba bajo nuestros pies. A veces parecía imposible que Barrymore no
advirtiera nuestra proximidad, pero afortunadamente está bastante sordo y se hallaba absorto en lo
que hacía. Cuando por fin llegamos a la habitación y miramos dentro, lo encontramos agachado
junto a la ventana, la vela en la mano, y el rostro pálido y ensimismado junto al cristal,
exactamente igual que dos noches antes.
Habíamos preparado un plan de campaña, pero para el baronet las formas de actuar más
directas son siempre las más naturales, de manera que entró sin más preámbulos en la habitación.
Barrymore, jadeante, se irguió de un salto de su sitio junto a la ventana y se inmovilizó, lívido y
tembloroso, ante nosotros. Sus ojos oscuros, que resaltaban mucho sobre la máscara blanca que
era su rostro, nos miraron, a uno tras otro, llenos de horror y de asombro.
—¿Qué está usted haciendo aquí, Barrymore?
—Nada, señor —su agitación era tan intensa que apenas podía hablar y la vela que empuñaba
le temblaba tanto que las sombras saltaban arriba y abajo—. Es por el viento, señor. Por la noche
hago la ronda para ver si las ventanas están bien cerradas.
—¿En el piso alto?
—Sí, señor, todas las ventanas.
—Mire, Barrymore —dijo Sir Henry con gran firmeza—: estamos decididos a que nos diga
usted la verdad, de manera que se ahorrará molestias sincerándose cuanto antes. ¡Vamos! ¡Basta
de mentiras! ¿Qué hacía usted junto a esa ventana?
El mayordomo nos miró con aire desvalido y se retorció las manos como alguien que se halla
al límite de la duda y del sufrimiento.
—No hacía nada malo, señor. Sólo estaba delante de la ventana con una vela encendida.
—Y, ¿por qué estaba usted con una vela encendida delante de la ventana?
—No me lo pregunte, Sir Henry, ¡no me lo pregunte! Le doy mi palabra de que el secreto no
me pertenece y no me es posible decírselo. Si sólo dependiera de mí no trataría de ocultárselo.
De repente se me ocurrió una idea y recogí la vela del alféizar donde la había dejado el
mayordomo.
—Debe de servirle como señal —dije—. Veamos si hay respuesta.
Sostuve la vela como lo había hecho él, al mismo tiempo que escudriñaba la oscuridad
exterior. Como las nubes ocultaban la luna, sólo distinguía vagamente la hilera de árboles y la
tonalidad más clara del páramo. Pero enseguida se me escapó un grito de júbilo, porque un puntito
de luz amarilla había traspasado de repente el oscuro velo y después siguió brillando de manera
uniforme en el centro del rectángulo negro que enmarcaba la ventana.
—¡Ahí está! —exclamé.
—No, señor, no; no es nada..., nada en absoluto —intervino el mayordomo—. Le aseguro
que...
—¡Mueva la luz de un lado a otro de la ventana Watson! —exclamó el baronet—. ¿Ve? ¡La
otra también se mueve! ¿Qué nos dice ahora, bribón? ¿Sigue negando que es una señal? ¡Vamos,
hable! ¿Quién es su compinche y qué fechoría es la que se traen entre manos?
La expresión de Barrymore se hizo desafiante.
—Es asunto mío y no suyo. No se lo diré.
—En ese caso deja usted de estar a mi servicio ahora mismo.
—Muy bien, señor. Si así ha de ser, así será.
—Y se marcha deshonrado. Por todos los demonios, ¡tiene usted motivos para avergonzarse de
sí mismo! Su familia ha vivido con la mía durante más de cien años bajo este techo, y he aquí que
lo encuentro metido hasta el cuello en alguna siniestra intriga en contra mía.
—¡No, señor, no! ¡No en contra de usted!
Era la voz de una mujer: la señora Barrymore, más pálida y más asustada aún que su marido,
se hallaba junto a la puerta. Su voluminosa figura, envuelta en un chal y una falda, podría haber
resultado cómica de no ser por la intensidad de los sentimientos que se leían en su rostro.
—Tenemos que marcharnos, Eliza. Esto es el fin. Ya puedes hacer el equipaje —dijo el
mayordomo.
—¡John, John! ¿Voy a ser yo la causa de tu ruina? Todo es obra mía, Sir Henry..., yo soy la
responsable. Todo lo que ha hecho lo ha hecho por mí y porque yo se lo he pedido.
—¡Hable, entonces! ¿Qué significa todo esto?
—Mi desgraciado hermano se está muriendo de hambre en el páramo. No podemos dejarlo
perecer a las puertas mismas de nuestra casa. La luz es una señal para decirle que tiene comida
preparada, y él, con su luz, nos indica el lugar donde hemos de llevársela.
—Entonces su hermano es...
—El preso escapado, señor..., Selden, el criminal.
—Así es, señor —intervino Barrymore—. Como le he dicho, el secreto no era mío y no se lo
podía contar. Pero ahora ya lo sabe, y se dará cuenta de que si había una intriga no era contra
usted.
Ésa era, por tanto, la explicación de las sigilosas expediciones nocturnas y de la luz en la
ventana. Tanto Sir Henry como yo nos quedamos mirando a la señora Barrymore sin esconder
nuestro asombro. ¿Cabía imaginar que aquella persona de respetabilidad tan impasible llevara la
misma sangre que uno de los delincuentes más tristemente célebres del país?
— Sí, señor; mi apellido de soltera era Selden y el preso es mi hermano pequeño. Le
consentimos demasiado cuando niño y le dejamos que hiciera en todo su santa voluntad, por lo
que llegó a creer que el mundo no tenía otra finalidad que proporcionarle placeres y que podía
hacer lo que le apeteciera. Más tarde, al hacerse mayor, frecuentó malas compañías y el diablo se
le metió en el cuerpo, hasta que a mi madre le destrozó el corazón y arrastró nuestro apellido por
el barro. De delito en delito fue cayendo cada vez más bajo, hasta que sólo la clemencia de Dios lo
ha librado del patíbulo; pero para mí nunca ha dejado de ser el niñito de cabellos rizados al que
cuidé y con el que jugué, como cualquier hermana mayor. Ésa es la razón de que se escapara,
señor. Sabía que yo vivía en esta casa y que no me negaría a ayudarlo. Cuando se arrastró una
noche hasta aquí, agotado y hambriento, con los guardianes pisándole los talones, ¿qué podíamos
hacer? Lo recogimos, lo alimentamos y cuidamos. Luego regresó usted, señor, y mi hermano
pensó que estaría más seguro en el páramo que en cualquier otro sitio hasta que amainara la
persecución, de manera que allí se escondió. Pero cada dos noches nos comunicábamos con él
poniendo una luz en la ventana y, si respondía, mi marido le llevaba un poco de pan y carne.
Todos los días vivíamos con la esperanza de que se hubiera marchado, pero mientras tanto no
podíamos abandonarlo. Soy una buena cristiana y ésa es toda la verdad; comprenda usted que si
hemos hecho algo malo, no es mi marido quien tiene la culpa, sino yo, porque todo lo que ha
hecho lo ha hecho por mí.
Las palabras de la mujer estaban llenas de una vehemencia que las hacía muy convincentes.
—¿Es ésa la verdad, Barrymore?
—Sí, Sir Henry. Del principio al fin.
—Bien; no puedo culparlo por apoyar a su esposa. Olvide lo que le he dicho antes. Vuelvan
los dos a su habitación y mañana por la mañana seguiremos hablando de este asunto.
Cuando se marcharon miramos de nuevo por la ventana. Sir Henry la había abierto, y el frío
viento nocturno nos golpeaba en la cara. Muy lejos en la oscuridad brillaba aún el puntito de luz
amarilla.
—Me sorprende que se atreva a descubrirse tanto —dijo Sir Henry.
—Tal vez sitúa la vela de manera que sólo sea visible desde aquí.
—Es muy posible. ¿A qué distancia cree que se encuentra?
—Calculo que a la altura de Cleft Tor.
—No más de dos o tres kilómetros.
—Menos, probablemente.
— No puede ser muy lejos si Barrymore tenía que llevarle la comida. Y ese canalla está
esperando junto a la vela. ¡Voy a salir a capturarlo!
La misma idea me había pasado por la cabeza. No era como si los Barrymore nos hubieran
hecho una confidencia. Les habíamos arrancado el secreto a la fuerza. Aquel individuo era un
peligro para la comunidad, un delincuente implacable que no tenía excusa ni merecía compasión.
No hacíamos más que cumplir con nuestro deber al aprovechar la oportunidad de devolverlo de
nuevo a donde no pudiera hacer daño. Debido a su carácter brutal y violento, otros tendrían que
pagar las consecuencias si nos cruzábamos de brazos. Cualquier noche, por ejemplo, podía atacar
a nuestros vecinos los Stapleton, y tal vez esa idea hizo que Sir Henry se interesara tanto por
aquella aventura.
—Le acompañaré —dije.
—Entonces recoja su revólver y póngase las botas. Cuanto antes salgamos mejor, porque ese
individuo puede apagar la luz y marcharse.
Cinco minutos después habíamos iniciado ya nuestra expedición. Apresuramos el paso entre
los oscuros arbustos, en medio de los apagados gemidos del viento del otoño y del crujir de las
hojas caídas. El aire nocturno estaba cargado de olor a humedad y a putrefacción. De cuando en
cuando la luna se asomaba unos instantes, pero las nubes casi cubrían el cielo por completo y en el
momento en que salíamos al páramo empezó a caer una lluvia ligera. La luz seguía brillando
delante de nosotros.
—¿Está usted armado? —pregunté.
—Tengo una fusta.
— Hemos de caer sobre él rápidamente, porque se dice que es un hombre desesperado.
Debemos cogerlo por sorpresa y tenerlo a nuestra merced antes de que se resista.
—Escuche, Watson, ¿qué diría Holmes de esto? ¿Qué diría sobre esta hora de oscuridad en la
que se intensifican los poderes del mal?
Como en respuesta a sus palabras se alzó de repente, en la inmensa tristeza del páramo, el
extraño sonido que yo había oído ya cerca de la gran ciénaga de Grimpen. Nos llegó traído por el
viento a través del silencio de la noche: un murmullo largo y profundo, luego un aullido cada vez
más poderoso y finalmente el triste gemido con que acababa. Resonó una y otra vez, todo el aire
palpitando con él, estridente, salvaje y amenazador. El baronet me cogió de la manga y palideció
tanto que el rostro le brilló tenuemente en la oscuridad.
—¡Cielo santo! ¿Qué ha sido eso, Watson?
—No lo sé. Se trata de un sonido que se oye en el páramo. Es la segunda vez que lo escucho.
Los aullidos cesaron y un silencio absoluto descendió sobre nosotros. Aguzamos el oído, pero
sin el menor resultado.
—Watson —dijo el baronet—, eso era el aullido de un sabueso.
La sangre se me heló en las venas, porque la voz se le quebró de una manera que ponía de
manifiesto el terror repentino que se había apoderado de él.
—¿Qué dicen de ese sonido? —preguntó.
—¿Quiénes?
—Los habitantes de la zona.
—Bah, son gente ignorante. ¿Qué más le da lo que digan?
—Cuéntemelo, Watson. ¿Qué es lo que dicen?
Vacilé un momento, pero no podía escabullirme.
—Dicen que es el aullido del sabueso de los Baskerville.
Sir Henry dejó escapar un gemido y luego guardó silencio unos instantes.
—Era un sabueso —dijo por fin—, pero parecía venir de una distancia de varios kilómetros en
aquella dirección, según creo.
—Es difícil saber de dónde procedía.
—Subía y bajaba con el viento. ¿No es ésa la dirección de la gran ciénaga de Grimpen?
—Sí, es ésa.
—Bien, pues era por allí. Dígame la verdad, ¿a usted no le pareció también que era el aullido
de un sabueso? Ya no soy un niño. No tenga reparos en decirme la verdad.
—Stapleton se hallaba conmigo la otra vez. Dijo que podía ser el canto de un extraño pájaro.
—No, no; era un sabueso. Dios mío, ¿habrá algo de verdad en todas esas historias? ¿Es posible
que esté realmente en peligro por una causa tan misteriosa? Usted no lo cree, ¿no es así, Watson?
—No, claro que no.
—Y sin embargo una cosa es reírse de ello en Londres y otra muy distinta estar aquí en la
oscuridad del páramo y oír un aullido como ése. ¡Y mi tío! Encontraron las huellas del sabueso
muy cerca de donde cayó. Todo concuerda. No creo ser cobarde, Watson, pero ese sonido me ha
helado la sangre. ¡Tóqueme la mano!
Estaba tan fría como un bloque de mármol.
—Mañana se encontrará usted perfectamente.
—No creo que la luz del día consiga sacarme ese aullido de la cabeza. ¿Qué le parece que
hagamos ahora?
—¿Quiere que regresemos?
— No, voto a bríos; hemos salido a capturar a nuestro hombre y eso es lo que haremos.
Nosotros vamos tras el preso y es probable que un sabueso del infierno vaya tras de nosotros.
Adelante. Haremos lo que nos hemos propuesto hacer aunque corran por el páramo todos los
demonios del averno.
Proseguimos lentamente nuestro camino en la oscuridad, con la borrosa silueta de las colinas
cubiertas de peñascos a nuestro alrededor y el punto de luz amarilla brillando delante de nosotros.
No hay nada tan engañoso como la distancia de una luz en una noche oscura como boca de lobo, y
unas veces el resplandor parecía estar tan lejano como el horizonte y otras encontrarse a pocos
metros. Pero finalmente vimos de dónde procedía y entonces supimos que estábamos muy cerca.
Una vela ya muy derretida estaba clavada en una grieta entre las rocas que la flanqueaban por
ambos lados para protegerla del viento y también para lograr que sólo fuera visible desde la
mansión de los Baskerville. Una roca de granito nos ocultó mientras nos acercábamos y pudimos
asomarnos por encima para contemplar la luz de la señal. Era extraño ver aquella vela solitaria
ardiendo allí, en mitad del páramo, sin el menor signo de vida a su alrededor: tan sólo la llama
amarilla y el brillo de las rocas a ambos lados.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Sir Henry.
—Esperar aquí. Tiene que estar cerca. Quizá podamos verlo.
Apenas pronunciadas aquellas palabras lo vimos ambos. Sobre las rocas, en la grieta donde
ardía la vela, surgió un maligno rostro amarillo, una terrible cara bestial, toda ella marcada y
arrugada por las pasiones más viles. Manchada de cieno, con una barba hirsuta y coronada de
cabellos enmarañados, podía muy bien haber pertenecido a uno de aquellos antiguos salvajes que
habitaban en los refugios de las colinas. La luz de abajo se reflejaba en sus ojillos astutos, que
escudriñaban con fiereza la oscuridad a derecha e izquierda, como un animal taimado y salvaje que
ha oído pasos de cazadores.
Sin duda algo había despertado sus sospechas. Puede que Barrymore acostumbrara a darle
alguna señal privada que nosotros habíamos omitido, o bien nuestro hombre tenía alguna otra
razón para pensar que las cosas no marchaban como debían: en cualquier caso el miedo era visible
en sus perversas facciones y de un momento a otro podía apagar la luz de un manotazo y
esfumarse en la oscuridad. Salté hacia adelante y Sir Henry me imitó. En el mismo instante el
preso nos lanzó una maldición y tiró una piedra que se hizo añicos contra la roca que nos había
cobijado. Aún vislumbré por un momento su silueta rechoncha y musculosa mientras se ponía en
pie y giraba en redondo para escapar. Por una feliz coincidencia la luna salió entonces de entre las
nubes. Alcanzamos a toda prisa la cima de la colina y vimos que nuestro hombre descendía a gran
velocidad por la otra ladera, saltando por encima de las rocas que hallaba en su camino con la
agilidad de una cabra montés. Con suerte tal vez habría podido detenerlo con un disparo de mi
revólver, pero la finalidad de aquel arma era tan sólo defenderme si se me atacaba y no disparar
contra un hombre desarmado que huía.
Tanto el baronet como yo somos aceptables corredores y estamos en buena forma, pero pronto
descubrimos que no teníamos posibilidad alguna de alcanzarlo. Seguimos viéndolo durante un
buen rato a la luz de la luna, hasta que se convirtió en un puntito que avanzaba con celeridad entre
las rocas que salpicaban la falda de una colina distante. Corrimos y corrimos hasta quedar
completamente agotados, pero la distancia era cada vez mayor. Finalmente nos detuvimos y nos
sentamos, jadeantes, en sendas rocas, desde donde seguimos viéndolo hasta que se perdió en la
lejanía.
Y en aquel momento, cuando nos levantábamos de las rocas para darnos la vuelta y regresar a
casa, abandonada ya la inútil persecución, ocurrió la cosa más extraña e inesperada. La luna
quedaba muy baja hacia la derecha, y la cima dentada de un risco de granito se alzaba hasta la
parte inferior de su disco de plata. Allí, recortada con la negrura de una estatua de ébano sobre el
fondo brillante, vi, encima del risco, la figura de un hombre. No piense que fue una alucinación,
Holmes. Le aseguro que en toda mi vida no he visto nada con mayor claridad. Hasta donde se me
alcanza, era la figura de un hombre alto y delgado. Mantenía las piernas un poco separadas, estaba
cruzado de brazos e inclinaba la cabeza como si meditara sobre el enorme desierto de turba y
granito que quedaba a su espalda. Podía haber sido el espíritu mismo de aquel terrible lugar. Desde
luego no era el preso. Aquel hombre se hallaba muy lejos del sitio donde el otro había
desaparecido. Además era mucho más alto. Con una exclamación de sorpresa quise mostrárselo al
baronet, pero durante el momento en que me volví para agarrarlo del brazo, la figura desapareció.
La cima dentada del risco seguía cortando el borde inferior de la luna, pero ya no quedaba el
menor rastro de la figura silenciosa e inmóvil.
Quise marchar en aquella dirección e investigar los alrededores del risco, pero quedaba
bastante lejos. Los nervios del baronet seguían en tensión a consecuencia de aquel aullido que le
había recordado la oscura historia de su familia y no estaba de humor para nuevas aventuras.
Tampoco había visto al hombre solitario sobre el risco y no sentía la emoción que su extraña
presencia y su aire de autoridad me habían producido. "Un vigilante del penal, sin duda" dijo.
"Abundan en el páramo desde que se escapó ese sujeto". Cabe que esa explicación sea la justa,
pero me gustaría tener pruebas más concluyentes. Hoy nos proponemos hacer saber a las
autoridades de Princetown dónde tienen que buscar al huido, pero sentimos no haberlo capturado
nosotros. Tales son las aventuras de la pasada noche y tendrá usted que reconocer, mi querido
Holmes, que no le estoy fallando en materia de información. Mucho de lo que le cuento no tiene,
sin duda, mayor importancia, pero sigo pensando que lo mejor es transmitirle todos los hechos y
dejarle que elija usted los que le resulten más útiles. No hay duda de que estamos haciendo
progresos. Por lo que se refiere a los Barrymore, hemos descubierto el motivo de sus acciones, y
eso ha aclarado mucho la situación. Pero el páramo con sus misterios y sus extraños habitantes
sigue tan inescrutable como siempre. Quizá en mi próxima comunicación esté también en
condiciones de arrojar alguna luz sobre eso. Aunque lo mejor sería que viniera usted a reunirse
con nosotros.»

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12/24 00:51