14. El sabueso de los Baskerville
Uno de los defectos de Sherlock Holmes —si es que en realidad se le puede llamar defecto—
era lo mucho que se resistía a comunicar sus planes antes del momento mismo de ponerlos por
obra. Ello obedecía en parte, sin duda, a su carácter autoritario, que le empujaba a dominar y a
sorprender a quienes se hallaban a su alrededor. Y también en parte a su cautela profesional, que le
llevaba siempre a reducir los riesgos al mínimo. Esta costumbre, sin embargo, resultaba muy
molesta para quienes actuaban como agentes y colaboradores suyos. Yo había sufrido ya por ese
motivo con frecuencia, pero nunca tanto como durante aquel largo trayecto en la oscuridad.
Teníamos delante la gran prueba; pero, aunque nos disponíamos a librar la batalla final Holmes no
había dicho nada: sólo me cabía conjeturar cuál iba a ser su línea de acción. Apenas pude contener
mi nerviosismo cuando, por fin, el frío viento que nos cortaba la cara y los oscuros espacios vacíos
a ambos lados del estrecho camino me anunciaron que estábamos una vez más en el páramo. Cada
paso de los caballos y cada vuelta de las ruedas nos acercaban a la aventura suprema.
Debido a la presencia del cochero no hablábamos con libertad y nos veíamos forzados a
conversar sobre temas triviales mientras la emoción y la esperanza tensaban nuestros nervios.
Después de aquella forzada reserva me supuso un gran alivio dejar atrás la casa de Frankland y
saber que nos acercábamos a la mansión de los Baskerville y al escenario de la acción. En lugar de
llegar en coche hasta la casa nos apeamos junto al portón al comienzo de la avenida. Despedimos a
la tartana y ordenamos al cochero que regresara a Coombe Tracey de inmediato, al mismo tiempo
que nos poníamos en camino hacia la casa Merripit.
—¿Va usted armado, Lestrade?
—Siempre que me pongo los pantalones dispongo de un bolsillo trasero —respondió con una
sonrisa el detective de corta estatura— y siempre que dispongo de un bolsillo trasero llevo algo
dentro.
—¡Bien! También mi amigo y yo estamos preparados para cualquier emergencia.
—Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, señor Holmes. ¿A qué vamos a jugar
ahora?
—Jugaremos a esperar.
— ¡Válgame Dios, este sitio no tiene nada de alegre! — dijo el detective con un
estremecimiento, contemplando a su alrededor las melancólicas laderas de las colinas y el enorme
lago de niebla que descansaba sobre la gran ciénaga de Grimpen—. Veo unas luces delante de
nosotros.
— Eso es la casa Merripit y el final de nuestro trayecto. He de rogarles que caminen de
puntillas y hablen en voz muy baja.
Avanzamos con grandes precauciones por el sendero como si nos dirigiéramos hacia la casa,
pero Holmes hizo que nos detuviéramos cuando nos encontrábamos a unos doscientos metros.
—Ya es suficiente —dijo—. Esas rocas de la derecha van a proporcionarnos una admirable
protección.
—¿Hemos de esperar ahí?
—Así es; vamos a preparar nuestra pequeña emboscada. Lestrade, métase en ese hoyo. Usted
ha estado dentro de la casa, ¿no es cierto, Watson? ¿Puede describirme la situación de las
habitaciones? ¿A dónde corresponden esas ventanas enrejadas?
—Creo que son las de la cocina.
—¿Y la que queda un poco más allá, tan bien iluminada?
—Se trata sin duda del comedor.
—Las persianas están levantadas. Usted es quien mejor conoce el terreno. Deslícese con el
mayor sigilo y vea lo que hacen, pero, por el amor del cielo, ¡que no descubran que los estamos
vigilando!
Avancé de puntillas por el sendero y me agaché detrás del muro de poca altura que rodeaba el
huerto de árboles achaparrados. Aprovechando su sombra me deslicé hasta alcanzar un punto que
me permitía mirar directamente por la ventana desprovista de visillos.
Sólo había dos personas en la habitación: Sir Henry y Stapleton, sentados a ambos lados de la
mesa redonda. Yo los veía de perfil desde mi punto de observación. Ambos fumaban cigarros y
tenían delante café y vino de Oporto. Stapleton hablaba animadamente, pero el baronet parecía
pálido y ausente. Quizá la idea del paseo solitario a través del páramo pesaba en su ánimo.
Mientras los contemplaba, Stapleton se puso en pie y salió de la habitación; Sir Henry volvió a
llenarse la copa y se recostó en la silla, aspirando el humo del cigarro. Luego oí el chirrido de una
puerta y el ruido muy nítido de unas botas sobre la grava. Los pasos recorrieron el sendero por el
otro lado del muro que me cobijaba. Alzando un poco la cabeza vi que el naturalista se detenía
ante la puerta de una de las dependencias de la casa, situada en la esquina del huerto. Oí girar una
llave y al entrar Stapleton se oyó un ruido extraño en el interior. El dueño de la casa no
permaneció más de un minuto allí dentro; después oí de nuevo girar la llave en la cerradura, el
naturalista pasó cerca de mí y regresó a la casa. Cuando comprobé que se reunía con su invitado
me deslicé en silencio hasta donde me esperaban mis compañeros y les conté lo que había visto.
—¿Dice usted, Watson, que la señora no está en el comedor? —preguntó Holmes cuando
terminé mi relato.
—No.
—¿Dónde puede estar, en ese caso, dado que no hay luz en ninguna otra habitación si se
exceptúa la cocina?
—No sabría decirle.
Ya he mencionado que sobre la gran ciénaga de Grimpen flotaba una espesa niebla blanca que
avanzaba lentamente en nuestra dirección y que se presentaba frente a nosotros como un muro de
poca altura, muy denso y con límites muy precisos. La luna la iluminaba desde lo alto,
convirtiéndola en algo parecido a una resplandeciente lámina de hielo de grandes dimensiones,
con las crestas de los riscos a manera de rocas que descansaran sobre su superficie. Holmes se
había vuelto a mirar la niebla y empezó a murmurar, impaciente, mientras seguía con los ojos su
lento derivar.
—Viene hacia nosotros, Watson.
—¿Es eso grave?
—Ya lo creo: la única cosa capaz de desbaratar mis planes. El baronet no puede ya retrasarse
mucho. Son las diez. Nuestro éxito e incluso la vida de Sir Henry pueden depender de que salga
antes de que la niebla cubra la senda.
Por encima de nosotros el cielo estaba claro y sereno. Las estrellas brillaban fríamente y la
media luna bañaba toda la escena con una luz suave, que apenas marcaba los contornos. Ante
nosotros yacía la masa oscura de la casa, con el tejado dentado y las enhiestas chimeneas
violentamente recortadas contra el cielo plateado. Anchas barras de luz dorada procedentes de las
habitaciones iluminadas del piso bajo se alargaban por el huerto y el páramo. Una de las ventanas
se cerró de repente. Los criados habían abandonado la cocina. Sólo quedaba la lámpara del
comedor donde los dos hombres, el anfitrión criminal y el invitado desprevenido, todavía
conversaban saboreando sus cigarros puros.
Cada minuto que pasaba la algodonosa llanura blanca que cubría la mitad del páramo se
acercaba más a la casa. Los primeros filamentos cruzaron por delante del rectángulo dorado de la
ventana iluminada. La valla más distante del huerto se hizo invisible y los árboles se hundieron a
medias en un remolino de vapor blanco. Ante nuestros ojos los primeros tentáculos de niebla
dieron la vuelta por las dos esquinas de la casa y avanzaron lentamente, espesándose, hasta que el
piso alto y el techo quedaron flotando como una extraña embarcación sobre un mar de sombras.
Holmes golpeó apasionadamente con la mano la roca que nos ocultaba e incluso pateó el suelo
llevado de la impaciencia.
—Si nuestro amigo tarda más de un cuarto de hora en salir la niebla cubrirá el sendero. Y
dentro de media hora no nos veremos ni las manos.
—¿Y si nos situáramos a más altura?
—Sí; creo que no estaría de más.
De manera que nos alejamos hasta unos ochocientos metros de la casa, si bien el espeso mar
blanco, su superficie plateada por la luna, seguía avanzando lenta pero inexorablemente:
—Hemos de quedarnos aquí —dijo Holmes—. No podemos correr el riesgo de que Sir Henry
sea alcanzado antes de llegar a nuestra altura. Hay que mantener esta posición a toda costa —se
dejó caer de rodillas y pegó el oído al suelo—. Me parece que le oigo venir, gracias a Dios.
El ruido de unos pasos rápidos rompió el silencio del páramo. Agazapados entre las piedras,
contemplamos atentamente el borde plateado del mar de niebla que teníamos delante. El ruido de
las pisadas se intensificó y, a través de la niebla, como si se tratara de una cortina, surgió el
hombre al que esperábamos. Sir Henry miró a su alrededor sorprendido al encontrarse de repente
con una noche clara, iluminada por las estrellas. Luego avanzó a toda prisa sendero adelante, pasó
muy cerca de donde estábamos escondidos y empezó a subir por la larga pendiente que quedaba a
nuestras espaldas. Al caminar miraba continuamente hacia atrás, como un hombre desasosegado.
—¡Atentos! —exclamó Holmes, al tiempo que se oía el nítido chasquido de un revólver al ser
amartillado—. ¡Cuidado! ¡Ya viene!
De algún sitio en el corazón de aquella masa blanca que seguía deslizándose llegó hasta
nosotros un tamborileo ligero y continuo. La niebla se hallaba a cincuenta metros de nuestro
escondite y los tres la contemplábamos sin saber qué horror estaba a punto de brotar de sus
entrañas. Yo me encontraba junto a Holmes y me volví un instante hacia él. Lo vi pálido y
exultante, brillándole los ojos a la luz de la luna. De repente, sin embargo, su mirada adquirió una
extraña fijeza y el asombro le hizo abrir la boca. Lestrade también dejó escapar un grito de terror y
se arrojó al suelo de bruces. Yo me puse en pie de un salto, inerte la mano que sujetaba la pistola,
paralizada la mente por la espantosa forma que saltaba hacia nosotros de entre las sombras de la
niebla. Era un sabueso, un enorme sabueso, negro como un tizón, pero distinto a cualquiera que
hayan visto nunca ojos humanos. De la boca abierta le brotaban llamas, los ojos parecían carbones
encendidos y un resplandor intermitente le iluminaba el hocico, el pelaje del lomo y el cuello. Ni
en la pesadilla más delirante de un cerebro enloquecido podría haber tomado forma algo más
feroz, más horroroso, más infernal que la oscura forma y la cara cruel que se precipitó sobre
nosotros desde el muro de niebla.
La enorme criatura negra avanzó a grandes saltos por el sendero, siguiendo los pasos de
nuestro amigo. Hasta tal punto nos paralizó su aparición que ya había pasado cuando recuperamos
la sangre fría. Entonces Holmes y yo disparamos al unísono y la criatura lanzó un espantoso
aullido, lo que quería decir que al menos uno de los proyectiles le había acertado. Siguió, sin
embargo, avanzando a grandes saltos sin detenerse. A lo lejos, en el camino, vimos cómo Sir
Henry se volvía, el rostro blanco a la luz de la luna, las manos alzadas en un gesto de horror,
contemplando impotente el ser horrendo que le daba caza.
Pero el aullido de dolor del sabueso había disipado todos nuestros temores. Si aquel ser era
vulnerable, también era mortal, y si habíamos sido capaces de herirlo también podíamos matarlo.
Nunca he visto correr a un hombre como corrió Holmes aquella noche. Se me considera veloz,
pero mi amigo me sacó tanta ventaja como yo al detective de corta estatura. Mientras volábamos
por el sendero oíamos delante los sucesivos alaridos de Sir Henry y el sordo rugido del sabueso.
Pude ver cómo la bestia saltaba sobre su víctima, la arrojaba al suelo y le buscaba la garganta.
Pero un instante después, Holmes había disparado cinco veces su revólver contra el costado del
animal. Con un último aullido de dolor y una violenta dentellada al aire, el sabueso cayó de
espaldas, agitando furiosamente las cuatro patas, hasta inmovilizarse por fin sobre un costado. Yo
me detuve, jadeante, y acerqué mi pistola a la horrible cabeza luminosa, pero ya no servía de nada
apretar el gatillo. El gigantesco perro había muerto.
Sir Henry seguía inconsciente en el lugar donde había caído. Le arrancamos el cuello de la
camisa y Holmes musitó una acción de gracias al ver que no estaba herido: habíamos llegado a
tiempo. El baronet parpadeó a los pocos instantes e hizo un débil intento de moverse. Lestrade le
acercó a la boca el frasco de brandy y muy pronto dos ojos llenos de espanto nos miraron
fijamente.
—¡Dios mío! —susurró nuestro amigo—. ¿Qué era eso? En nombre del cielo, ¿qué era eso?
—Fuera lo que fuese, ya está muerto —dijo Holmes—. De una vez por todas hemos acabado
con el fantasma de la familia Baskerville.
El tamaño y la fuerza bastaban para convertir en un animal terrible a la criatura que yacía
tendida ante nosotros. No era ni sabueso ni mastín de pura raza, sino que parecía más bien una
mezcla de los dos: demacrado, feroz y del tamaño de una pequeña leona. Incluso ahora, en la
inmovilidad de la muerte, de sus enormes mandíbulas parecía seguir brotando una llama azulada, y
los ojillos crueles, muy hundidos en las órbitas, aún daban la impresión de estar rodeados de
fuego. Toqué con la mano el hocico luminoso y al apartar los dedos vi que brillaban en la
oscuridad, como si ardieran a fuego lento.
—Fósforo —dije.
—Un ingenioso preparado hecho con fósforo —dijo Holmes, acercándose al sabueso para
olerlo—. Totalmente inodoro para no dificultar la capacidad olfatoria del animal. Es mucho lo que
tiene usted que perdonarnos, Sir Henry, por haberlo expuesto a este susto tan espantoso. Yo me
esperaba un sabueso, pero no una criatura como ésta. Y la niebla apenas nos ha dado tiempo para
recibirlo como se merecía.
—Me han salvado la vida.
—Después de ponerla en peligro. ¿Tiene usted fuerzas para levantarse?
—Denme otro sorbo de ese brandy y estaré listo para cualquier cosa. ¡Bien! Ayúdenme a
levantarme. ¿Qué se propone hacer ahora, señor Holmes?
—A usted vamos a dejarlo aquí. No está en condiciones de correr más aventuras esta noche. Si
hace el favor de esperar, uno de nosotros volverá con usted a la mansión.
El baronet logró ponerse en pie con dificultad, pero aún seguía horrorosamente pálido y
temblaba de pies a cabeza. Lo llevamos hasta una roca, donde se sentó con el rostro entre las
manos y el cuerpo estremecido.
—Ahora tenemos que dejarlo —dijo Holmes—. Hemos de acabar el trabajo y no hay un
momento que perder. Ya tenemos las pruebas; sólo nos falta nuestro hombre. Hay una
probabilidad entre mil de que lo hallemos en la casa —siguió mi amigo, mientras regresábamos a
toda velocidad por el camino—. Sin duda los disparos le han hecho saber que ha perdido la
partida.
—Estábamos algo lejos y la niebla ha podido amortiguar el ruido.
—Tenga usted la seguridad de que seguía al sabueso para llamarlo cuando terminara su tarea.
No, no; se habrá marchado ya, pero lo registraremos todo y nos aseguraremos.
La puerta principal estaba abierta, de manera que irrumpimos en la casa y recorrimos
velozmente todas las habitaciones, con gran asombro del anciano y tembloroso sirviente que se
tropezó con nosotros en el pasillo. No había otra luz que la del comedor, pero Holmes se apoderó
de la lámpara y no dejó rincón de la casa sin explorar. Aunque no aparecía por ninguna parte el
hombre al que perseguíamos, descubrimos que en el piso alto uno de los dormitorios estaba
cerrado con llave.
—¡Aquí dentro hay alguien! —exclamó Lestrade—. Oigo ruidos. ¡Abra la puerta!
Del interior brotaban débiles gemidos y crujidos. Holmes golpeó con el talón exactamente
encima de la cerradura y la puerta se abrió inmediatamente. Pistola en mano, los tres irrumpimos
en la habitación.
Pero en su interior tampoco se hallaba el criminal desafiante que esperábamos ver y sí, en
cambio, un objeto tan extraño y tan inesperado que por unos instantes no supimos qué hacer,
mirándolo asombrados.
El cuarto estaba arreglado como un pequeño museo y en las paredes se alineaban las vitrinas
que albergaban la colección de mariposas diurnas y nocturnas cuya captura servía de distracción a
aquel hombre tan complicado y tan peligroso. En el centro de la habitación había un pilar,
colocado allí en algún momento para servir de apoyo a la gran viga, vieja y carcomida, que
sustentaba el techo. A aquel pilar estaba atada una figura tan envuelta y tan tapada con las sábanas
utilizadas para sujetarla que de momento no se podía decir si era hombre o mujer. Una toalla,
anudada por detrás al pilar, le rodeaba la garganta. Otra le cubría la parte inferior del rostro y, por
encima de ella, dos ojos oscuros —llenos de dolor y de vergüenza y de horribles preguntas— nos
contemplaban. En un minuto habíamos arrancado la mordaza y desatado los nudos y la señora
Stapleton se derrumbó delante de nosotros. Mientras la hermosa cabeza se le doblaba sobre el
pecho vi, cruzándole el cuello, el nítido verdugón de un latigazo.
—¡Qué canalla! —exclamó Holmes—. ¡Lestrade, por favor, su frasco de brandy! ¡Llévenla a
esa silla! Los malos tratos y la fatiga han hecho que pierda el conocimiento.
La señora Stapleton abrió de nuevo los ojos.
—¿Está a salvo? —preguntó—. ¿Ha escapado?
—No se nos escapará, señora.
—No, no; no me refiero a mi marido. ¿Está Sir Henry a salvo?
—Sí.
—¿Y el sabueso?
—Muerto.
La señora Stapleton dejó escapar un largo suspiro de satisfacción.
—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! ¡El muy canalla! ¡Vean cómo me ha tratado! —retiró las
mangas del vestido para mostrarnos los brazos y vimos con horror que estaban llenos de
cardenales—. Pero esto no es nada, ¡nada! Lo que ha torturado y profanado han sido mi mente y
mi alma. Lo he soportado todo, malos tratos, soledad, una vida de engaño, todo, mientras aún
podía agarrarme a la esperanza de que seguía queriéndome, pero ahora sé que también en eso he
sido su víctima y su instrumento —unos sollozos apasionados interrumpieron sus palabras.
— Puesto que no tiene usted motivo alguno para estarle agradecida — le dijo Holmes —,
infórmenos de dónde podemos encontrarlo. Si alguna vez le ha ayudado en el mal, colabore ahora
con nosotros y expíe el pasado de ese modo.
—Sólo hay un sitio a donde puede haber escapado —respondió ella—. Existe una vieja mina
de estaño en la isla que ocupa el corazón de la ciénaga. Allí encerraba a su sabueso y también allí
hizo preparativos por si alguna vez necesitaba un refugio. Habrá ido en esa dirección.
La niebla descansaba sobre la ventana como una capa de lana blanca. Holmes acercó la
lámpara a los cristales.
—Vea —dijo—. Esta noche nadie es capaz de adentrarse en la gran ciénaga de Grimpen.
La señora Stapleton se echó a reír y empezó a dar palmadas. Sus ojos y sus dientes brillaron
con una alegría feroz.
—Tal vez haya conseguido entrar, pero no saldrá —exclamó—. No podrá ver las varitas que
sirven de guía. Las colocamos juntos para señalar la senda a través de la ciénaga. ¡Ah, si hubiera
podido arrancarlas hoy! Entonces seguro que lo tendrían ustedes a su merced.
Evidentemente era inútil proseguir la búsqueda antes de que levantara la niebla. Dejamos a
Lestrade para que custodiara la casa y Holmes y yo regresamos a la mansión con el baronet. Ya no
podíamos ocultarle por más tiempo la historia de los Stapleton, pero encajó con mucho valor las
revelaciones sobre la mujer de la que se había enamorado. De todos modos, la impresión
producida por las aventuras nocturnas le había destrozado los nervios y poco después deliraba ya
con una fiebre muy alta, atendido por el doctor Mortimer. Los dos estaban destinados a dar la
vuelta al mundo antes de que Sir Henry volviese a ser el hombre robusto y cordial que fuera antes
de convertirse en el dueño de aquella mansión cargada con el peso de la leyenda.
Y ya sólo me queda llegar rápidamente al desenlace de esta narración singular con la que he
tratado de conseguir que el lector compartiera los miedos oscuros y las vagas conjeturas que
ensombrecieron durante tantas semanas nuestras vidas y que concluyeron de manera tan trágica. A
la mañana siguiente se levantó la niebla y la señora Stapleton nos llevó hasta el sitio donde ella y
su esposo habían encontrado un camino practicable para penetrar en el pantano. El interés y la
alegría con que aquella mujer nos puso sobre la pista de su marido nos ayudó a comprender mejor
los horrores de su vida con Stapleton. La dejamos en la estrecha península de suelo firme de turba
que acababa desapareciendo en la ciénaga. A partir de allí unas varitas clavadas en la tierra iban
mostrando el sendero, que zigzagueaba de juncar en juncar entre las pozas llenas de verdín y los
fétidos cenagales que cerraban el paso a cualquier intruso. Los abundantes juncos y las
exuberantes y viscosas plantas acuáticas despedían olor a putrefacción y nos lanzaban a la cara
densos vapores miasmáticos, mientras que al menor paso en falso nos hundíamos hasta el muslo
en el oscuro fango tembloroso que, a varios metros a la redonda, se estremecía en suaves
ondulaciones bajo nuestros pies, tiraba con tenacidad de nuestros talones mientras avanzábamos y,
cada vez que nos hundíamos en él, se transformaba en una mano malévola que quería llevarnos
hacia aquellas horribles profundidades: tal era la intensidad y la decisión del abrazo con que nos
sujetaba. Sólo una vez comprobamos que alguien había seguido senda tan peligrosa antes de
nosotros. Del centro del matorral de juncias que lo mantenía fuera del fango sobresalía un objeto
oscuro. Holmes se hundió hasta la cintura al salirse del sendero para recogerlo, y si no hubiéramos
estado allí para ayudarlo nunca hubiera vuelto a poner el pie en tierra firme. Lo que alzó en el aire
fue una bota vieja de color negro. «Meyers, Toronto» estaba impreso en el interior del cuero.
—El baño de barro estaba justificado —dijo Holmes—. Es la bota perdida de nuestro amigo
Sir Henry.
—Arrojada aquí por Stapleton en su huida.
—En efecto. Siguió con ella en la mano después de utilizarla para poner al sabueso en la pista
del baronet. Luego, todavía empuñando la bota, escapó al darse cuenta de que había perdido la
partida. Y la arrojó lejos de sí en este sitio durante su huida. Ya sabemos al menos que logró llegar
hasta aquí.
Pero no estábamos destinados a saber nada más, aunque pudimos deducir muchas otras cosas.
No existía la menor posibilidad de encontrar huellas en el pantano, porque el barro que se alzaba
con cada pisada las cubría rápidamente y, aunque las buscamos ávidamente cuando por fin
llegamos a tierra firme, nunca encontramos ni el menor rastro. Si la tierra nos contó una historia
verdadera, hay que creer que Stapleton nunca llegó a la isla que aquella última noche trató de
alcanzar entre la niebla y en la que esperaba refugiarse. Hundido en algún lugar del corazón de la
gran ciénaga, en el fétido limo del enorme pantano que se lo había tragado, quedó enterrado para
siempre aquel hombre frío de corazón despiadado.
En la isla del centro del pantano donde escondía a su cruel aliado hallamos muchos rastros de
su presencia. Una enorme rueda motriz y un pozo lleno a medias de escombros señalaban la
posición de una mina abandonada. Junto a ella se encontraban los derruidos restos de unas chozas;
los mineros, sin duda, habían terminado por marcharse, incapaces de resistir el hedor apestoso que
los rodeaba. En una de ellas una armella y una cadena, junto a unos huesos roídos, mostraban el
sitio donde el sabueso permanecía confinado. Entre los demás restos encontramos un esqueleto
que tenía pegados unos mechones castaños.
—¡Un perro! —dijo Holmes—. Sin duda un spaniel de pelo rizado. El pobre Mortimer nunca
volverá a ver a su preferido. Bien; no creo que este lugar contenga ningún secreto que no hayamos
descubierto ya. Stapleton escondía al sabueso, pero no podía impedir que se le oyera, y de ahí los
aullidos que ni siquiera durante el día resultaban agradables. En los momentos críticos podía
encerrarlo en una de las dependencias de Merripit, pero eso significaba correr un riesgo, y sólo el
gran día, la jornada en que Stapleton iba a culminar todos sus esfuerzos, se atrevió a hacerlo. La
pasta que hay en esa lata es sin duda la mezcla luminosa con que embadurnaba al animal. La idea
se la sugirió, por supuesto, la leyenda del sabueso infernal y el deseo de dar un susto de muerte al
anciano Sir Charles. No tiene nada de extraño que Selden, aquel pobre diablo, corriera y gritara,
como lo ha hecho nuestro amigo, y como podíamos haberlo hecho nosotros, cuando vio a
semejante criatura siguiendo su rastro a grandes saltos por el páramo a oscuras. Era una
estratagema muy astuta, porque, además de la posibilidad de provocar la muerte de la víctima
elegida, ¿qué campesino se atrevería a interesarse de cerca por semejante criatura en el caso de
que, como les ha sucedido a muchos, la viera por el páramo? Lo dije en Londres, Watson, y lo
repito ahora: nunca hemos contribuido a acabar con un hombre tan peligroso como el que ahí yace
—y extendió su largo brazo hacia la enorme extensión de la ciénaga, cubierta de manchas verdes,
que se prolongaba hasta confundirse con el color rojizo del páramo.