25. TODA LA VERDAD
Con un breve gesto, Poirot me indicó que permaneciera en la estancia. Obedecí y me acerqué al
hogar, moviendo los grandes leños con la punta del zapato.
Estaba sorprendido. Por primera vez no acertaba a comprender las intenciones de Poirot. Durante
un momento me incliné a creer que lo que acababa de escuchar eran sólo palabras altisonantes y que
Poirot había representado lo que él llamaba una «pequeña comedia», con el fin de hacerse el
interesante y el importante. Pero, a pesar de todo, me veía obligado a creer en sus palabras, en las que
había una verdadera amenaza y una innegable sinceridad. Sin embargo, continuaba creyendo que
seguía una pista falsa.
Cuando la puerta se cerró detrás del último miembro de la reunión, Poirot se volvió hacia el
fuego.
—Pues bien, amigo mío —dijo con suavidad—. ¿Qué piensa usted de todo esto?
—A tenor de la verdad, no lo sé —respondí con sinceridad—. ¿Qué fin persigue usted? ¿Por qué
no va directamente al inspector Raglán con la solución, en vez de poner sobre aviso de ese modo al
culpable?
Poirot se sentó y sacó del bolsillo una caja de delgados cigarrillos rusos. Fumó un momento en
silencio.
—Emplee usted sus células grises. Detrás de mis acciones hay siempre un motivo.
Vacilé un momento y después repliqué con voz pausada:
—El primero que se me ocurre es que usted no conoce al criminal, pero que está seguro de que se
encontraba entre las personas reunidas aquí esta noche. En consecuencia, sus palabras pretendían
arrancarle una confesión.
Poirot asintió complacido. —Es una buena idea, pero errónea.
— Pensé que tal vez, al hacerle creer que usted lo sabía todo, esperaba obligarle a
desenmascararse aunque no necesariamente por medio de una confesión. Podría tratar de silenciarle,
como hizo con Mr. Ackroyd, antes de que usted pudiese actuar mañana.
—¡Una trampa de la cual yo sería el cebo! Merci, mon ami! ¡No soy lo bastante héroe para eso!
—Entonces no le comprendo. Usted corre el riesgo de dejar escapar al asesino, avisándole de ese
modo. Poirot meneó la cabeza.
—No puede escapar —dijo gravemente—. Sólo le queda un camino que emprender y ese camino
no lleva a la libertad.
—¿Usted cree realmente que una de las personas que se encontraban aquí esta noche cometió el
crimen? —pregunté con incredulidad.
—¡Sí, amigo mío!
—¿Cuál?
Hubo un silencio que duró unos minutos. De pronto arrojó la colilla en el hogar y empezó con voz
reposada:
—Voy a llevarle por el camino que he recorrido yo mismo. Paso a paso me acompañará usted y
verá que todos los hechos señalan infaliblemente a una determinada persona:
»Para empezar, había dos hechos y una pequeña discrepancia en las horas que me llamaron de un
modo especial la atención. El primer hecho era la llamada telefónica. Si Ralph Patón era en realidad el
asesino, la llamada carecía de sentido: era absurda. Me dije, pues, que Patón no era el criminal.
»Me aseguré de que la llamada no fue hecha por nadie de la casa y, sin embargo, estaba
convencido de que tenía que buscar al criminal entre los que estaban presentes la noche fatal. Llegué,
pues, a la conclusión de que la llamada debió provenir de un cómplice. Esta deducción no acababa de
satisfacerme, pero de momento no la descarté.
»Examiné luego el motivo de la llamada. Eso resultó difícil. Sólo podía estudiarlo juzgando su
resultado: que el crimen se descubrió aquella noche en vez de a la mañana siguiente. ¿Comprende
usted?
—Sí. Ackroyd había dado órdenes para que no le molestaran y no era probable que nadie entrara
en el despacho aquella noche.
—Tres bien. El asunto marcha, ¿verdad? Pero algunos puntos continuaban oscuros. ¿Cuál era la
ventaja de hacer descubrir el crimen aquella noche, en vez de la mañana siguiente? La única idea que
se me ocurrió fue que el asesino, sabiendo que el crimen se descubriría a una hora determinada, se las
compondría para estar presente cuando se forzara la puerta o inmediatamente después. Llegamos ahora
al segundo hecho: el sillón apartado de la pared. El inspector Raglán desechó el detalle por carecer de
importancia. Yo, en cambio, lo consideré siempre del mayor interés.
»En su manuscrito usted ha dibujado un pequeño plano del despacho. Si lo tuviese aquí en este
momento vería que el sillón, colocado de la manera indicada por Parker, se encuentra precisamente en
línea recta entre la puerta y la ventana.
—¡La ventana!
—Veo que capta mi primera idea. Me imaginé que entraron por la puerta, pero no tardé en
abandonar esa suposición, pues, aunque el sillón tenía un respaldo muy alto, tapaba muy poco la
ventana. Pero recuerde usted, mon ami, que frente a esa ventana había una mesa cubierta de libros y
revistas. Esa mesa quedaba completamente oculta por el sillón y enseguida surgió en mi mente la
primera sospecha de la verdad.
»Supongamos que había en esa mesa algo que no se quería que fuese visto. Algo colocado allí por
el asesino. Hasta entonces no tenía la menor idea de qué podría ser, pero sabía que era algo que el
criminal no había podido llevarse consigo cuando cometió el asesinato y que era un asunto vital para él
quitarlo de allí tan pronto como le fuese posible, después de ser descubierto el crimen. La llamada
telefónica obedecería, pues, a la necesidad del culpable de encontrarse sobre el terreno al ser hallado el
cuerpo.
«Cuatro personas estaban presentes cuando la policía llegó: usted, Parker, el comandante Blunt y
Mr. Raymond. Eliminé inmediatamente a Parker, puesto que, fuese cual fuese la hora en que se
descubriera el crimen, se encontraría allí. Además, él fue quien me habló del sillón cambiado de sitio.
Parker quedaba descartado del crimen, pero era posible que hubiese sido el chantajista. Raymond y
Blunt eran sospechosos, puesto que, si el crimen hubiese sido descubierto por la mañana, cabía en lo
posible que llegaran demasiado tarde para impedir fuera encontrado el objeto colocado en la mesa.
» ¿Qué era ese objeto? Hace un momento ha oído usted lo que argumentaba con respecto al
fragmento de conversación oído. Tan pronto como supe que el representante de una compañía de
dictáfonos había estado en la casa, la idea de un dictáfono arraigó en mi mente. ¿Recuerda lo que he
dicho hace media hora? Todos estaban de acuerdo con mi teoría, pero parecía que un hecho vital se les
había escapado. Si se usó un dictáfono aquella noche, ¿por qué no se encontró?
—No había pensado en eso.
—Sabemos que le fue entregado un dictáfono a Mr. Ackroyd, pero no estaba entre los objetos de
su pertenencia. Si algo fue retirado de la mesa, ¿por qué no había de ser el dictáfono? Sin embargo, la
empresa no era fácil.
»La atención de todos estaba naturalmente concentrada en el muerto. Creo que cualquiera podía
haberse acercado a la mesa sin que le vieran los demás, pero un dictáfono es un objeto voluminoso. No
se puede meter en un bolsillo. Debió de tener un receptáculo capaz de contenerlo. Ya ve usted adonde
llegamos. La figura del asesino toma forma. Es la persona que se encontraba en el lugar del crimen,
pero que tal vez no hubiese estado presente si se hubiese descubierto a la mañana siguiente, una
persona que llevaba un receptáculo dentro del cual cabía el dictáfono…
Le interrumpí:
—¿Por qué habría de llevarse el dictáfono? ¿Qué ganaba con ello?
—Usted se parece a Mr. Raymond. Parte de una base falsa: de que a las nueve y media se oyó la
voz de Mr. Ackroyd hablando al dictáfono. Pero considere por un momento este útil invento. Usted le
dicta, ¿verdad? Y más tarde el secretario o un mecanógrafo lo pone en marcha y la voz vuelve a sonar.
—¿Quiere decir…? —exclamé.
—Sí, eso es lo que quiero decir. A las nueve y media, Mr. Ackroyd ya estaba muerto. ¡Era el
dictáfono el que hablaba y no el hombre!
—El criminal lo hizo funcionar. Entonces, debía encontrarse en el cuarto en aquel momento.
—Es probable, pero no debemos excluir la posibilidad de que le hubiera adaptado un mecanismo
especial, algo sencillo como la maquinaria de un vulgar despertador. En ese caso tenemos que añadir
dos particularidades a nuestro retrato imaginario del asesino. Debía ser alguien que estaba enterado de
la compra del dictáfono y que tenía conocimientos de mecánica.
»A esas conclusiones había llegado cuando encontramos las huellas de la ventana. Aquí podía
escoger entre tres conclusiones. Primera: Era factible que las hubiera dejado Ralph Patón. Estaba en
Fernly Park aquella noche y pudo introducirse en el despacho y encontrar a su tío muerto. Ésta era una
hipótesis. Segunda: Cabía la posibilidad de que las huellas hubiesen sido hechas por alguien que
llevara la misma clase de tacones de goma en los zapatos, pero los habitantes de la casa tenían zapatos
de suela de crepé y deseché la idea de que alguien de fuera tuviese la misma clase de zapatos que
Ralph Patón. Charles Kent llevaba, lo sabemos por la camarera del bar The Dog amp; Whistle un par
de botas que se le «caían de los pies».
»Esas huellas podían haber sido dejadas por alguien que trataba deliberadamente de hacer recaer
las sospechas sobre Ralph Patón. Para probar esa teoría era preciso dilucidar algunos hechos. El par de
zapatos de Ralph incautado por la policía en el Three Boars. Ni Ralph ni ninguna otra persona pudo
llevarlos aquella noche, puesto que los tenían en los bajos de la posada para limpiarlos.
»Según la teoría de la policía, Ralph poseía otro par de la misma clase y descubrí que era cierto
que tenía dos pares. Para que mi teoría fuera correcta, era preciso que el asesino hubiese llevado los
zapatos de Ralph aquella noche y, en tal caso, Ralph debía haberse puesto un tercer par de zapatos de
una clase u otra. Supuse que no tendría tres pares de zapatos iguales y que poseería por lo menos un
par de botas. Pedí a su hermana Caroline que se enterara de ese punto, insistiendo sobre el color, con el
fin, lo confieso, de esconder el verdadero motivo de mis preguntas.
»Ya conoce usted el resultado de sus investigaciones. Ralph Patón tenía un par de botas. La
primera pregunta que le hice cuando llegó a mi casa ayer por la mañana fue para saber lo que llevaba
puesto la noche fatal. Me contestó en seguida que llevaba botas, en realidad todavía las llevaba puestas,
porque no tenía nada más que ponerse.
»De este modo adelantábamos en nuestra descripción del asesino. Era una persona que había
tenido la oportunidad de llevarse esos zapatos del cuarto de Ralph Patón en el Three Boars aquel día.
Poirot se detuvo y continuó en voz más alta:
—Hay otro punto. El criminal debía ser una persona que tuviera la oportunidad de retirar la daga
de la vitrina. Quizás usted diga con toda razón que cualquiera en la casa pudo haberlo hecho, pero le
recordaré que Flora Ackroyd está segura de que la daga no se encontraba en la vitrina cuando la
examinó.
Hizo otra pausa.
—Recapitulemos: Una persona que estuvo en el Three Boars aquel día, una persona que conocía
bastante bien a Ackroyd para saber que había adquirido un dictáfono, una persona que entendía en
cuestiones de mecánica, que tuvo la oportunidad de retirar la daga de la vitrina antes de la llegada de
miss Flora, que llevaba consigo un receptáculo capaz de contener el dictáfono como, por ejemplo, un
maletín negro, y que se encontró sola en el despacho durante unos minutos después de descubrirse el
crimen, mientras Parker telefoneaba a la policía. En fin, ¡usted, doctor Sheppard!