26. Y NADA MÁS QUE LA VERDAD
Reinó un silencio de muerte durante un momento. De pronto me eché a reír.
—¡Está usted loco!
—No —replicó Poirot plácidamente—. No estoy loco. Esa pequeña diferencia en la hora fue lo
que me llamó la atención sobre usted desde el principio.
—¿La diferencia de hora? —repetí intrigado.
—Sí. Recordará que todo el mundo estaba de acuerdo para decir, usted incluido, que hacían falta
cinco minutos para ir andando del cobertizo a la casa e incluso menos si se tomaba el atajo de la
terraza. Pero usted dejó la casa a las nueve menos diez según su declaración y la de Parker y, sin
embargo, eran las nueve cuando traspasaba la verja delante del callejón. Era una noche fría y
desapacible, en la cual uno no se sentiría inclinado a entretenerse. ¿Por qué necesitó diez minutos para
recorrer un trayecto que requería cinco? Comprendí desde el principio que sólo teníamos su afirmación
para probar que la ventana del despacho estaba cerrada. Ackroyd le preguntó si usted la había cerrado,
pero no lo comprobó.
«Supongamos, pues, que la ventana del despacho estuviera abierta. ¿Tendría usted tiempo en diez
minutos para dar la vuelta a la casa, cambiar sus zapatos, entrar por la ventana, matar a Ackroyd y
llegar a la verja a las nueve? Deseché esta teoría, pues era probable que un hombre tan nervioso como
Ackroyd, le hubiese oído entrar y hubiera provocado una lucha. Pero, ¿y suponiendo que hubiera
matado a Ackroyd antes de salir, mientras estaba de pie al lado de su silla? Podía entonces salir por la
puerta central, dar la vuelta hasta el pequeño cobertizo, tomar los zapatos de Ralph Patón del maletín
que llevaba aquella noche, ponérselos, atravesar el fango y dejar huellas en la ventana, entrar en el
despacho, cerrar la puerta por dentro, volver corriendo al cobertizo, cambiarse nuevamente de zapatos
y correr hasta la verja. Hice todo eso el otro día, cuando usted estaba con Mrs. Ackroyd, y empleé
exactamente diez minutos. Luego, a casa y disponer de una buena coartada, pues había regulado el
dictáfono para que funcionara a las nueve y media.
—Mi querido Poirot —dije con una voz que sonó extraña y forzada en mis propios oídos—.
Usted ha reflexionado demasiado sobre este caso. ¿Por qué había de asesinar a Ackroyd?
—¡Para protegerse! Usted era quien chantajeaba a Mrs. Ferrars. ¿Quién mejor que el doctor que
cuidaba a Mr. Ferrars estaba en condiciones de saber cuál era la causa de su muerte? Cuando usted me
habló el primer día en el jardín, mencionó un legado en posesión del que había entrado hacía un año.
No he podido encontrar rastro de legado alguno. Tuvo usted que inventar algo para justificar las veinte
mil libras de Mrs. Ferrars, que no le aprovecharon gran cosa. Perdió la mayor parte en diversas
especulaciones y acabó presionando demasiado. Mrs. Ferrars encontró una solución con la cual usted
no contaba. Si Ackroyd se hubiese enterado de la verdad, no habría tenido compasión de usted. ¡Estaba
arruinado para siempre!
—¿Y la llamada telefónica? —Pregunté, tratando de hacerle frente—. ¿Supongo que usted tiene
una explicación plausible también para ella?
—Le confesaré que quedé desconcertado cuando supe que le habían telefoneado en realidad desde
la estación de King's Abbot. Al principio creí que había inventado la historia. Eso fue un detalle
ingeniosísimo. Usted necesitaba una excusa para llegar a Fernly Park, encontrar el cuerpo y tener
ocasión de quitar el dictáfono del que dependía su coartada. Tenía una vaga noción de lo ocurrido
cuando fui a ver a su hermana aquel primer día y le pregunté qué pacientes habían ido a su consulta el
viernes por la mañana.
»No pensaba en miss Russell entonces. Su visita fue una feliz coincidencia, puesto que alejó su
pensamiento del verdadero objeto de mis preguntas. Encontré lo que buscaba. Entre sus pacientes se
encontraba aquella mañana el camarero de un trasatlántico norteamericano. ¿Quién mejor que él para ir
a Liverpool en el tren de la noche? Después, estaría en alta mar, lejos de todos. Comprobé que el Orion
zarpaba el sábado y, tras conseguir el nombre del camarero, le envié un telegrama, haciéndole una
pregunta. Su contestación es lo que acabo de recibir.
Me alargó el siguiente mensaje:
«Es cierto. El doctor Sheppard me pidió que dejara una nota en casa de un enfermo. Tenía que
llamarle por teléfono desde la estación con la respuesta: Sin contestación».
—Fue una idea ingeniosa —dijo Poirot—. La llamada era genuina. Su hermana le vio recibirla,
pero una sola persona sabía lo que le decían en realidad. ¡Usted!
Bostecé.
—Todo esto es muy interesante, pero muy poco práctico.
—¿Usted cree? Recuerde lo que he dicho. La verdad irá a parar a manos del inspector Raglán por
la mañana. Pero, por consideración a su buena hermana, estoy dispuesto a dejarle otra alternativa.
Podría tomar, por ejemplo, una dosis exagerada de algún somnífero. ¿Me comprende? Antes de eso, el
capitán Patón debe quedar libre de toda sospecha, ca va sans dire. Le sugiero la idea de concluir su
interesante manuscrito pero abandonando su antigua reticencia.
—Usted es muy prolífico en sugerencias. ¿Ha terminado ya?
—Ahora que me dice esto, recuerdo otra cosa todavía. Sería una torpeza por su parte tratar de
imponerme silencio como hizo con Ackroyd. Esas cosas no tienen éxito con Hercule Poirot.
—Mi querido Poirot —exclamé sonriendo levemente, seré cualquier cosa, pero no soy un loco.
Me levanté.
—¡Bien, bien! —dije, desperezándome—. Me voy a casa. Gracias por su interesante e instructiva
disertación.
Poirot se levantó también, se inclinó con su acostumbrada cortesía y salí del cuarto.