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1. EL DOCTOR SHEPPARD A LA HORA DEL DESAYUNO
日期:2025-06-24 16:10  点击:273
1. EL DOCTOR SHEPPARD A LA HORA DEL DESAYUNO
Mrs. Ferrars murió la noche del 16 al 17 de septiembre, un jueves. Me enviaron a buscar a las
ocho de la mañana del viernes 17. Mi presencia no sirvió de nada. Hacía horas que había muerto.
Regresé a mi casa unos minutos después de las nueve. Entré y me entretuve adrede en el
vestíbulo, colgando mi sombrero y el abrigo ligero que me había puesto como precaución por el fresco
de las primeras horas de un día otoñal.
En honor la verdad, diré que estaba muy inquieto y preocupado. No voy a pretender que previ
entonces los acontecimientos de las semanas siguientes, pero mi instinto me avisaba de la proximidad
de tiempos llenos de sobresaltos y sinsabores.
Del comedor, situado a la izquierda, llegó a mis oídos un leve ruido de tazas y platos,
acompañado de la tos seca de mi hermana Caroline.
—¿Eres tú, James? —preguntó.
Pregunta vana, ¿quién iba a ser? Para ser franco, mi hermana Caroline era precisamente la que
motivaba mi demora. El lema de la familia mangosta, según Rudyard Kipling, es: «Ve y entérate». Si
Caroline necesitase algún día un escudo nobiliario, le sugeriría la idea de representar en él una
mangosta rampante. Además, podría suprimir la primera parte del lema. Caroline lo descubre todo
permaneciendo tranquilamente sentada en casa. ¡No sé cómo se las apaña, pero así es! Sospecho que
las criadas y los proveedores constituyen su propio servicio de información. Cuando sale, no es con el
fin de ir en busca de noticias, sino de divulgarlas. En este terreno también se muestra asombrosamente
experta.
Esta última característica suya era lo que me hacía vacilar. Fuese lo que fuese lo que yo contara a
Caroline sobre la muerte de Mrs. Ferrars, lo sabría todo el mundo en el pueblo al cabo de hora y media.
Mi profesión exige discreción y, en consecuencia, acostumbro a esconderle a mi hermana cuantas
noticias puedo. Generalmente logra enterarse a pesar de mis esfuerzos, pero tengo la satisfacción moral
de saber que estoy al abrigo de toda posible reconvención.
El esposo de Mrs. Ferrars murió hace un año y Caroline no ha dejado de asegurar, sin tener la
menor base en que fundarse, que su mujer le envenenó.
Desprecia mi invariable afirmación de que Mr. Ferrars murió de gastritis aguda, ayudada por su
excesiva afición a las bebidas alcohólicas. Convengo en que los síntomas de gastritis y de
envenenamiento por arsénico tienen puntos de similitud, pero Caroline basa su acusación en motivos
muy distintos.
«¡Basta con mirarla!», oí que decía una vez.
Aunque algo madura, Mrs. Ferrars era una mujer muy atractiva y sus sencillos vestidos le
sentaban muy bien. Sin embargo, muchísimas mujeres que compran sus vestidos en París no por eso
han envenenado a sus maridos.
Mientras vacilaba en el vestíbulo, pensando vagamente en todas esa cosas, la voz de Caroline
sonó de nuevo, algo más aguda:
—¿Qué demonios haces ahí. James? ¿Por qué no vienes a desayunar?
—¡Ya voy, querida! —contesté apresuradamente—. Estoy colgando el abrigo.
—¡Has tenido tiempo de colgar una docena!
Tenía razón, muchísima razón. Entré en el comedor, di a Caroline el acostumbrado beso en la
mejilla y me senté ante un plato de huevos fritos con beicon. El beicon estaba frío.
—Te han llamado muy temprano —observó Caroline.
—Sí. De Kings Paddock. Mrs. Ferrars.
—Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Annie me lo ha dicho.
Annie es la doncella; buena chica, pero una charlatana incorregible.
Hubo una pausa. Continué comiendo los huevos con beicon. La nariz de mi hermana, que es larga
y delgada, se estremecía levemente por la punta como ocurre siempre que algo le interesa o excita.
—¿Y bien?
—Mal asunto. Nada que hacer. Debió de morir mientras dormía.
—Lo sé —repitió mi hermana.
Esta vez me sentí contrariado.
—No puedes saberlo. Ni yo lo sabía antes de llegar allí y no se lo he contado todavía a nadie. Si
Annie está enterada, debe de ser clarividente.
—No me lo ha dicho Annie, sino el lechero. Se lo ha explicado la cocinera de los Ferrars.
Ya he dicho antes que no es preciso que Caroline salga a recoger información. Permanece sentada
en casa y las noticias vienen a ella.
—¿De qué ha muerto? ¿De un ataque cardíaco?
—¿Acaso no te lo ha dicho el lechero? —repliqué sarcásticamente.
Los sarcasmos le resbalan a Caroline. Se los toma en serio y contesta como si tal cosa.
—No lo sabía.
Como tarde o temprano Caroline acabaría por enterarse, tanto daba que se lo dijera.
—Ha muerto por haber ingerido una dosis excesiva de veronal. Lo tomaba últimamente para
combatir el insomnio. Debió de pasarse con la dosis.
—¡Qué tontería! —dijo Caroline de inmediato—. Lo hizo adrede. ¡A mí no me engañas!
Cuando se tiene un pensamiento secreto, resulta extraño admitir que no se quiere confesar. El
hecho de que otra persona lo exprese nos impulsa a negarlo con toda vehemencia.
—¡Ya vuelves a las andadas! Dices cualquier cosa sin ton ni son. ¿Por qué había de suicidarse?
Viuda, joven todavía, rica y con buena salud, no tenía otra cosa que hacer sino disfrutar de la vida. ¡Lo
que dices es absurdo!
—Nada de eso. Tú también tuviste que fijarte en el cambio que había sufrido estos últimos meses.
Parecía atormentada, y acabas de admitir que no podía conciliar el sueño.
—¿Cuál es tu diagnóstico? —pregunté fríamente—. ¿Un amor desgraciado?
—Remordimientos —afirmó con brío.
— ¿Remordimientos?
—Sí. Nunca quisiste creerme cuando te decía que había envenenado a su marido. Ahora estoy
más convencida que nunca.
—No te muestras muy lógica. Seguro que, cuando una mujer llega hasta el extremo de cometer un
asesinato, tiene la suficiente sangre fría como para disfrutar de su crimen sin dejarse dominar por el
débil sentimentalismo que suponen los remordimientos.
Caroline meneó la cabeza.
—Probablemente hay mujeres como las que tú dices, pero Mrs. Ferrars no era una de ellas. Era un
manojo de nervios. Un impulso imposible de dominar la llevó a desembarazarse de su marido, porque
era de esas personas incapaces de soportar el más mínimo sufrimiento y no cabe duda de que la esposa
de un hombre como Ashley Ferrars debió de sufrir mucho.
Asentí.
—Desde entonces vivió acosada por el recuerdo de lo que hizo. Me compadezco de ella aunque
no quiera.
Creo que Caroline no sintió nunca compasión por Mrs. Ferrars mientras vivía, pero ahora que se
había ido (quizás allí donde no se llevan vestidos de París), estaba dispuesta a permitirse las suaves
emociones de la piedad y de la comprensión.
Le dije con firmeza que su teoría era una solemne tontería. Me mostré muy firme aunque, en mi
fuero interno, estaba de acuerdo en buena parte con lo que ella había dicho. Pero no podía admitir que
Caroline hubiera llegado hasta la verdad, por el sencillo método de adivinarla. No iba a alentarla.
Recorrería el pueblo divulgando sus opiniones y todos pensarían que lo hacía basándose en datos
médicos que yo le había proporcionado. La vida es agotadora.
—¡Tonterías! —dijo Caroline en respuesta a mis críticas—. Ya verás. Apuesto diez contra uno a
que ha dejado una carta confesándolo todo.
—No dejó ninguna carta —repliqué tajante sin tener muy claro las consecuencias de admitirlo.
—¡Ah! —exclamó Caroline—. De modo que sí has preguntado si había una carta, ¿verdad? Creo,
James, que para tus adentros piensas como yo. Eres un hipócrita.
—Siempre hay que tener en cuenta la posibilidad de suicidio —señalé.
—¿Habrá encuesta judicial?
— Tal vez. Todo depende de mi informe. Si estoy plenamente convencido de que tomó la
sobredosis por accidente quizá no la haya.
—¿Lo estás? —preguntó mi hermana con astucia.
No contesté y me levanté de la mesa.

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